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– Pronto.

– ¿Cómo de pronto?

– Quizá en un par de días.

Si Paša no la descubría antes, podría escapar a Tallin con la ayuda de Talvi. Después, solamente tendría que pensar la forma de continuar hasta Finlandia. Quizá en el puerto podría esconderse en un camión, o tal vez en algún otro lugar. ¿Cómo se las arreglaba Paša para llevar a la gente al otro lado de la frontera? Zara sabía que la policía registraba los maleteros de los turismos. Tenía que ser un camión, uno finlandés, los finlandeses siempre lo tenían más fácil para cruzar al otro lado. Necesitaba un pasaporte, y sólo lo conseguiría si se lo robaba a alguna finlandesa de su edad. Pero sería muy complicado, no lo lograría ella sola. Primero había que llegar a Tallin. Ahora debía centrarse en que Aliide la ayudase. Pero ¿qué podía hacer para que la anciana dejase de fruncir el cejo? Tenía que tranquilizarse, olvidarse por un instante de Talvi y su coche para no inquietar todavía más a la mujer. Las alternativas cruzaban su cabeza a toda velocidad, pero no las podía controlar, ni siquiera sopesarlas. Las sienes le latían. Tenía que respirar hondo, aparentar ser digna de confianza, una de esas chicas que se hacen querer por las personas mayores. Tratar de ser amable, correcta, educada y servicial, pero tenía cara de puta y modales de puta, aunque seguramente el hecho de cortarse el pelo la ayudaría un poco. Joder, no lo conseguiría.

Fijó la vista en la taza de café de Aliide. Si se concentraba en algo, podría contestar mejor a cualquier pregunta. La porcelana amarillenta estaba surcada de fisuras negras, como patas de araña. La taza era translúcida y recordaba a una piel joven, aunque ya tuviera sus años. Era chata y modelada con gracia, pertenecía a un ámbito distinto del resto de cacharros de la cocina, poseía alguna clase de refinamiento procedente de un mundo pasado. Zara no había visto en la alacena ninguna otra pieza de vajilla de la misma serie, aunque, por supuesto, no conocía la vajilla entera de Aliide, sólo la que estaba a la vista. La anciana bebía el café, la leche y el agua en aquella taza, que sólo enjuagaba de vez en cuando. Se trataba de su taza favorita, estaba claro. Zara siguió sus fisuras con la mirada, a la espera de la siguiente pregunta.

– Este año hemos tenido una cosecha buena -dijo Aliide, y empujó la fuente de tomates hacia la muchacha.

Entre los tomates revoloteaba una mosca.

Zara negó con la cabeza mirando la fuente. Aliide espantó la mosca con la mano. -Sólo ponen los huevos en la carne.

Aliide estaba alerta. Había intentado despertar el interés de Zara por Finlandia, pero la muchacha no había formulado más preguntas sobre Talvi ni sobre aparatos eléctricos. Se limitaba a toquetear el plato con el tenedor, masticaba con esmero, hacía tintinear la taza de café. Sus tragos largos se oían perfectamente, aunque la radio estaba encendida, y de vez en cuando se tocaba el pelo recién cortado. Su pecho subía y bajaba. Hablar del coche la había puesto nerviosa, no había sido el televisor nuevo ni otra cosa. A lo mejor era que simplemente no le interesaban, o que era astuta como un zorro. Pero ¿podría ser aquella piltrafa de chica un señuelo o una ladrona? Aliide reconocía a los ladrones. Zara no tenía aquella vivacidad en los ojos, no miraba como los ladrones, sino más bien como un perro siempre alerta para que los niños no le pisen el rabo. Su expresión era huidiza, como si se estuviese encogiendo. Los ladrones no eran así, ni siquiera los que aprendían a robar a base de sopapos. Tampoco el hecho de mencionar los regalos de Finlandia había producido en la chica la reacción que Aliide esperaba, aquel conocido brillo de la codicia, una vibración respetuosa en la voz, nada. ¿Acaso lo que quería robar era el coche?

