Le dije las cosas que nos interesaba saber acerca de las ventajas y desventajas de ser una esposa de ejecutivo. Así pues, entre las ventajas se incluía el estilo de vida, ¿verdad? A menos que ella, o él, tuviesen medios independientes para mantenerlo…
Soltó una risita tímida.
– No, no somos como… como algunas de las familias que viven por aquí. Clayton gana cada penique que gastamos. No es que algunas de las personas de por aquí no estén descubriendo ahora lo que es tener que luchar un poco. -Parecía querer extenderse en el tema, pero se lo pensó mejor.
– La mayoría de las mujeres con las que hablamos piensan que los horarios de sus maridos son una de las mayores desventajas. Significan tener que educar solas a sus familias y pasar solas mucho tiempo. Me imagino que un ejecutivo como su marido tiene que trabajar muchas horas; además, hay un buen trecho de aquí al puerto.
La autopista Tri State podía ser un paseo, pero él tenía que recorrerla con tráfico hasta el Loop de ida y desde el Loop de vuelta. Puede que tardase noventa minutos.
– ¿A qué hora suele llegar a casa?
– Depende, pero generalmente hacia las siete.
Paul había izado las velas y estaba desatando el bote. Parecía muy grande para una sola persona, pero la señora Phillips no se preocupaba. Ni siquiera miró cuando el bote se metió en el lago. Puede que tuviese total confianza en la habilidad de su hijo para manejar el bote. Puede que no le importase lo que hacía.
Le dije que tomásemos un día cualquiera de sus vidas y lo repasásemos; por ejemplo, el jueves pasado. ¿A qué hora se había levantado, qué habían desayunado, qué había hecho ella? ¿A qué hora volvió su marido del trabajo? Oí los tediosos detalles de una vida sin objetivos, las horas pasadas en el club de tenis, en el salón de belleza, en el centro comercial Edens Plaza, antes de conseguir la información que había venido a buscar. Aquella noche, Clayton no había llegado a casa hasta después de las nueve. Lo recordaba porque había preparado un asado y al final ella y las niñas se lo comieron sin esperarle. No recordaba si parecía preocupado o cansado ni si llevaba la ropa cubierta de grasa.
– ¿Cubierta de grasa? -repitió con asombro-. ¿Qué puede importarle a su empresa de investigación una cuestión como esa?
Había olvidado quién se suponía que era yo durante un minuto.
– Me preguntaba si lava usted misma la ropa o si la manda fuera, o si tiene una doncella que lo haga.
– La mandamos fuera. No podemos permitirnos una doncella -sonrió amargamente-. El año que viene, quizá.
– Bien, muchas gracias por su tiempo, señora Phillips. Le enviaremos una copia del informe cuando lo completemos. Esperamos tenerlo acabado a finales del verano.
Me condujo de vuelta hacia la puerta. Los muebles eran caros pero no muy atractivos. Alguien con más dinero que gusto los escogió; ella o Phillips o los dos a la vez. Mientras me despedía, pregunté distraídamente quién vivía en la gran casa de ladrillo calle arriba, la de las pistas de tenis.
Una expresión mezcla de temor y envidia le cruzó el bien maquillado rostro.
– Es de los Grafalk. Tendría que hablar usted con ella. Su marido posee una de las mayores compañías de la ciudad: barcos. Tienen doncellas y un chófer.
– ¿Les ve mucho?
– Oh, bueno, ellos viven su vida y nosotros la nuestra. Nos avalaron para que entrásemos en el Club Náutico, y Niels se lleva a Paul y a Clayton a navegar con él algunas veces. Pero ella es muy distante. Si uno no pertenece a la Sociedad Sinfónica, no vale nada a sus ojos. -Parecía pensar que había dicho demasiado, pues cambió rápidamente de tema y se despidió.
Saqué el Chevette marcha atrás a Harbor Road y pasé delante de la casa de los Grafalk. Así que allí vivía el vikingo. Buen sitio. Detuve el coche y me quedé mirándolo, medio tentada de parar y contarle mi rollo a la señora Grafalk. Mientras estaba allí sentada, un Bentley asomó el morro por la verja y salió a la carretera. Una mujer delgada de mediana edad con pelo negro canoso iba al volante. No me miró al salir; puede que estuviese acostumbrada a los mirones. O quizá no fuese la dueña sino una simple visitante, una cofrade de la Sociedad Sinfónica.
