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Los bailarines vestían una abigarrada colección de ropas, con las piernas cubiertas de gruesos calentadores para prevenir los calambres. Paige llevaba una malla color bronce con calentadores a juego. Llevaba el oscuro pelo sujeto en una cola de caballo. Parecía tener dieciséis años, desde el lugar en el que me sentaba. Alguien manipulaba un aparato de música delante del escenario. La música comenzó. La pieza era muy moderna y la coreografía hacía juego con ella. Era un baile acerca de la depravación de la moderna vida urbana. Karl, entrando con lo que parecía ser el scherzo -aunque era difícil decirlo con tanto gemido y ruidos diversos-, parecía estar muriéndose de una sobredosis de heroína. Paige llegaba a escena unos segundos antes que el yonqui, le veía morir y se marchaba. No lo entendí a la primera, pero tuve que verlo seis veces antes de que la directora estuviese satisfecha.

Un poco después de las cinco, la directora dejó libre a la compañía, recordándoles que tenían ensayo al día siguiente a las diez y una representación a las ocho la noche siguiente. Me marché con el resto de los miembros del público. Seguimos a los bailarines por entre bastidores; nadie nos preguntó qué derecho teníamos a estar allí.

Guiada por el sonido de las voces, metí la cabeza en un vestuario. Una joven quitándose unas mallas de su pecoso cuerpo me preguntó qué quería. Le dije que estaba buscando a Paige.

– Oh, Paige… Está en el vestuario de los solistas, tres puertas más allá, a la izquierda.

El vestuario de los solistas estaba cerrado. Llamé y entré. Había dos mujeres dentro. Una me dijo que Paige se estaba duchando y me pidió que esperase en el vestíbulo. No había ni media pulgada libre en la habitación.

Finalmente, la propia Paige bajó al vestuario desde la ducha, envuelta en un albornoz blanco, con una gran toalla blanca enrollada alrededor de la cabeza.

– ¡Vic! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Hola, Paige. He venido a hablar contigo. Cuando te vistas. Te invito a tomar un café o una ginebra o lo que tomes a estas horas.

Los ojos color miel se abrieron un poco; no estaba acostumbrada a recibir órdenes, aunque fuesen dadas de modo tan sutil.

– No sé si tendré tiempo.

– Entonces hablaré contigo mientras te vistes.

– ¿Tan importante es?

– Es sumamente importante.

Se encogió de hombros.

– Espérame aquí. Tardaré sólo unos pocos minutos.

Los pocos minutos se convirtieron en cuarenta antes de que volviese a aparecer. Las otras dos mujeres salieron juntas, manteniendo una apasionada conversación acerca de alguien llamado Larry. Me miraron y una de ellas se interrumpió para decirme al pasar:

– Está a medio maquillar.

Paige apareció al fin con una blusa de seda color oro y una falda blanca lisa. Llevaba un par de finas cadenas doradas al cuello con diamantitos. Su maquillaje era perfecto: tonos cobrizos que parecían el delicado rubor de la madre naturaleza; y el pelo le enmarcaba la cara como un dulce paje.

– Siento haberte hecho esperar. Siempre tardo más de lo que creo, y cuanta más prisa trato de darme, más tardo.

– Sudáis de lo lindo. ¿Qué es lo que estabais ensayando esta tarde? Parecía muy terrible.

– Es uno de los inventos de Ann. Ann Bidermyer, la directora, ya sabes. Pavana para un camello. No es del mejor gusto, pero el papel es bueno. También para Karl. A ambos nos da buenas oportunidades de lucirnos. Lo estrenamos mañana. ¿Quieres venir a verlo? Les diré que te dejen una entrada en la taquilla.

– Gracias… ¿Hay algún sitio por aquí para que podamos hablar, o nos vamos más hacia el sur?

Lo pensó un momento.

– Hay un pequeño café a la vuelta de la esquina, en Victoria. Es un agujerito, pero tienen buen cappuccino.

Salimos a la fresca tarde primaveral. En el café no cabían más que seis personas en mesitas redondas y largas sillas de hierro. Vendían café tostado, un amplio surtido de tés y unos cuantos pasteles caseros. Pedí un espresso y Paige tomó té English Breakfast. Nos trajeron ambas cosas en gruesas tazas de porcelana.

