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Cerré los cajones y revolví la parte superior del escritorio, donde encontré cuadernos llenos de la pulcra escritura de Boom Boom. Al verla, sentí de repente deseos de llorar. Notitas que se había escrito a sí mismo para recordarse lo que había aprendido o lo que tenía que hacer. Boom Boom lo planeaba todo con mucho cuidado. Puede que aquello le diera la energía necesaria para ser tan salvaje sobre el hielo: sabía que tenía la mejor parte de su vida detrás de él.

La agenda de su escritorio estaba llena de citas. Copié los nombres que había escrito. Vi el nombre de Paige el sábado y otra vez el lunes por la noche. Para el martes 27 de abril había escrito el nombre de John Bemis y el de Argus con una interrogación. ¿Querría hablar con Bemis en el Lucelia y después -dependiendo de lo que se dijera- llamar a Argus? Aquello era interesante.

Hojeando las páginas, me di cuenta de que se había dedicado a rodear con un círculo ciertas fechas. Me enderecé en la silla y me puse a mirar la agenda página por página. Nada en enero, febrero ni marzo, pero en abril tres fechas señaladas: el veintitrés, el dieciséis y el quince. Volví a la primera página, donde se veía un calendario de 1981 y otro de 1983, además del de 1982, en un solo vistazo. Había marcado veintitrés días en 1981 y tres en 1982. En 1981 había empezado con el 28 de marzo y acabado con el 13 de noviembre. Me metí la agenda en el bolso y miré a mi alrededor por toda la oficina.

Ya había mirado más o menos todo lo que había allí -menos cada hoja de papel una por una- cuando Janet reapareció.

– Ha venido el señor Phillips y quiere verla. -Hizo una pausa-. Le dejaré aquí las carpetas antes de que se vaya… No le dirá nada a él, ¿verdad?

La tranquilicé y me fui hasta el despacho del rincón. Era un despacho de verdad: el corazón del castillo, guardado por un celador de hielo. Lois alzó brevemente la cabeza de su máquina. La eficiencia personificada.

– Le está esperando. Entre.

Phillips estaba al teléfono cuando entré. Cubrió el auricular el tiempo suficiente para decirme que me sentara y siguió con su conversación. Su despacho contrastaba con el mobiliario utilitario del resto del edificio. No es que estuviese recargado, pero los muebles eran de buena calidad, de madera de verdad, quizá nogal, no conglomerado cubierto de plástico. Una gruesa moqueta gris cubría el suelo y un reloj antiguo adornaba la pared frente al escritorio. Unas pesadas cortinas cubrían piadosamente la vista del aparcamiento.

El propio Phillips estaba muy guapo, aunque una pizca rígido y pesado, con un traje de lana azul pálido. Una camisa azul más oscuro con sus iniciales en el bolsillo conjuntaba con el traje y su pelo rubio a la perfección. Debía ganar una pasta: la forma en que se vestía, el Alfa -un coche de catorce mil dólares, y nuevo además-, el reloj antiguo.

Phillips se libró de la llamada de teléfono. Sonrió tenso y dijo:

– Me ha sorprendido un poco verla por aquí esta mañana. Creí que habíamos respondido a sus preguntas el otro día.

– Me temo que no. Mis preguntas son como las cabezas de Hidra; cuantas más corta usted, más tengo que preguntar yo.

– Bueno, esto… he oído que anda usted por ahí molestando a la gente. Chicas como Janet tienen un trabajo que hacer. Si tiene usted preguntas, ¿quiere hacer el favor de hacérmelas a mí? Me gustaría que lo hiciera, así no tendrá que interrumpir el trabajo de los demás.

Me pareció que se estaba pasando. Aquello no pegaba con su aspecto perfecto ni con su voz profunda y tirante.

– Vale. ¿Por qué estaba mi primo discutiendo con usted los contratos del verano pasado?

Una ola de rubor le barrió la cara y cedió de repente, dejando una fila de pecas destacando sobre sus pómulos. No las había advertido antes.

– ¿Los contratos? ¡No discutimos!

Crucé las piernas.

