– Por lo tanto, perdurará en tu memoria como el martirizado príncipe encantador.
– No, Doc. Mi memoria tampoco se aferra a fantasmas perfectos.
– ¿Y qué me dices de ese Joe?
– Que Joe está casado -le recordó.
– ¿Y si no lo estuviese?
Pensó un momento en Joseph Marcus, luego sacudió la cabeza.
– Seguramente habríamos tenido algo durante un tiempo y luego se habría esfumado. Era una diversión, no un tema de corazón. Nada serio, te lo aseguro. Apenas puedo recordarle.
Se apoyó haciendo palanca y le acarició el pecho.
– Tú, por otro lado… Te recordaré. Eres exactamente tal y como me imaginaba que serías.
– ¿Me habías imaginado desnudo?
– Lo confieso.
– ¿Cuándo?
– Cuando entraste en la tienda, creo. En el fondo pensé: «Caray. Es apetecible».
– ¿Soy apetecible?
– Muy apetecible.
– Bueno, muchas gracias, señora -dijo, arrastrando exageradamente la voz. Y clavando la mirada en sus pechos, añadió-: Tú también eres apetitosa.
– ¡Oh!, apuesto a que eso se lo dices a todas las chicas que se te suben encima.
Sonriendo, cogió un mechón de pelo y lo acarició entre los dedos. Poco a poco su sonrisa fue relajándose y cuando habló, lo hizo en un tono más serio.
– Hemos pasado muchas cosas juntos, Tiel. Un nacimiento. Casi una muerte. Horas tensas de no saber cómo iba a acabar todo. Un trauma así provoca algo entre la gente. Los une.
Sus palabras se hacían eco de los pensamientos que ella había tenido anteriormente. Pero no resultaba muy adulador que atribuyera su atracción únicamente a un trauma, o que pudiera mitigar el deseo carnal con una explicación tan pragmática y científica.
¿Y si anoche se hubiesen conocido en una fiesta? No habría saltado la chispa, no habría habido calor y ahora no estarían juntos en la cama. Básicamente estaba diciendo eso. Si esto no significaba para él nada más que la ilustración de un fenómeno psicológico, no tenía sentido prolongar la inevitable despedida.
«Felicidades, Doc. Eres mi primer y seguramente mi último, rollo de una noche. Rollo de una mañana.»
Se movió con la intención de levantarse, pero él utilizó su movimiento para colocarla completamente encima suyo, vientre contra vientre y las piernas de ella entre las suyas.
– Pese al peligro que corríamos todos los que estábamos dentro de aquella tienda, tenía fantasías regulares e increíblemente intensas sobre esto.
Ella encontró la voz suficiente para decir:
– ¿Sobre esto?
Sus manos le acariciaban la espalda, el trasero y, hasta donde llegaban, entre sus muslos.
– Sobre ti.
Se apoyó en los codos para besarla. Al principio, el beso fue lento y metódico, su lengua tanteó la boca de ella mientras sus manos seguían deslizándose por su espalda, desde los hombros hasta las caderas.
Ella se sentía como si estuviese ronroneando. Lo estaba, de hecho. Cuando él notó la vibración, el beso se intensificó. Sus manos la asieron por las nalgas y la presionaron con fuerza contra su erección. Provocativamente, Tiel se acunó con ella. Doc murmuró una palabrota, haciéndola sonar erótica. Deslizó las manos por los muslos y los separó.
Estaba de nuevo en su interior, una presión plena, pesada, deseada. Llenando algo más que su cuerpo. Llenando una necesidad no reconocida que había sentido durante mucho tiempo. Proporcionándole algo más que su propio placer. Proporcionándole una sensación de plenitud y objetivo que ni su mejor trabajo era capaz de proporcionarle.
Se movieron siguiendo un ritmo perfecto. Ella no podía alcanzar las profundidades de él que le habría gustado y él debía de sentir lo mismo. Porque cuando alcanzó el climax, la aferró contra él de forma posesiva, sus dedos clavándose en su carne. Ella enterró la cara en el hueco creado debajo de su hombro y mordió su piel.
