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La puerta de la cocina, en cuyo interior se cocían las orejas de cerdo, estaba cerrada, pero la radio estaba lo suficientemente alta para que se oyese desde la habitación. Estaban hablando de la caída de una antena de repetición en Varsovia, el año anterior. Había sido la estructura más alta jamás construida, de 629 metros. Zara salió de la cama de un brinco, de pronto nerviosa.

– ¿Mide?

Miró fuera por la ventana, como esperando ver un Volga o un BMW negro. Sin embargo, en el jardín no había nada anómalo. Aguzó el oído para intentar captar si ocurría algo raro, pero sólo oyó su pulso, la radio, el tictac del reloj y el crujido del parquet cuando se acercó sigilosamente a la puerta de la cocina. ¿Estarían allí Paša y Lavrenti, sentados tranquilamente tomando un té? ¿Esperándola? Conociéndolos, no le sorprendería: la habrían dejado despertar en paz para que luego fuese a la cocina sin sospechar nada. Un sistema, según ellos, diabólico y genial. Estarían apoyados con descaro contra una esquina de la mesa, fumando y hojeando periódicos. Y le sonreirían cuando entrase en la cocina. Tal vez habrían obligado a Aliide a guardar silencio y permanecer sentada entre ellos, con sus legañosos ojos aterrorizados. Aunque era difícil imaginar a la anciana con tal expresión.

Abrió la puerta de un empujón, y al estar muy ajustada emitió un chirrido. La cocina se hallaba vacía. Ni rastro de Paša o Lavrenti. Encima de la mesa vio la libreta de recetas de Aliide, un periódico abierto y varios billetes de coronas. La olla de las orejas de cerdo hervía bajo una nube de vapor. Justo delante de la jofaina vacía, el suelo estaba mojado, la bañera también estaba vacía, pero los cubos de agua sucia estaban llenos a rebosar. No se veía a la anciana por ninguna parte. La puerta de entrada chirrió y Zara se volvió. ¿Acaso llegaban en ese preciso momento?

– Buenos días, Zara -la saludó Aliide al entrar-. Por lo visto has dormido bien. -Y depositó un cubo de agua en el suelo-. Pero ¿qué ha pasado? ¿Qué te has hecho en el pelo?

Zara se sentó a la mesa y se pasó una mano por la cabeza. El pelo corto pinchaba y sentía frío en la nuca.

Las tijeras estaban al lado del tarro de azúcar. Las cogió con un movimiento súbito y empezó a cortarse las uñas. Unas medias lunas irregulares y pintadas de rojo fueron cayendo de una en una sobre el mantel de hule.

– Creo que podríamos haber buscado una manera de teñirte el pelo. Con ruibarbo se consigue un color rojizo.

– Ya no importa.

– Bueno, pues por lo menos deja las uñas en paz. Debería tener una lima por alguna parte. Vamos a arreglarlas.

– No.

– Zara, ese marido tuyo no sabe llegar hasta aquí. ¿Cómo iba a saberlo? Podrías estar en cualquier parte. Bebe un café y tranquilízate. Esta misma mañana he molido unos granos de café del bueno.

Llenó la taza de la joven y empezó a poner las orejas de cerdo en un plato con ayuda de una espumadera, sin dejar de mirar de reojo a Zara cortarse las uñas. Cuando acabó, la joven empezó a remover el amarillento y grueso azúcar con la cucharilla. Sentía las yemas de los dedos desnudas y limpias. El húmedo crujido del azúcar junto con el zumbido de la nevera la serenaban. ¿Debía aparentar la mayor calma posible o explicar cómo era Paša en realidad? ¿Qué le convenía contar para que Aliide estuviese dispuesta a ayudarla? ¿Tal vez tendría que tratar de olvidar a Paša durante un tiempo y centrarse en la anciana? Como mínimo, necesitaba pensar con mayor claridad.

– Siempre te encuentran.

– ¿Te encuentran?

– Quiero decir que mi marido siempre acaba encontrándome.

– Así pues, no es tu primera huida.

La cucharilla dejó de moverse en el azucarero.

– No hace falta que contestes. -Aliide llevó a la mesa el plato de orejas de cerdo-. Yo sólo digo que estás en demasiado baja forma para ser un señuelo.

– ¿Un señuelo?

– No te hagas la inocente, chiquilla. Una jovencita de esas a las que mandan de avanzadilla para ver si hay algo de valor en la casa. Normalmente, las dejan tiradas en medio de la carretera como si estuviesen heridas, para que uno detenga el coche, y luego ya está, te quedas sin él. Aunque no tendrías que haber venido hasta después de la visita de mi hija. -La anciana empezó a poner los platos en la mesa, mirando de reojo a Zara; estaba claro que esperaba una réplica de la joven.

¿Había gato encerrado en sus palabras? Zara se esforzó por interpretarlas, pero no encontró nada extraño.

– ¿Y por qué? -se limitó a preguntar al fin.

Aliide no contestó enseguida. Era evidente que había esperado una reacción distinta de la joven.

– Porque vendrán las visitas, la gente de la aldea, pues todos querrán ver qué me ha traído. Pero yo escondo la mayor parte de las cosas en los recipientes de la leche y sólo dejo a la vista un par de paquetes de café. No es que ahora haya nada en ellos, están vacíos, únicamente quedan unos pocos macarrones y algo de harina; están esperando a que mi hija llegue de visita. A mimar a su vieja madre.

Zara siguió removiendo la cucharilla e intentó entender qué quería decir la anciana.

– Le pedí que me trajera un poco de todo.

De repente, Zara tuvo una idea. ¡Un coche! ¿Acaso su hija vendría en coche?

– Vendrá en su propio coche. Talvi también prometió traer un televisor nuevo para sustituir ese Record, ¿qué te parece? Qué raro que hoy en día dejen pasar aparatos electrónicos por la frontera con tanta facilidad.

Zara se sirvió una oreja de cerdo. Su cuchillo tintineaba contra el plato y el tenedor se hundía despacio en los trozos de carne. No siempre acertaba; a veces el tenedor chirriaba, y sus dedos sujetaban con fuerza los cubiertos. Tenía que concentrarse en aflojarlos o Aliide se daría cuenta de que trataba de evitar que le temblasen. Tampoco podía aparentar demasiado interés, debía comer la oreja y hablar al mismo tiempo, pues masticar hacía más firme su voz. Le preguntó adónde se marcharía Talvi después de la visita, si se dirigiría directamente a Tallin en su coche. Aunque Zara consiguiese llegar hasta la ciudad más próxima (y no sabía cuál era), no podría tomar autobuses ni trenes si no quería que su marido se enterara enseguida, y también la milicia. Aliide le recordó que en Estonia ya había policía normal, pero Zara insistía en que necesitaba llegar a Tallin a escondidas, sin que nadie se percatase. Que alguien la descubriera supondría el fin de su viaje.

– Sólo necesito que me lleve hasta Tallin, nada más.

Aliide frunció el cejo. Aunque era una mala señal, Zara ya no podía parar, su voz sonaba agitada y hablaba atropelladamente, se saltaba algunas palabras para luego volver sobre ellas. ¡Un coche! ¡Talvi tenía un coche! Eso podría solucionar sus problemas. ¿Cuándo llegaría?