– Mucho.
– ¿Le gusta aprovecharse de la gente que ya está en lo más bajo, exponer sus tribulaciones al escrutinio público, hacer que les resulte imposible recoger los pedazos de una vida hecha pedazos?
– ¿Culpa a los medios de sus dificultades?
– En gran parte, sí.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, el hospital se derrumbó bajo el peso de la mala publicidad. La mala publicidad generada y alimentada por gente como usted.
– Usted generó su propia publicidad negativa, doctor Stanwick.
Enfadado, volvió la cabeza y Tiel se dio cuenta de que le había tocado la fibra sensible.
El doctor Bradley Stanwick había sido un oncólogo de renombre que dirigía uno de los centros de tratamiento del cáncer más avanzados del mundo. Acudían al mismo pacientes de todas partes, normalmente en un último intento esperanzado de salvar la vida. Su clínica no podía salvarlos a todos, por supuesto, pero mantenía un excelente historial en cuanto a aliviar los estragos de la enfermedad y prolongar la existencia, además de proporcionar al paciente una calidad de vida que hacía que mereciese la pena vivir durante más tiempo.
De ahí la cruel ironía que se produjo cuando la joven, bella y vivaz esposa de Bradley Stanwick se vio sorprendida por un cáncer de páncreas inoperable.
Ni él ni sus brillantes colegas pudieron retardar su rápida diseminación. Semanas después del diagnóstico quedó confinada en la cama. Ella misma optó por un tratamiento agresivo con quimioterapia y radiaciones, pero los efectos secundarios fueron casi tan letales como la enfermedad que el tratamiento pretendía combatir. Su sistema inmunitario se debilitó; desarrolló una neumonía. Uno a uno, los demás sistemas empezaron a flaquear, luego a fallar.
Se negó a que le administraran analgésicos porque no quería tener los sentidos embotados. Sin embargo, durante sus últimos días de vida, su sufrimiento se hizo tan intenso que finalmente consintió en que le dieran un fármaco que ella misma podía administrarse por vía intravenosa.
Todo esto lo averiguó Tiel investigando. El doctor y la señora Bradley no se convirtieron en noticia hasta después del fallecimiento. Hasta su muerte, no fueron más que una triste estadística, las víctimas de una penosa enfermedad.
Pero después del funeral, los contrariados suegros empezaron a hacer correr el rumor de que su yerno podía haber acelerado el fallecimiento de su esposa. Concretamente, de que le había permitido quitarse la vida poniendo una dosis tan elevada en el mecanismo de administración que en realidad ella había sucumbido bajo los efectos de una cantidad letal de narcóticos. Alegaron que el motivo de querer acelerar las cosas no era otro que una cuantiosa herencia.
Tiel había considerado desde el principio que aquellas alegaciones eran pura tontería. De antemano se sabía que la esperanza de vida de la señora Bradley era cuestión de días. Un hombre que esperaba heredar una fortuna podía permitirse esperar a que la naturaleza siguiera su curso. Además, el doctor Stanwick era adinerado por derecho propio, aunque destinaba gran parte de sus ingresos a la clínica oncológica en forma de fondos para la investigación y para el cuidado de pacientes indigentes.
Aun habiéndole practicado la eutanasia a su esposa, Tiel no estaba dispuesta a tirar la primera piedra. La controversia en torno a la eutanasia la ponía en un dilema moral para el que no tenía una solución satisfactoria. En lo que a aquel tema se refería, tendía a coincidir con el orador más vehemente.
Pero, desde un punto de vista estrictamente práctico, dudaba mucho que Bradley Stanwick arriesgara su reputación, ni siquiera por su querida esposa.
Desgraciadamente para él, sus suegros insistieron hasta que la oficina del juez del distrito ordenó una investigación…, que resultó ser una pérdida de tiempo y de personal. No se encontraron pruebas que sustentaran los cargos de acto criminal que había interpuesto la familia de la fallecida. No había indicios de que el doctor Stanwick hubiera hecho alguna cosa para acelerar la muerte de su esposa. El juez del distrito declinó incluso presentar el caso al gran jurado, afirmando que no había base para ello.
