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– ¿Doc? -Tiel había acostado de nuevo a Sabra, pero el suelo a su alrededor estaba resbaladizo y manchado de sangre fresca. La chica tenía un color blanco fantasmagórico.

– Lo sé -dijo Doc discretamente, captando la alarma tácita de Tiel-. Estoy seguro de que el corte del perineo se ha vuelto a abrir. Póngala lo más cómoda posible. Voy enseguida.

Había vendado apresuradamente la herida de Juan e improvisado un torniquete con otra de las camisetas de recuerdo. Con un dolor evidentemente insoportable, Juan sudaba con profusión y apretaba con fuerza sus blancos dientes. Pero a su favor cabe decir que no gritó cuando Doc, sin remilgos y sin delicadeza alguna, lo obligó a ponerse en pie y lo sostuvo mientras avanzaba a la pata coja.

Cuando pasaron junto a Cain, el agente abordó al herido.

– Estás loco. Podrías habernos matado a todos. ¿En qué estabas…?

Con más velocidad que una serpiente de cascabel al ataque, Juan, con el pie correspondiente a su pierna herida, le dio un maligno puntapié a Cain en la cabeza. Pagó un precio elevado por aquel repentino movimiento. Gruñó de dolor. Incluso así, la bota había conectado sólidamente con el hueso y el sonido fue casi tan fuerte como el del disparo. Cain se quedó en silencio e inconsciente al mismo instante. La barbilla descendió a la altura del pecho.

Doc empujó a Juan al suelo y lo colocó junto a la nevera, bien apartado de su compatriota.

– No irá a ninguna parte. Pero aunque sea sólo por seguridad, átale las manos, Ronnie. Las suyas también -añadió, señalando a Dos.

Ronnie ordenó a Vern que uniera las manos y los pies de los dos hombres con cinta adhesiva, como ya había hecho con Cain. Estuvo apuntándolos con la pistola mientras el anciano llevaba a cabo su tarea. Juan estaba demasiado preocupado por su pierna herida como para desperdiciar energía con improperios, pero Dos no tenía esas limitaciones. Continuó con una letanía de lo que se suponía debían de ser vulgaridades en español hasta que Ronnie amenazó con amordazarle si no callaba.

El teléfono sonaba sin que nadie lo respondiese y permaneció ignorado durante un buen rato. Tiel, que se había puesto un par de guantes con una presteza que la había dejado sorprendida, trabajaba frenéticamente para sustituir el pañal empapado en sangre de Sabra cuando el teléfono dejó de repente de sonar y escuchó a Ronnie que gritaba «¡Ahora no, estamos ocupados!», antes de colgar el auricular de un golpe. Luego dijo:

– ¿Cómo está Sabra?

Tiel le habló por encima del hombro:

– No está bien. -Se sintió muy aliviada al ver que Doc regresaba-. ¿Qué sucede?

– Juan le ha dado un puntapié a Cain en la cabeza. Está inconsciente.

– Nunca pensé que le daría las gracias a ese hombre por algo.

– Vern está atándolos. Me alegro de que estén… contenidos.

Se dio cuenta de la intensidad del rostro de Doc y supo que el estado cada vez peor de Sabra no era el único motivo de ello.

– ¿Porque son balas perdidas? La verdad es que no tenían nada que perder intentando hacerse con el control de la situación.

– Cierto. ¿Pero qué ganaban con ello?

¿Representaba realmente Ronnie Davison una amenaza para hombres de apariencia tan dura como ellos? Después de reflexionarlo, dijo Tieclass="underline"

– Nada que se me ocurra.

– Nada que se le ocurra. Eso es lo que me preocupa. Hay algo más -continuó, bajando la voz-. Fuera hay hombres con rifles que han tomado posiciones. Seguramente un equipo de fuerzas especiales.

– ¡Oh!, no.

– Los he visto situándose y poniéndose a cubierto.

– ¿Los ha visto Ronnie?

– No creo. Ese disparo debe de haber puesto nervioso a todo el mundo. Seguramente estarán pensando lo peor. Podrían irrumpir en el edificio, intentar entrar por el tejado o algo por el estilo.

– Ronnie se espantaría.

– Ahí es donde voy a parar.

El teléfono volvió a sonar.

– Ronnie, responde -le gritó Doc-. Explícales lo que ha sucedido.

– No hasta que sepa que Sabra está bien.

