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Al día siguiente, Zara le preguntó a su madre qué había dicho su abuela y en qué idioma hablaba. Su madre trató de eludir el tema fingiéndose ocupada con el té y el pan, pero Zara insistió. Entonces le contó que la abuela había estado hablando estonio, repitiendo la letra de una canción de ese país; por lo visto chocheaba un poco. Sin embargo, le dijo el título: Emasüda, «Corazón de madre». Zara memorizó la palabra y cuando su madre no estaba en casa aprovechó para pronunciarla delante de su abuela. Esta la miró a los ojos y Zara sintió su mirada atravesándola, en la boca, en la garganta, y notó que la garganta se le cerraba, que la mirada de su abuela se deslizaba hacia abajo, hacia el corazón, que empezaba a encogérsele. Luego percibió que seguía desde el corazón al estómago, que se le retorció, y a continuación hacia sus piernas, que le empezaron a temblar, y de éstas a las plantas de los pies, que le hormiguearon. Entonces notó una oleada de calor, y su abuela le sonrió. De esa sonrisa nació su primer juego compartido, que había brotado palabra por palabra y empezado a florecer de manera brumosa y amarillenta, como florecen las lenguas muertas, a chasquear con dulzura, como la aguja del gramófono, y a sonar como las voces bajo el agua. Entre silencios y susurros crearon un idioma propio. Era su secreto, su juego compartido. Mientras su madre se hallaba inmersa en las tareas domésticas, Zara sacaba cualquier cosa, un juguete, o simplemente tocaba algún objeto, y la anciana sentada en su silla articulaba con los labios una palabra en estonio, sin pronunciarla en voz alta. Entonces Zara tenía que descubrir si era el nombre correcto. Si no lo descubría, se quedaba sin un caramelo, pero si acertaba conseguía un dulce. A su madre no le gustaba que la abuela le diese chucherías sin motivo, pues eso era lo que creía, pero, como no tenía ganas de entrometerse, se limitaba a soltar un hondo suspiro de vez en cuando. Zara había ido atesorando aquellas palabras melodiosas, aquel idioma suave, y las pocas historias que su abuela le había contado en la huerta acerca de un café en algún lugar, donde servían pasteles de ruibarbo decorados con nata cremosa. Un café donde los pasteles de nata y chocolate se derretían en la boca y en cuya terraza se percibía la fragancia del jazmín, el crujir de los periódicos en alemán, estonio y ruso, las agujas de corbata y los gemelos, las mujeres con elegantes sombreros, y donde se veía a algún dandi con zapatillas de tenis y traje oscuro. En la calle flotaba una nube de magnesio salida de un apartamento donde acababan de tomar unas fotografías. El concierto dominical en el paseo marítimo. Tragos de agua Seltzer en el parque. El fantasma de la princesa de Koluveri, que se aparecía en la oscuridad por los caminos. En las noches de invierno, al calor de una cocina de leña, tostadas untadas con confitura de frambuesa y leche fría para beber. ¡Y compota de grosellas rojas!

Zara rehízo su maleta, metió todo lo que contenía sobre los folletos y las medias, la cerró y la puso en su sitio en el armario. La abuela se había vuelto otra vez hacia la ventana y miraba el cielo. En invierno no podían tapar el cristal con mantas, aunque entrase la corriente, e intentaban sellarla de todas las maneras posibles, pero no había forma. Su abuela quería contemplar el cielo también de noche, cuando de hecho no se veía nada. Decía que era el mismo cielo de su hogar. También la Osa Mayor era de gran importancia para ella, pues era la misma de su casa, sólo que se veía menos y a veces incluso había que buscarla. Siempre había sido fácil hacer sonreír a la abuela con la ayuda de la Osa Mayor; bastaba con que Zara la señalase y pronunciase su nombre. De niña, Zara no comprendía el porqué; hasta más tarde no había entendido que la abuela quería decir «Estonia» cuando decía «casa». Había nacido allí, y su madre también. Después había llegado la guerra y el hambre, y la guerra se había cobrado la vida del abuelo y ellas habían tenido que escapar de los alemanes. Habían llegado a Vladivostok, ya que allí había trabajo y comida, de modo que se habían quedado.

– ¿Estaría mal que me fuera a trabajar a Alemania? -le preguntó Zara a su abuela.

– Eso tienes que preguntárselo a tu madre -respondió la anciana sin volverse.