Harbor Road giraba hacia el oeste hacia Sheridan unas cien yardas más allá de la propiedad de los Grafalk. El Bentley desapareció por la esquina a gran velocidad. Puse el Chevette en marcha y estaba a punto de seguirle cuando un coche deportivo azul entró por la curva. A cincuenta más o menos, el conductor giró a la izquierda por mi lado. Frené bruscamente y evité una colisión por pulgadas. El coche, un Ferrari, se metió entre las columnas de ladrillo que bordeaban el camino, deteniéndose con un gran chirrido al lado de la carretera.
Niels Grafalk se acercó al Chevette antes de que yo tuviese tiempo de desaparecer. No podía engañarle con una historia cualquiera acerca de sondeos de opinión. Llevaba una chaqueta de tweed marrón y una camisa blanca de cuello abierto, y su cara brillaba de ira.
– ¿Qué demonios se cree que está haciendo? -explotó ante el Chevette.
– Me gustaría hacerle la misma pregunta. ¿Alguna vez pone el intermitente antes de torcer?
– ¿Pero qué está haciendo delante de mi casa? -La ira le dificultaba la visión y no se dio cuenta de quién era yo al principio; ahora, el reconocimiento se mezclaba con la ira-. Oh, es usted, la dama detective. ¿Qué está haciendo? ¿Tratar de descubrirnos a mi esposa o a mí en actitudes indiscretas?
– Sólo estaba admirando el panorama. No sabía que necesitaba un seguro de vida para venir a los barrios del norte.
Intenté dirigirme una vez más a Harbor Road, pero él metió una mano por la ventanilla abierta y me agarró el brazo izquierdo. Éste estaba pegado al hombro dislocado y la presión me provocó un estremecimiento de dolor por el brazo y el hombro. Detuve el coche de nuevo.
– Bueno, no se dedica usted a divorcios, ¿verdad? -sus oscuros ojos azules estaban llenos de emoción: ira, nerviosismo, era difícil de decir.
Alcé los dedos para frotarme el hombro, pero los dejé caer. Que no supiese que me había hecho daño. Salí del coche, casi en contra de mi voluntad, arrastrada por la fuerza de su energía. Eso es lo que se llama tener una personalidad magnética.
– Se ha cruzado usted con su esposa.
– Ya lo sé; la vi en la carretera. Ahora quiero saber por qué está espiando en mis propiedades.
– Palabra de honor, señor Grafalk, no estaba espiando. Si así fuera no estaría aquí, delante de su puerta. Me habría ocultado y usted nunca habría sabido que yo estaba aquí.
La niebla se disipó un poco en los ojos azules y rió.
– ¿Qué está haciendo aquí entonces?
– No hacía más que pasar. Alguien me dijo que vivía usted aquí y yo estaba echando un vistazo. Vaya sitio.
– No encontró a Clayton en casa, ¿verdad?
– ¿Clayton? Oh, Clayton Phillips. No, supongo que tendría que estar trabajando un lunes por la tarde, ¿verdad? -No serviría de nada negar que había ido a casa de los Phillips. Aunque había usado un nombre falso, Grafalk podría averiguarlo fácilmente.
– Habló con Jeannine, entonces. ¿Qué le pareció?
– ¿Le va a ofrecer trabajo?
– ¿Qué? -pareció desconcertado y luego secretamente divertido-. ¿Qué le parece una copa? ¿O los detectives no beben cuando están de servicio?
Miré el reloj. Eran casi las cuatro y media.
– Déjeme quitar el Chevette de en medio de los peligros de Lake Bluff. No es mío y no me gustaría que le pasase algo.
A Grafalk se le había pasado la furia, o al menos la había enterrado bajo la civilizada urbanidad que había desplegado en el puerto la semana anterior. Se apoyó sobre una de las columnas de ladrillo mientras yo luchaba con el rígido volante y metía el coche en el arcén de hierba. En el interior de la verja, él me rodeó con el brazo para guiarme por el camino. Yo me solté suavemente.