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– Oh, aquí están ustedes… Mire, creo que le debo una disculpa por echar a perder su comida el otro día. Me preguntaba si no podría convencerla de que se viniese a cenar conmigo. Hay un buen restaurante a unos veinte minutos de aquí, en Crown Point, Indiana.

Llevaba un traje de cuero negro aquel día y estaba cubierta de finas partículas de centeno. Bledsoe vio cómo me miraba, dudosa.

– No es un sitio formal… y tiene que haber algún cepillo en el camarote para que se cepille la ropa. De todas formas, tiene usted un aspecto estupendo.

11

Encallada

La cena en el Louis Retaillou's Bon Appétit fue estupenda. El restaurante ocupaba la planta baja de una vieja casa victoriana. Los de la familia, que tenían cada uno un papel en la preparación y presentación de las comidas, vivían en el piso de arriba. Era jueves, una noche tranquila con muy pocas mesas ocupadas, y Louis se acercó a hablar con Bledsoe, que era un cliente habitual. Tomé el mejor pato que había tomado en mi vida y compartimos un respetable St. Estephe.

Bledsoe resultó ser un compañero de lo más ameno. Cuando llegamos a los cócteles de champán, nos habíamos convertido en «Martin» y «Vic». Me entretuvo con historias de navegación mientras yo intentaba hurgar discretamente en su pasado. Le conté algo de mi infancia en el sur de Chicago y algunas de las aventuras que corrí con Boom Boom. El contraatacó con historias de la vida a la orilla del agua en Cleveland. Le hablé de que había sido estudiante durante los turbulentos años de Vietnam y le pregunté por su educación. Se había puesto a trabajar nada más salir del colegio. ¿Con la Grafalk Steamship? Sí, con la Grafalk Steamship, lo que le hacía recordar la primera vez que estuvo en un barco cuando se desató una gran tormenta. Y así seguimos.

Eran las diez y media cuando Bledsoe me dejó junto al Lucelia para que recogiese mi coche. El guarda dejó pasar a Bledsoe sin quitar los ojos de un aparato de televisión encaramado en un estante más alto que él.

– Menos mal que tenéis una patrulla en el barco. Cualquiera puede colársele a este tipo -comenté.

Bledsoe asintió, con su rostro cuadrado en la sombra.

– Buque -dijo ausente-. Un barco es algo que se iza a bordo de un buque.

Me acompañó al coche. Volvía al Lucelia para echar un último vistazo. El silo y el barco -buque- que estaba detrás se cernían como formas gigantes sobre el poco iluminado patio. Me estremecí ligeramente dentro de mi cazadora de cuero.

– Gracias por enseñarme ese restaurante tan bueno, Martin. Me encantó. La próxima vez te llevaré a un italiano fuera de los circuitos habituales en la parte oeste.

– Gracias, Vic, me gustaría. -Me estrechó la mano en la oscuridad y comenzó a andar hacia el barco; luego se dio la vuelta, se inclinó hacia el coche y me besó. Fue un buen beso, firme y nada mojado, y yo le presté la atención que merecía. Murmuró algo de que me llamaría cuando volviese a la ciudad y se marchó.

Saqué el Lynx marcha atrás del patio hacia la calle 130. Pocos coches andaban por allí y volví fácilmente a la 1-94. El tráfico era más intenso pero fluido: camiones remolque transportando sus cargas a setenta millas por hora bajo el manto de la oscuridad y el cansado flujo de personas que siempre están fuera haciendo recados sin nombre en la gran ciudad.

La noche era clara, como la predicción del tiempo había prometido a Bemis, pero el aire estaba muy frío para la estación. Mantuve la ventanilla del coche cerrada mientras conducía hacia el norte, pasando junto a escombreras y remolques que se apiñaban bajo la sombra de la autopista y las fábricas de acero. En la calle 103 la autopista confluía con la Dan Ryan. Estaba de vuelta en la ciudad, la carretera elevada Dan Ryan a mi izquierda y una empinada pendiente de hierba a mi derecha. Encima había pequeños bungalows y tiendas de licores. Una apacible vista urbana, pero no un lugar en el que pararse en mitad de la noche. Varios turistas confiados habían sido atacados en las cercanías de la Dan Ryan.