– ¿Qué es lo que buscabas en el apartamento de mi primo?

Paige se irguió en su silla.

– Mis cartas, Vic. Ya te lo dije.

– No me pareces el tipo de persona que se angustia fácilmente. No te imagino tomándote todo ese trabajo por unas cartas, aunque fuesen personales… Y pensándolo bien, ¿por qué dos personas que viven en la misma ciudad se escriben?

Enrojeció debajo del colorete.

– Estábamos de tournée.

– ¿Cómo conociste a Boom Boom?

– En una fiesta. Un hombre que yo conocía estaba pensando en comprar una participación de los Halcones Negros, y Guy Odinflute invitó a algunos de los jugadores. Boom Boom fue. -Su voz era fría.

Odinflute era un potentado de la costa norte con olfato para los negocios deportivos. Era la persona ideal para reunir a compradores y vendedores en el caso de los Halcones Negros.

– ¿Cuándo fue eso?

– En Navidad, Vic, si quieres saberlo.

Había visto a Boom Boom un par de veces durante el invierno y nunca mencionó a Paige. Pero, ¿era tan raro? Yo tampoco le decía nunca cuándo estaba saliendo con alguien. Cuando se casó, a los veinticuatro años, conocí a su mujer semanas después de la boda. Aquello era algo distinto; estaba un poco avergonzado de presentarme a Connie. Cuando ella le dejó tres semanas más tarde y él recibió la anulación, se emborrachó gloriosamente conmigo, pero en realidad seguimos sin hablar de ello. Mantenía su vida privada muy privada.

– ¿Qué estás pensando, Vic? Pareces muy hostil y lo siento.

– ¿De verdad? Mataron a Henry Kelvin anoche, cuando alguien entró por la fuerza en el apartamento de Boom Boom. Se lo cargaron. Quiero saber si buscaban lo mismo que tú. Y si es así, ¿qué era?

– ¿Henry? ¿El portero de noche? Oh, cuánto lo siento, Vic. También siento haberme enfadado contigo. Si me lo hubieras dicho, en lugar de dar tantos rodeos… ¿Robaron algo? ¿Puede haber sido un robo?

– No se llevaron nada, pero desde luego destrozaron el sitio. Creo que ya había visto todo lo que Boom Boom tenía en sus archivos y no me imagino qué pudiese tener valor, a no ser como recuerdo para un coleccionista.

Sacudió la cabeza, preocupada.

– Yo tampoco puedo imaginarlo. A menos que fuese un robo. Sé que guardaba allí algunas acciones, aunque yo siempre le decía que las guardase en una caja de seguridad. Pero no le gustaba que le diesen la lata con ese tipo de cosas. ¿Desaparecieron las acciones?

– No las vi cuando estuve allí el martes. Puede que las llevase al banco. -Otra cuestión que comprobar con el abogado Simonds.

– Debían ser las cosas de más valor que había en la casa, aparte de la antigua cómoda que estaba en el comedor. ¿Por qué no intentas localizarlas? -me puso la mano en el brazo-. Ya sé que suena muy raro lo de las cartas. Pero es verdad. Te voy a enseñar una que tu primo me escribió cuando estábamos de viaje, si es que eso te convence -rebuscó en su gran bolso y abrió la cremallera de un departamento lateral. Sacó una carta, aún dentro de su sobre escrito a máquina, dirigida a ella en el Royal York Hotel de Toronto. Paige desdobló la carta. Reconocí la pequeña y primorosa letra de mi primo en seguida. Comenzaba «Hermosa Paige…». No me pareció que debiera leer el resto.

– Ya veo -dije-. Lo siento.

Los ojos color miel me miraron llenos de reproche y con un atisbo de frialdad.

– Yo también lo siento. Siento que no pudieses fiarte de lo que te había dicho.

Yo no dije nada. No dudaba que Boom Boom hubiese mandado la carta -su letra era inconfundible-, pero, ¿por qué la andaba ella paseando en el bolso, lista para enseñársela a cualquiera?