También la había puesto a prueba dejándola sola en la cocina: había salido fuera para espiarla por la ventana, pero la muchacha no se lanzó sobre el bolso de la anciana, ni siquiera miró los billetes esparcidos en la mesa, aunque ella los había dejado bien a la vista. Luego, al entrar, le mencionó las coronas y se las enseñó, diciendo: «Mira, billetes de corona, y sólo tienen un par de meses, ya no tenemos rublos, ¡imagínate!» Charló un buen rato sobre el gran día del cambio de moneda, el 20 de junio, y después dejó, como quien no quiere la cosa, las coronas en la esquina de la alacena, pero la muchacha no les prestó ninguna atención. Mientras Aliide parloteaba sobre la devaluación del dinero y cómo los rublos se habían convertido en papel higiénico, la chica parecía ausente, limitándose a asentir de vez en cuando con educación y atrapando al vuelo alguna palabra en su conciencia para dejarla escapar enseguida, sin la más mínima reacción. Más tarde, sin que la muchacha la viera, la anciana contó los billetes. No faltaba ninguno. También comentó lo bonito que era su bosque, pero en los ojos de la joven no surgió la menor chispa de interés.

Sin embargo, al dejarla sola, la vio frotarse los brazos y ponerse a examinar la antigua azucarera, anterior a la época soviética, recorriendo con los dedos las fisuras y los adornos, observando la cocina a través de ella. Ningún ladrón podría estar interesado en una pieza de porcelana rota. Aliide había repetido el truco de antes, dejó a la chica sola y salió por agua al pozo. Antes de marcharse, apartó una de las cortinas justo lo suficiente para poder espiar a su invitada desde el jardín. La muchacha se limitó a dar vueltas y se acercó al ropero, pero no lo abrió, ni siquiera los cajones, tan sólo lo toqueteó por fuera e incluso apretó la mejilla contra la madera pintada de blanco, para luego aspirar la fragancia de los claveles que había sobre la mesa. Acarició el mantel, con sus amapolas, sus lirios y sus capuchinas bordadas sobre fondo negro, tocó sus hojas verdes con los ojos fijos en la tela, como si de repente estuviera interesada en aprender a bordar. Si se trataba de una ladrona, era la peor del mundo.

Antes de que Zara se despertase, Aliide ya había llamado a Aino para decirle que tenía un poco de fiebre y no se sentía con fuerzas para recoger los paquetes de la beneficencia. Aún le quedaba un poco de leche, así que ya se la traería en otra ocasión. Aino se puso a hablar sobre Kersti, que una vez había visto una luz extraña en el camino del bosque, un ovni según ella, se había desmayado y se había despertado horas más tarde en el mismo camino. Ni siquiera la propia Kersti recordaba si los ovnis se la habían llevado a algún sitio. Aliide la interrumpió alegando que se sentía muy débil e iba a acostarse, y casi le colgó sin más. Ya tenía bastante que pensar en su propia casa. Debía desembarazarse de aquella muchacha antes de que Aino u otra vecina fuese a visitarla. ¿Qué demonios la había movido a acogerla?

Zara comía ruidosamente. Sus mejillas resplandecían como una manzana roja. Sus ojos aún brillaban al pensar en el coche, aunque intentaba contener su entusiasmo. Era una pésima actriz, y no llegaría muy lejos si seguía así. ¿Qué había pretendido al raparse el pelo, si con un pelo así todavía llamaba más la atención que antes?

Aliide fue a la despensa en busca de pepinillos. La crema de caléndulas que había preparado para el invierno estaba espesándose en la alacena, delante de los tarros de pepinillos en conserva. Era lo único que Talvi aceptaba llevarse a Finlandia, pues la caléndula le sentaba muy bien a su cutis, pero nunca había aprendido a prepararla. En cambio, jamás quería llevarse pepinillos, aunque le gustaran. En el maletero de su coche cabían un montón de tarros, pero si Aliide intentaba meterlos a escondidas, su hija los sacaba. ¿Acaso aquella muchacha que seguía acurrucada en la cocina quería robarle el coche a Talvi y escapar? La anciana no tenía ni idea.

Contaban que los finlandeses no echaban rábano picante a sus pepinillos en conserva, ésa era la diferencia con los suyos.

Aliide se sentó a la mesa y le ofreció a la chica rodajas de pepinillo en vinagre al eneldo y nata agria, pepinos en salsa y pepinillos amargos.