– Vengan aquí y tiéndanse en el suelo -ordenó a la pareja de ancianos-. Vosotros dos. -Apuntó con el arma hacia los mexicanos-. ¡Venga! ¡Moveos!
Los ancianos obedecieron sin protestar. Los mexicanos permanecieron donde estaban.
– ¡Si no venís aquí, disparo! -gritó Ronnie.
Sin levantar la cabeza y dirigiendo sus palabras hacia el suelo, dijo Tieclass="underline"
– No hablan inglés.
– ¡Cállese!
Ronnie Davison rompió la barrera del idioma y se hizo entender agitando la pistola. Moviéndose lentamente, a regañadientes, los hombres se unieron en el suelo a Tiel y a la pareja de ancianos.
– Las manos detrás de la cabeza.
Tiel y los demás hicieron lo que se les pedía.
Con los años, Tiel había cubierto docenas de noticias en las que transeúntes inocentes, que se habían convertido en testigos de un crimen, acababan encontrándose en el escenario del mismo tendidos bocabajo en el suelo y muertos de un disparo en la nuca, ejecutados sin ningún motivo excepto el de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. ¿Estaría su vida destinada a acabar así?
Curiosamente, más que miedo sentía rabia. ¡No había hecho aún todo lo que quería hacer! Practicar el snowboard le parecía una gozada, pero no había tenido todavía tiempo de intentarlo. Mejor dicho: no se había tomado el tiempo libre necesario para intentarlo. Nunca había visitado el valle de Napa. Quería ver París otra vez, no como una estudiante de secundaria bajo supervisión estricta, sino por su cuenta, libre para callejear a su antojo por los bulevares.
Había objetivos todavía pendientes de alcanzar.
Cuántas historias le quedarían por cubrir si su vida terminaba en aquel momento. Nine Live ficharía a Linda Harper por defecto, y eso no era justo en absoluto.
Además, no todos sus sueños tenían que ver con lo profesional. Ella y otras amigas solteras bromeaban sobre el reloj biológico pero, en privado, su tictac incesante la angustiaba. Si moría aquella noche, lo de tener un hijo pasaría a ser uno más de sus muchos sueños sin cumplir.
Luego estaba lo otro. Lo más importante. Aquel poderoso sentimiento de culpa que alimentaba su ambición. Aún no había hecho lo suficiente como para hacer las paces con ello. No había expiado todavía las duras palabras pronunciadas con rabia e impertinencia y que, trágicamente, habían resultado proféticas. Tenía que vivir para resarcir ese agravio.
Contuvo la respiración, esperando la muerte.
Pero Davison tenía la atención puesta en otra cosa.
– Usted, el del rincón -gritó el joven-. ¡Venga aquí! O mataré a los viejos. Depende de usted.
Tiel levantó la cabeza lo justo para poder ver por el espejo de aumento colocado en una esquina a la altura del techo. Se había equivocado. El vaquero no se había ido. Vio por el espejo cómo, con toda calma, devolvía un libro de bolsillo a su correspondiente lugar en el expositor giratorio. Avanzó despacio por el pasillo, se quitó el sombrero y lo dejó sobre un estante. A Tiel le dio la impresión de que lo conocía, pero lo atribuyó a que lo había visto antes, cuando había entrado en el establecimiento.
Los ojos, que mantenía fijos en Ronnie Davison, tenían en sus extremos el rastro de unas finas arrugas. Su boca, una mueca de gravedad. Una cara que decía «No juegues conmigo» y que Ronnie Davison leyó muy bien. Nervioso, fue pasando la pistola de una mano a otra hasta que el vaquero quedó tendido junto a uno de los mexicanos con las manos enlazadas detrás de la cabeza.
Mientras sucedía todo eso, la cajera había ido vaciando el contenido de la caja en una bolsa de plástico.
Al parecer, aquel remoto establecimiento no estaba equipado con una caja de seguridad nocturna a la que fuera a parar automáticamente el dinero. Por lo que Tiel pudo distinguir, la bolsa que Sabra Dendy cogió de manos de la cajera guardaba una cantidad apreciable de dinero.
– Tengo el dinero, Ronnie -dijo la hija de uno de los hombres más ricos de Fort Worth.