Me estaba acercando a la salida de la Universidad de Chicago cuando oí un ruido en el motor, como si un abrelatas gigante estuviese llevándose un trozo del bloque del motor. Pisé el freno a fondo. El coche no disminuyó su velocidad. Los frenos no respondían. Apreté de nuevo. Nada. Los frenos fallaban. Moví el volante para dirigirme hacia la salida. Lo sentí flojo entre las manos. No había dirección. No había frenos. En el retrovisor vi las luces de un camión iluminándome. Otro camión me cerraba el paso por la derecha.

Se me encogió el estómago. Pisé suavemente los frenos y sentí cierta respuesta. Poco a poco, poco a poco. Encendí los intermitentes de aviso, puse el coche en punto muerto y toqué la bocina. El Lynx se iba hacia la derecha y yo no podía detenerlo. Contuve el aliento. El camión a mi derecha se quitó de mi camino, pero el que iba detrás aceleraba y tocaba la bocina.

– ¡Maldita sea, quítate de ahí! -le grité. La aguja del velocímetro había bajado a treinta; él iba por lo menos a setenta. Yo seguía deslizándome hacia el carril de la derecha.

En el último segundo el camión que iba detrás de mí giró bruscamente a la izquierda. Oí un crujido espantoso de cristales y metal contra metal. Un coche fue dando vueltas delante de mí hasta el arcén.

Pisé el freno, pero no quedaba nada en él. No podía hacer nada. En los últimos segundos, mientras el coche que tenía delante salía volando, yo me encogí y crucé las manos sobre la cara.

Metal contra metal. Tremendas sacudidas. Cristal haciéndose trizas en la calle. Un violento golpe en el hombro, un charco de humedad caliente sobre el brazo. Luz y ruido penetraron de golpe en mi cabeza; luego, silencio.

Me estallaba la cabeza. Los ojos me dolerían terriblemente si los abría. Tenía el sarampión. Eso es lo que dijo mamá. Pronto iba a estar bien. Intenté llamarla; me salió un ruido gorgoteante y sentí su mano sobre mi muñeca, seca y fresca.

– Se está moviendo.

No era la voz de Gabriella. Claro, si estaba muerta. Y si estaba muerta, yo no podía tener ocho años y estar con el sarampión. Me hacía daño pensar.

– El volante -gemí, y me obligué a abrir los ojos.

Una mancha de figuras blancas se cernían sobre mí. Sentía la luz como puñales en los ojos. Los cerré.

– Apague las luces de la cabecera. -Era la voz de una mujer. La conocía y luché por volver a abrir los ojos.

– ¿Lotty?

Se inclinó sobre mí.

– Bueno, Liebchen. Nos has hecho pasar un mal rato pero ahora ya estás bien.

– ¿Qué ocurrió? -Apenas podía hablar; las palabras se me atragantaban.

– Te lo diré en seguida. Ahora quiero que duermas. Estás en el hospital Billings.

La Universidad de Chicago. Sentí un pinchazo en un lado y me dormí.

Cuando me desperté de nuevo, la habitación estaba vacía. El dolor de cabeza seguía allí, pero más tolerable. Intenté sentarme. Al moverme, el dolor se extendió como una oleada. Me sentí muy mal y volví a tumbarme, jadeando. Tras un intervalo, volví a abrir los ojos. Tenía el brazo izquierdo atado al techo con una polea. Lo miré soñadora. Moví los dedos de la mano derecha hasta el brazo y encontré esparadrapo grueso y una escayola. Me toqué el hombro alrededor de los extremos de la escayola y di un grito de dolor imprevisto. Tenía el hombro dislocado o roto.

¿Qué me había hecho en el hombro? Fruncí las cejas al concentrarme, haciendo que el dolor de cabeza empeorase. Pero recordé. El coche. Los frenos fallando. ¿Un sedán volcando delante de mí? Sí. No podía recordar el resto. Me debía de haber empotrado en él, sin embargo. Menos mal que llevaba el cinturón. ¿Habría sobrevivido alguien en el sedán después de aquello?

Empecé a sentirme furiosa. Necesitaba ver a la policía. Necesitaba hablar con todo el mundo. Phillips, Bledsoe, Bemis, el guarda del silo de la Tri State.