– Boom Boom lo anotó en su agenda -mentí-. Era muy meticuloso, ¿sabe? Tomaba nota de todo lo que hacía.

– Puede que los discutiera conmigo en algún momento. No me acuerdo de todo lo que hablamos. Estábamos mucho tiempo juntos. Yo le estaba entrenando, ya sabe.

– Puede que recuerde lo que discutió con usted la noche antes de que muriese, si eran los contratos. Tengo entendido que se quedó hasta tarde para verle a usted -no dijo nada-. Fue el lunes por la noche, si lo ha olvidado. El 26 de abril.

– No he olvidado cuándo murió su primo. Pero la única razón por la que nos quedamos hasta más tarde fue para revisar unas cuestiones de rutina que no habíamos tenido tiempo de ver durante el día. En mi posición, estoy muy ocupado a menudo. Lois intenta ayudarme a mantener mi calendario al día, pero no siempre es posible. Así que Warshawski y yo nos quedábamos hasta tarde para resolver cuestiones que no podíamos solucionar antes.

– Ya veo. -Le prometí a Janet que no la metería en líos, así que no podía decirle que tenía un testigo que había visto a Boom Boom con las carpetas. Era la única persona que podía habérmelo dicho; Lois se lo imaginaría inmediatamente.

Phillips parecía más relajado. Se metió un dedo cauteloso por el cuello de la camisa y aflojó un poco su corbata.

– ¿Algo más?

– ¿Sus representantes de ventas van a comisión?

– Desde luego. Es el mejor modo de mantenerlos activos.

– ¿Y usted?

– Bueno, los directivos no tienen acceso a las ventas directas, así que no sería un sistema muy justo.

– Pero el sueldo es bueno.

Me miró perplejo: los americanos bien educados no hablan de sus sueldos.

– Bueno, tiene usted un buen coche, buena ropa, un buen reloj… No hacía más que preguntármelo.

– ¡Y a usted qué le importa! Si no tiene nada más que decirme, tengo mucho trabajo y necesito ponerme a ello.

Me levanté.

– Me llevaré las cosas personales de mi primo conmigo.

Empezó a marcar un número de teléfono.

– No dejó nada, así que espero que no se lleve usted nada.

– ¿Ya revisó usted su escritorio, Phillips? ¿O lo hizo la eficiente Lois?

Dejó de marcar y volvió a ponerse muy rojo. No dijo nada durante un segundo, revolviendo los claros ojos marrones hacia todos los rincones de la habitación. Luego dijo, pretendiendo ser muy naturaclass="underline"

– Claro que revisamos sus papeles. No sabíamos si tenía entre manos algo muy importante de lo que hubiese que hacerse cargo.

– Ya veo.

Volví al cubículo de Boom Boom. No había nadie en el piso. Un reloj blanco y negro sobre la entrada marcaba las doce y media. Debían estar todos comiendo. Janet había dejado un paquete muy pulcro sobre el escritorio con mi nombre escrito o, más bien, como había olvidado mi nombre, ponía: «La prima del señor Warshawski». Debajo había escrito: «Por favor (muy subrayado), devuélvalo lo antes posible.» Lo agarré y me encaminé a la puerta. Phillips no intentó detenerme.

9

Un negro muerto más

La Interestatal 94, de vuelta a la ciudad, iba muy tranquila a aquella hora del día. Llegué a mi oficina alrededor de la una y media y puse el contestador automático. Murray me había llamado. Le volví a llamar inmediatamente.

– ¿Qué pasa, Vic? ¿Has sabido algo de la muerte de Kelvin que me pueda interesar?

– Nada de nada. Pero espero que seas cortés con una dama y pongas a tu gente de ecos sociales a hacerme una averiguación.

– Vic, cada vez que quieres una cosa de ese tipo, siempre es una tapadera para una historia importante que no nos cuentas hasta que ha pasado.

– ¡Murray! ¡Qué cosas dices! ¿Y qué pasó con Anita McGraw? ¿Y con Edward Purcell? ¿Y con John Cotton? ¿No eran buenas historias?

– Sí, lo eran. Pero me hiciste andar en círculos al principio. ¿Sabes algo jugoso de Kelvin?