– Este año he tenido una cosecha extraordinaria.
Zara no era capaz de decidir qué clase de pepinos escoger: extendió el brazo primero hacia los amargos y después hacia el otro recipiente, que hizo caer al suelo a causa del temblor de su mano. El golpe la hizo brincar de la silla y taparse los oídos con las manos. Como siempre, lo había estropeado lodo. El recipiente esmaltado quedó boca abajo al lado de la alfombra de retales; unas rayas de nata agria veteaban el cemento gris. Afortunadamente, el recipiente no era de cristal, al menos no había roto nada. Aunque seguramente rompería algo pronto si las manos no dejaban de temblarle. Primero tendría que controlar el temblor y luego conseguir que Aliide entendiese que no disponía de mucho tiempo. La anciana tampoco pareció enfadarse esta vez por el desastre ocasionado; al contrario, fue a buscar un trapo y empezó a limpiar canturreando de modo tranquilizador. No pasaba nada. Cuando al fin a Zara se le ocurrió ayudar, sus manos aún temblaban.
– Venga, Zara, sólo era un tarro de pepinos. Vuelve a la mesa.
La muchacha no paraba de repetir que había sido sin querer, pero eso no parecía interesar a Aliide, que interrumpió su retahíla de excusas y lamentos.
– Entonces, ¿tu marido tiene dinero?
Zara volvió a sentarse. Ahora tenía que concentrarse en hablar correctamente y no provocar nuevos estropicios. Zara, sé una buena chica. No pienses que no vales para pensar. Sólo contesta a las preguntas y ya está. Ya hablarás más tarde del coche.
– Sí, tiene dinero.
– ¿Mucho?
– Mucho -¿Y la mujer de un hombre rico trabajaba de camarera?
Zara se tironeaba del lóbulo. No llevaba pendiente, tan sólo tenía un agujero ligeramente enrojecido. ¿Cómo podía contestar a aquella pregunta? Era estúpida y lenta para improvisar, pero si se quedaba callada, la anciana pensaría que estaba ocultando algo malo. Pero ¿seguiría sosteniéndose su historia de que trabajaba de camarera? Aliide la escrutaba, así que comenzó a ponerse nerviosa otra vez. No sería capaz de salir airosa. Paša tenía razón, lo que necesitaba era una paliza. Quizá también acertaba cuando le decía que era incapaz de comportarse a menos que temiese recibir una tunda. Puede que en ella hubiese algo malo e insano, alguna tara de nacimiento. Y mientras pensaba en su propia incapacidad para comportarse correctamente, las palabras empezaron a brotar de sus labios, sin darle tiempo de decidir qué iba a decir. Vale, vale, no era camarera. Se apretaba el agujero de la oreja con una mano, mientras con la otra se frotaba el hueco de la clavícula. Su mente, su boca y ella misma eran ahora entidades separadas que nada tenían en común. La historia simplemente fluía hacia fuera y ella era incapaz de acallarla. Le contó que habían estado de vacaciones en Canadá, en un hotel de cinco estrellas, y pasaban el día entero dando paseos en un coche negro, y que tenía un abrigo de piel nuevo cada día de la semana, además de abrigos distintos para la noche, para el día, para estar dentro y estar fuera.
– Vaya, qué emocionante.