Pero la historia no terminó aquí. Durante las semanas que los investigadores pasaron interrogando al doctor Stanwick, sus colegas, su personal, amigos, familia y antiguos pacientes, todos los aspectos de su vida fueron extensamente examinados y debatidos. Vivía bajo una sombra de sospecha que era especialmente incómoda, pues la mayoría de sus pacientes estaban considerados enfermos terminales.
El hospital donde ejercía su práctica se convirtió también pronto en el centro de atención. En lugar de apoyarle, los administradores votaron por unanimidad revocar sus privilegios en el centro hasta que quedara libre de toda sospecha. Bradley Stanwick, que no era tonto, sabía que nunca quedaría libre de toda sospecha. En cuanto se siembra una semilla de duda en la opinión pública, suele encontrar terreno fértil y florecer.
Quizá la traición definitiva llegó por parte de sus socios en la clínica que había fundado. Después de haber estado trabajando juntos durante años, de formar equipo en investigaciones y casos de estudio, de combinar sus conocimientos, habilidades y teorías, de entablar amistades además de alianzas profesionales, le pidieron la dimisión.
Vendió su parte de la clínica a sus antiguos socios, pagó la hipoteca de su finca en Highland Park por una mínima parte de su valor y, con una actitud de «Que os jodan a todos», abandonó Dallas con rumbo desconocido. Y allí terminó la historia. Si Tiel no se hubiese perdido y acabado en Rojo Flats, seguramente nunca habría vuelto a pensar en él.
Le preguntó entonces:
– ¿Es Sabra la primera paciente que trata desde que abandonó Dallas?
– No es una paciente, y no la he tratado. Yo era oncólogo, no ginecólogo. Ésta ha sido una situación de emergencia y he respondido a ella. Igual que lo ha hecho usted. Igual que lo ha hecho todo el mundo.
– Eso es falsa modestia, Doc. Ninguno de nosotros podría haber hecho por Sabra lo que usted ha hecho.
– Ronnie, ¿puedo beber algo? -le gritó de repente al chico.
– Claro. Por supuesto. Tal vez los demás también quieran beber alguna cosa.
Doc se inclinó para coger de la estantería una caja con botellas de agua. Después de coger dos de las botellas para él y para Tiel, pasó el resto al chico, que le pidió entonces a Donna que las repartiese.
Se bebió de un solo trago prácticamente la mitad de la botella. Tiel giró el tapón y bebió de su botella, suspirando después de beber un buen trago.
– Buena idea. ¿Intentando cambiar de tema?
– Lo ha adivinado.
– ¿Ya no practica la medicina en Rojo Flats?
– Ya se lo dicho. Soy ranchero.
– Pero por aquí le conocen como Doc.
– En una pequeña ciudad, todo el mundo lo sabe todo de todos.
– Pero debe habérselo dicho a alguien. Si no, ¿cómo habría corrido la voz…?
– Mire, señorita McCoy…
– Tiel.
– No sé cómo corrió la voz de que en su día practiqué la medicina. E incluso sabiéndolo, ¿qué le importa a usted?
– Simple curiosidad.
– Ya. -Tenía la mirada fija al frente, lejos de ella-. Esto no es una entrevista. No conseguirá ninguna entrevista de mí. ¿De modo que por qué no se ahorra saliva? Tal vez la necesite después.
– Antes del…, del episodio, llevaba usted una vida muy activa. ¿No echa de menos ser el centro de las cosas?
– No.
– ¿No se aburre aquí?
– No.
– ¿No se siente solo?
– ¿Por qué?
– ¿No le falta compañía?
Él volvió la cabeza y se acomodó en su posición de tal manera que sus hombros y su torso quedaron prácticamente frente a ella.
– A veces. -Bajó la vista, la miró-. ¿Se presenta voluntaria para ayudarme al respecto?
– ¡Oh!, por favor.
Y cuando ella respondió aquello, él se echó a reír, haciéndole saber que no lo había dicho en serio.