– Muy bien. -Dudó, como si no estuviese seguro de qué hacer a continuación-. Usted -dijo, dirigiéndose a la aterrorizada cajera-. Tiéndase en el suelo con los demás.
Debía de pesar unos cuarenta kilos y desconocer la existencia de la crema de protección solar. La piel que le colgaba de los huesudos brazos era como un pellejo. Tiel se dio cuenta de ello mientras la diminuta mujer se tendía a su lado. El terror le había provocado un hipo espasmódico.
Cada uno tenía su propia manera de reaccionar al miedo. La pareja de ancianos había desobedecido las órdenes de Ronnie de mantener las manos en la nuca. La mano derecha del hombre sujetaba con fuerza la izquierda de su mujer.
«Ya está -pensó Tiel-. Ahora nos matará a todos».
Cerró los ojos e intentó rezar, pero llevaba bastante tiempo sin practicar. No se acordaba de ningún pasaje especialmente poético de la Biblia. Quería que su súplica resultara elocuente y conmovedora, convincente e impresionante, lo bastante atractiva como para distraer a Dios de las demás plegarias que le llegaran en aquel preciso momento.
Pero era probable que Dios no aprobara los motivos puramente egoístas por los que quería seguir con vida, de modo que lo único que se le ocurrió fue: «Padre celestial, no dejes que muera, por favor».
Cuando el grito quebró el silencio, Tiel pensó que procedía de la cajera. Miró rápidamente a la mujer que tenía a su lado para ver la inexplicable tortura a la que había sido sometida. Pero la mujer seguía gimoteando, no gritando.
La que había gritado era Sabra Dendy, y aquel primer sonido sorprendente fue seguido por un «¡Oh, Dios mío! ¡Ronnie!».
El chico corrió hacia ella.
– ¿Sabra? ¿Qué pasa? ¿Qué sucede?
– Creo que es… ¡Oh!, Dios mío.
Tiel no pudo evitarlo. Levantó la cabeza para ver qué sucedía. La chica lloriqueaba y miraba horrorizada el charco de líquido que se había formado a sus pies.
– Ha roto aguas.
Ronnie volvió rápidamente la cabeza y miró fijamente a Tiel.
– ¿Qué?
– Que ha roto aguas. -Repitió la afirmación con más aplomo del que en realidad tenía. De hecho, el corazón le martilleaba. Aquello podría ser la chispa que encendiera al chico y le hiciera llevar las cosas a una rápida conclusión, como matarlos a todos, para luego ocuparse de la crisis de su novia.
– Tiene razón, joven. -Sin miedo, la anciana se sentó y se dirigió a él con la temeridad que había demostrado al sermonear a su marido por toquetear la videocámara-. El niño está llegando.
– ¿Ronnie? ¿Ronnie? -Sabra se remetió entre los muslos la falda del vestido playero, como pretendiendo impedir el curso de la naturaleza. Dobló las rodillas y fue bajando hasta quedarse sentada sobre sus talones-. ¿Qué podemos hacer?
Era evidente que la chica estaba asustada. Ni ella ni Ronnie parecían expertos en robos a mano armada. Ni en partos tampoco. Haciendo acopio de la misma valentía que había demostrado la anciana, Tiel se sentó también.
– Yo sugeriría…
– ¡Cállese! -gritó Ronnie-. ¡Que todo el mundo se calle!
Se arrodilló junto a Sabra sin dejar de apuntar con la pistola.
– ¿Tienen razón? ¿Significa esto que llega el bebé?
– Creo que sí. -Sabra movió afirmativamente la cabeza, agitando con ello las lágrimas y dejándolas rodar mejillas abajo-. Lo siento.
– No pasa nada. ¿Cuánto tiempo…? ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que nazca?
– No lo sé. Creo que varía.
– ¿Te duele?
Le llegó a los ojos una nueva oleada de lágrimas.
– Lleva doliéndome un par de horas.
– ¡Un par de horas! -gritó él, alarmado.
– Pero sólo un poco. No pasa nada.
– ¿Cuánto hace que empezó? ¿Por qué no me lo dijiste?
– Si se ha puesto de parto…
– ¡Le he dicho que se calle! -le gritó a Tiel.
– Si se ha puesto de parto hace un rato -insistió ella, empeñada en sostenerle la mirada-, será mejor que pidas asistencia médica. Inmediatamente.