– Total, ella no va a decirme nada. Nunca dice nada sobre nada. Si no quiere que se haga algo, no dice nada. Y si quiere, tampoco.

– Tu madre es de pocas palabras.

– ¡Es que parece muda!

– Calla, calla -la reprendió la abuela.

– No creo que le importe que esté aquí o en otra parte.

– A mí no me lo parece.

– ¡No intentes justificarla!

Zara bebió un sorbo de té con ímpetu, se atragantó y empezó a toser tanto que se le saltaron las lágrimas. Se iría, al menos así dejaría de oír cómo se arrastraban las zapatillas de su madre. Otras madres también habían presenciado los bombardeos de niñas, y aun así hablaban, aunque la abuela aseguraba que una bomba podía asustar a un niño hasta tal punto que no volviera a hablar. ¿Por qué tenía que ser justo su madre la que se había quedado conmocionada por las bombas? Se marcharía. Traería un montón de dinero para su abuela y a lo mejor incluso un telescopio. Y a ver si su madre tenía algo que decir cuando volviese con la maleta repleta de dólares y se pagase los estudios, cuando consiguiese una vivienda sólo para ellas y se hiciese médica en un tiempo récord. Tendría su propia habitación, donde podría estudiar tranquila y prepararse para los exámenes, y luciría un peinado occidental, medias brillantes a diario, y la abuela podría buscar la Osa Mayor con un telescopio.

1992, oeste de Estonia

Zara traza un plan para escapar y Aliide tiende trampas

Zara se despertó con un familiar aroma de orejas de cerdo cocidas. Provenía de la cocina. Primero pensó que estaba en Vladivostok, pues la tapa de la cacerola repiqueteaba de un modo conocido sobre el agua hirviendo y reconoció el olor a cartílago, con lo que se le hizo la boca agua. Pero después una pluma de la almohada le pinchó la mejilla, y al abrir los ojos vio el ángulo de un tapiz desconocido. Se hallaba en casa de Aliide Truu. El papel de la pared tenía burbujas y las juntas estaban pegadas de cualquier manera. Entre el tapiz y el empapelado se veía una telaraña fina como una neblina de la que colgaba una mosca muerta. Apartó el tapiz con un dedo y debajo una araña correteó nerviosa. Estuvo a punto de apretar el tapiz para aplastarla, pero recordó que matar una araña significa la muerte de la propia madre. Acarició el tapiz. Se sentía el pelo ligero, la piel suave con aquel camisón de franela abrochado hasta el cuello. Los calcetines humedecidos en alcohol, que por la noche le habían resultado desagradablemente fríos, ahora estaban calientes. Todavía podía oler la fragancia del jabón. Sonrió. El sol se filtraba entre las cortinas, unas cortinas que eran justo como las había imaginado.

Habían preparado la cama en el sofá de la habitación de la entrada. La estancia de atrás estaba tan llena de plantas medio secas que a duras penas habría cabido una persona acostada. El suelo, las camas, las estanterías y la mesa habían sido cubiertos con periódicos, sobre los que había caléndulas, colas de caballo, menta, milhojas y comino. De las paredes colgaban bolsas llenas de rodajas de manzana y pan moreno secos. La mesa pequeña frente a la ventana rebosaba de jarabes medicinales que fermentaban al sol; algunos tarros parecían verdaderos hormigueros, y Zara se apresuró a desviar la mirada. A causa de las plantas, la atmósfera estaba tan cargada que habría sido difícil conciliar el sueño allí. Sin embargo, Aliide se había hecho la cama delante de la puerta, sobre una alfombra. Había apartado con cuidado los periódicos cubiertos de plantas de modo que en el suelo quedase un espacio libre para una persona. Aunque Zara había insistido en dormir allí, la anciana no había querido ni oír hablar de ello, probablemente temiendo que la joven aplastara sus hierbas al moverse en sueños. El olor de las plantas medicinales llegaba también hasta la habitación de atrás, aunque no tan intenso. Allí sólo había panales de miel apilados junto con algún que otro bote, y una ristra de ajos en un colgador al lado de la estufa. Junto al mueble de la radio había una pila de almohadones; las puntillas de sus fundas blancas y algo arrugadas habían amarilleado un poco, pero la parte central resplandecía en aquella habitación, por lo demás, casi en penumbra. Zara les había echado un vistazo furtivo antes de acostarse. Todos llevaban iniciales bordadas, todas distintas.