Fue un orgasmo largo, lento, dulce. Y las repercusiones fueron igualmente largas, lentas y dulces.
Tiel estaba tan relajada, tan llena, que tenía la sensación de haberse fundido y haber pasado a formar parte de él. No podía distinguir su piel de la de él. No quería hacerlo. Ni siquiera se movió cuando él tiró de la sábana y la colcha para taparlos. Se quedó allí dormida, con él cobijado aún en su calor, con un oído en su corazón.
– ¿Tiel?
– ¿Hmm?
– Es tu alarma.
Murmuró alguna cosa y hundió más sus manos en el calor de las axilas de él.
– Tienes que levantarte. El helicóptero viene a recogerte, ¿te acuerdas?
Sí se acordaba. Pero no quería hacerlo. Quería quedarse exactamente donde estaba durante los próximos diez años como mínimo. Le llevaría ese tiempo recuperar el sueño que había perdido la noche anterior. Le llevaría ese tiempo hartarse de Doc.
– Vamos. En pie. -Le dio un cariñoso cachete en el trasero-. Ponte presentable antes de que llegue el sheriff Montez.
Gruñendo, rodó por la cama para separarse de él. Y, con un bostezo, preguntó:
– ¿Cómo sabes que hemos quedado así?
– Me lo dijo él. Así supe dónde encontrarte. -Lo miró confusa y continuó-: Sí, sabía que yo quería saberlo. ¿Es eso lo que querías oír?
– Sí.
– Somos amigos. Jugamos al póquer de vez en cuando. Él conoce mi historia, el porqué me trasladé aquí, pero es bueno guardando secretos.
– Incluso al FBI.
– Pidió ser él quien me tomase la declaración y Calloway accedió. Hizo todo lo que tenía que hacer. -Una de sus piernas asomó por un lado de la cama-. ¿Te importa si utilizo primero el baño? Seré rápido.
– Como si estuvieras en tu casa.
Mientras se agachaba para recoger sus calzoncillos, la sorprendió estirando los brazos, la espalda arqueada, desperezándose. Él se sentó en el borde de la cama, sus ojos fijos en sus pechos. Acarició el pezón.
– A lo mejor no quiero que subas a ese helicóptero.
– Pídemelo y a lo mejor no lo hago.
– Lo harías.
Suspirando, retiró la mano.
– Sí. -Se levantó y entró en el baño.
– A lo mejor -susurró Tiel para sus adentros-, podría convencerte de que vinieses conmigo.
Buscó un sujetador y unas bragas en la maleta, se los puso, y a punto estaba de ponerse los pantalones cuando intuyó que Doc la observaba.
Se volvió, preparada con una sonrisa sugerente y un comentario picante sobre los mirones. Pero la expresión de él no invitaba. De hecho, estaba llena de rabia.
Desconcertada, abrió la boca para preguntar qué pasaba cuando él extendió la mano. Allí estaba la grabadora. Había permanecido en el bolsillo de sus pantalones, que había dejado junto con el resto de la ropa sucia sobre la tapa del inodoro. Él había cambiado la ropa de lugar y había encontrado la grabadora.
La expresión de ella debió de ser una revelación involuntaria letal de su culpabilidad pues, con un malicioso golpe de pulgar, Doc pulsó la tecla «Play» y su voz cortó aquel silencio: «Por ejemplo, el hospital se derrumbó bajo el peso de la mala publicidad. La mala publicidad generada y alimentada por gente como usted».
Con el mismo estilo, detuvo la cinta y arrojó la grabadora sobre la cama.
– Cógela. -Y, mirando con el ceño fruncido la revuelta ropa de cama, añadió-: Te lo has ganado.
– Doc, escucha. Yo…
– Has conseguido lo que buscabas. Un buen reportaje. -La empujó hacia un lado, cogió sus vaqueros y se los enfundó, rabioso.
– ¿Puedes dejar de lado por un momento tu justa indignación y escucharme?
Doc agitó la mano en dirección al comprometedor aparato.