La casa, hecha del mismo ladrillo que las columnas, se encontraba a unas doscientas yardas de la carretera. Los árboles la bordeaban por los lados, por lo que no se podía saber su verdadero tamaño hasta que te acercabas.
El césped estaba casi completamente verde. Una semana más y tendrían que darle la primera siega de la temporada. A los árboles les estaban saliendo las hojas. Tulipanes y narcisos ponían una nota de color en las esquinas de la casa. Los pájaros gorjeaban con el apremio de la primavera. Hacían sus nidos en una de las propiedades más caras de todo Chicago, pero seguro que no se sentían superiores a los gorriones de mi vecindario. Felicité a Grafalk por la casa.
– Mi padre la construyó allá por los años veinte. Es un poco barroca para los gustos de hoy, pero a mi esposa le gusta, así que no he hecho cambios.
Entramos por una puerta lateral hacia la parte de atrás y llegamos a un porche cubierto de cristal que dominaba el lago Michigan. El césped bajaba en una pronunciada pendiente hasta una playa de arena en la que había una pequeña cabaña y dos parasoles. Una balsa estaba anclada a unas treinta yardas de la orilla, pero no vi ningún barco.
– ¿No tiene aquí su barco?
Grafalk soltó su risita de hombre rico. No compartía la indiferencia social de sus pájaros.
– Aquí las playas tienen muy poca pendiente. No se puede tener nada de más de cuatro pies junto a la orilla.
– ¿Hay pues un puerto deportivo en Lake Bluff?
– El puerto público más cercano está en Waukegan. Pero está muy contaminado. No, el comandante de la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos, el contraalmirante Jergensen, es un amigo personal. Amarro allí mi barco.
Aquello estaba muy a mano. La Escuela de Adiestramiento de los Grandes Lagos estaba en el extremo norte de Lake Bluff. ¿Dónde amarraría su barco Grafalk cuando Jergensen se jubilase? Los problemas a los que se enfrentan los muy ricos son bastante diferentes de los suyos y los míos.
Me senté en una tumbona de bambú. Grafalk abrió una ventana. Se puso a manipular con hielo y unos vasos en un bar empotrado en los paneles de teca de la habitación. Me decidí por jerez. Mike Hammer es el único detective que conozco que puede pensar y moverse mientras está bebiendo whisky. Al menos moverse. Puede que el secreto de Mike sea que nunca trata de pensar.
Aún de espaldas a mí, Grafalk habló:
– Si no estaba espiándome, tiene que haber estado espiando a Clayton. ¿Qué ha descubierto?
Coloqué los pies sobre el cojín de flores rojas cosido al bambú.
– Vamos a ver. Quiere saber qué opino de Jeannine y qué he descubierto de Clayton. Si me dedicara a divorcios, sospecharía que usted se acuesta con Jeannine y me preguntaría lo que sabe Phillips acerca de ello. Pero no me pega que sea usted de los que se preocupan de lo que piensen algunos hombres por el hecho de que esté usted retozando con su esposa.
Grafalk echó hacia atrás su cabeza blanqueada por el sol y soltó una risotada. Me trajo una copa alargada llena de un líquido pajizo. Di un sorbo. El jerez era tan suave como el oro líquido. Debería haber pedido un whisky. El whisky de un millonario debía ser algo único.
Grafalk se sentó frente a mí en un sillón tapizado de chintz.
– Creo que estoy siendo muy sutil, señorita Warshawski. Sé que ha estado haciendo preguntas por el puerto. Cuando la encontré aquí, pensé que habría descubierto algo acerca de Phillips. Transportamos mucho cereal para la Eudora. Me gustaría saber si hay algo en sus oficinas de Chicago que nosotros debiéramos saber.
Di otro sorbo al jerez y puse el vaso en una mesa de azulejos a mi derecha. El suelo estaba cubierto de azulejos italianos pintados a mano en rojos, verdes y amarillos brillantes, y la mesa hacía juego.
– Si hay problemas en la Compañía Eudora que usted deba saber, pregúntele a David Argus. Mi mayor preocupación se refiere a quién intentó matarme el jueves por la noche.
– ¿Matarla? -las espesas cejas de Grafalk se arquearon-. No me parece usted de tipo histérico, pero ésa es una acusación muy seria.