Aunque Tiel no era ni mucho menos una experta en medicina, el estado de Sabra le parecía crítico. Pero, igual que Doc, no quería a Ronnie más nervioso de lo que ya lo estaba.

– ¿Dónde está Katherine? -preguntó débilmente la chica.

Doc, que había hecho lo posible por detener la hemorragia, se quitó el guante y le retiró el pelo de la frente.

– Gladys se encarga de ella. La ha acunado hasta dormirla. Me parece que esta niña es tan valiente como su madre.

Incluso una sonrisa parecía costarle un tremendo esfuerzo.

– No saldremos de aquí, ¿verdad?

– No digas eso, Sabra -le susurró con energía Tiel, observando la cara de Doc mientras leía el indicador de la tensión arterial-. No lo pienses siquiera.

– Papá no cederá. Y yo tampoco. Y tampoco Ronnie. De todos modos, ahora no puede hacerlo. Si lo hiciese, lo meterían en la cárcel.

Dividió una mirada vidriosa y ojerosa entre Tiel y Doc.

– Díganle a Ronnie que venga. Quiero hablar con él. Ahora. No quiero esperar más.

Aunque no mencionó en concreto su pacto de suicidio, el significado estaba claro. Tiel sentía una fuerte tensión en el pecho provocada por la ansiedad y la desesperación.

– No podemos permitir que lo hagas, Sabra. Sabes que está mal. No es la respuesta.

– Ayúdennos, por favor. Es lo que queremos.

Entonces, por su propia voluntad y sin ella quererlo, sus ojos se cerraron. Estaba demasiado débil para volver a abrirlos y se quedó adormilada.

Tiel miró a Doc.

– Es malo, ¿verdad?

– Mucho. La tensión arterial está cayendo. El pulso se acelera. Va a desangrarse.

Con una grave mirada clavada en el pálido e inmóvil rostro de la chica, se lo pensó un momento y dijo:

– Voy a explicarle lo que pienso hacer.

Se puso en pie, cogió la pistola que había dejado en la estantería, rodeó el expositor de aperitivos y se acercó a Ronnie, que esperaba que lo pusieran al día sobre el estado de Sabra.

Capítulo 13

– ¿Por qué no responden al teléfono? -Los acontecimientos habían reducido el característico rugido de Dendy a un agudo chillido. Estaba fuera de sí.

De hecho, los disparos habían sumido en un estado próximo al pánico a todos los reunidos en la camioneta. Cole Davison había salido corriendo, sólo para regresar instantes después y gritarle a Calloway por haber movilizado el equipo de fuerzas especiales.

– ¡Lo prometió! Dijo que Ronnie saldría ileso. Si lo presiona, si piensa que está sitiándolo, podría… podría hacer algo como lo que ya hizo.

– Cálmese, señor Davison. Estoy tomando las medidas de precaución que considero adecuadas. -Calloway se llevó el auricular del teléfono al oído, pero su llamada al supermercado seguía sin obtener respuesta-. ¿Ve alguien algo?

– Movimiento -vociferó uno de los agentes. A través de unos cascos comunicaba con otro agente apostado en el exterior y que vigilaba con prismáticos-. Imposible descifrar quién está haciendo qué.

– Mantenme informado.

– Sí, señor. ¿Va a contarle al chico lo de Huerta?

– ¿Quién es ése? -quería saber Dendy.

– Luis Huerta. Uno de nuestros «diez más buscados». -Y, dirigiéndose al otro agente, dijo Calloway- No, no voy a decírselo. Cundiría el pánico entre ellos, incluyendo a Huerta. Es capaz de casi todo.

Ronnie respondió el teléfono.

– ¡Ahora no, estamos ocupados!

Calloway maldijo profusamente cuando el tono de marcar sustituyó la voz angustiada de Ronnie. Marcó de nuevo de inmediato.

– ¿Que uno de los mexicanos de ahí dentro está en la lista de los diez más buscados por el FBI? -Cole Davison estaba cada vez más confuso-. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

– Contrabando de mexicanos en la frontera, con la promesa de proporcionarles visados de permiso de trabajo y buenos puestos, para luego venderlos como esclavos. El verano pasado, la patrulla fronteriza recibió un chivatazo de una entrada y estaba siguiéndole la pista. Huerta y dos de sus esbirros, al darse cuenta de que estaban a punto de ser atrapados, abandonaron el camión en el desierto de Nuevo México y se dispersaron como cucarachas que son. Todos escaparon.