– Alguien me averió los frenos y el volante el pasado jueves. Fue una suerte que no me empotrase en un camión en la Dan Ryan.
Grafalk se acabó lo que fuera que estaba bebiendo. Parecía un martini. Un hombre de negocios al viejo estilo; nada de Perrier o vino blanco.
– ¿Tiene usted alguna razón para pensar que pudiera haberlo hecho Clayton?
– Bueno, desde luego, tuvo la oportunidad. Pero motivos… no. No más que usted, o Martin Bledsoe, o Mike Sheridan.
Grafalk se detuvo camino al bar y me miró.
– ¿También sospecha de ellos? ¿Está segura de que la… eh… avería se produjo en el puerto? ¿No podrían haber sido unos gamberros?
Tragué un poco más de jerez.
– Sí, sí, es posible, aunque yo no lo creo. Es verdad que cualquiera puede vaciar el líquido de los frenos con un poco de habilidad. Pero, ¿qué gamberros andan por ahí con una llave de trinquete y un soplete sólo por si encuentran un coche al que mutilar? Es mucho más probable que pinchen neumáticos, roben tapacubos o rompan las ventanillas. O las tres cosas.
Grafalk trajo la botella de jerez y me llenó el vaso. Intenté hacer como que bebía aquello a diario y no conseguí leer la etiqueta. Nunca podría permitirme aquel jerez; de todas formas, ¿qué podía importarme el nombre entonces?
Volvió a sentarse con un martini nuevo y me miró intensamente. Algo le daba vueltas en la cabeza.
– ¿Qué es lo que sabe acerca de Martin Bledsoe?
Yo me puse rígida.
– Le he visto unas cuantas veces. ¿Por qué?
– ¿No le contó nada sobre su pasado cuando salieron el jueves a cenar?
Puse el caro vaso sobre la mesa de azulejos con un golpe seco.
– ¿Quién espía a quién, señor Grafalk?
Volvió a reír.
– El puerto es una comunidad pequeña, señorita Warshawski, y los rumores acerca de los armadores circulan muy deprisa. Martin no le había pedido a ninguna mujer que saliese con él a cenar desde que murió su mujer, hace seis años. Todo el mundo hablaba de ello. Y de su accidente. Sabía que estaba usted en el hospital pero no que habían saboteado su coche.
– El Herald Star me sacó en la portada. Una foto de mi pobre Lynx sin morro y demás… Los rumores acerca del pasado de Bledsoe deben estar bien enterrados. Nadie me sugirió nada que pudiese parecer turbio, como usted insinúa.
– Está bien enterrado. Nunca le hablé a nadie de ello, incluso cuando Martin me dejó y me puse lo bastante furioso como para querer herirle de verdad. Pero si se ha cometido un delito, si se ha atentado contra su vida, usted debe saberlo.
Yo no dije nada. Fuera, la casa proyectaba una sombra cada vez más larga sobre la playa.
– Martin creció en Cleveland. Bledsoe es el nombre de soltera de su madre. Nunca supo quién era su padre. Pudo haber sido cualquiera de los muchos marineros borrachos que rondan por el puerto de Cleveland.
– Eso no es un crimen, señor Grafalk. Ni culpa suya.
– Es cierto. No lo digo más que por darle una idea de lo que fue su hogar. Se marchó cuando tenía quince años, mintió acerca de su edad y se enroló para trabajar en los Grandes Lagos. En aquellos días no se necesitaba el aprendizaje que hace falta hoy, y por supuesto había muchos más embarques. No había que rondar por los locales de los sindicatos esperando a que te llamasen para trabajar. Cualquier tipo fuerte que pudiese tirar de una cuerda y levantar doscientas libras valía. Y Martin era fuerte para su edad -hizo una pausa para dar un trago a su bebida-. Bien, pues era un buen chico y llamó la atención de uno de mis marineros. Un hombre al que le gustaba ayudar a los jóvenes a su cargo, no aplastarles. Cuando tenía diecinueve años, Martin fue a parar a nuestras oficinas de Toledo. Era evidente que tenía demasiado cerebro como para no hacer algo más que trabajos de fuerza que cualquier polaco estúpido podría hacer.