Zara se limpió las comisuras de la boca. Sintió vergüenza y calor, e hizo lo que solía cuando tenía demasiada vergüenza: concentró sus pensamientos y su mirada en algo distinto. Aliide, la cocina y la olla de orejas de cerdo desaparecieron. Miraba fijamente su dedo. La espumilla de las comisuras que le había quedado en la yema era igual que la saliva que deja una serpiente sobre una hoja de frambuesa. Era una oruga. Se concentró en esa pequeña criatura, eran las más útiles cuando se trataba de abstraerse de la realidad. La oruga se esconde dentro de una bola de baba, que la protege de sus enemigos y evita que se seque. ¿Dónde lo había oído? ¿En la escuela? Recordaba el crujir tranquilizador del libro de texto, el olor a papel y pegamento. Por un instante, evocó aquel crujido, imaginando que sus pensamientos eran como las páginas secas del libro y se tranquilizó, abandonó la oruga y permitió que la emisora Vikerraadio volviese a sus oídos, que su mente regresara a la cocina de Aliide, a las ranuras del suelo, al mantel de hule, a la cucharilla de aluminio. En una esquina de la mesa vio un frasco en cuya etiqueta se leía en cirílico drazee, «vitamina C», y el código de certificación sobre el familiar cristal marrón. Zara extendió la mano hacia él repitiendo para sí aquellas tranquilizadoras palabras rusas de la etiqueta, y le dio unos golpearos a la tapa, un sonido conocido. Cuando era niña, a menudo se zampaba todo el contenido del frasco a escondidas; aquel sabor amargo, de un naranja vivo, le colmaba la boca junto con el olor a farmacia, pues se compraba en la farmacia. Su pulso ya había recuperado el ritmo normal cuando se volvió hacia Aliide y le pidió perdón por su nerviosismo. Dijo que sólo había querido parecer una persona normal y corriente, y que no tenía ninguna intención de parecer presumida.
Aliide soltó una risita.
– No querías parecer una ladrona.
– Probablemente.
– Y tampoco la mujer de un mafioso.
– Probablemente.
Pero Aliide no continuó con la conversación y tampoco preguntó el motivo por el que Zara no podía volver a Rusia o a su casa.
Oyó el tictac del reloj. El fuego chisporroteaba en la cocina de leña. Zara sentía la lengua entumecida. Las ranuras del suelo de cemento parecían borrosas, como si se moviesen un poco.
– Ya está -dijo al fin Aliide levantándose de la mesa. Golpeó la lámpara con el matamoscas, pues algunos insectos revoloteaban alrededor, y se puso a hervir unos tarros de cristal en una tartera-. A ver, ven aquí a ayudarme. Por lo visto, los calcetines mojados en alcohol han servido de algo, al menos no pareces resfriada. Luego iré a buscar un pañuelo, para que te tapes esa cabeza.
1991, Berlín
Zara se pone una falda de cuero roja y aprende a comportarse
La luz se filtraba por el ojo de la cerradura. Zara se despertó en el colchón situado al lado de la puerta. Su lóbulo infectado había supurado pus, podía olerlo. Buscó a tientas en el suelo una botella de cerveza. El gollete estaba pegajoso y la bebida obró el mismo efecto en su garganta seca, que quedó igualmente pegajosa y amarga. Tocó el marco de la puerta con los pies. Al otro lado estaban sentados Paša y Lavrenti. Los jirones del empapelado amarillento por la nicotina ondeaban al compás de la respiración fría de Paša, pero eso no tenía nada de alarmante. ¿O sí? Zara escuchaba. Las voces de los hombres le llegaban a través de la fina pared; parecían divertirse. ¿Estarían de suficiente buen humor para dejarla ducharse? Su humor era imprevisible, así que Zara tendría que hacerlo lo mejor posible con los clientes. Pronto vendría el primero; de lo contrario Paša y Lavrenti no estarían esperando. Le quedaba un momento de tranquilidad, y después tocaba prepararse para que Paša no tuviese queja. Lavrenti nunca se quejaba, le dejaba las broncas a Paša. Metió el dedo en una hendidura del zócalo, que apenas se distinguía debajo de la pintura desconchada. La madera estaba tan blanda que el dedo se hundía en ella. ¿Sería de madera o de cemento el suelo bajo el colchón?
Había una alfombra de sintasol, pero ¿qué había debajo? Si era de madera y estaba igual de podrida, podría ceder en cualquier momento. Y Zara caería con ella, desaparecería entre los cascotes. Sería maravilloso.
Se oía la navaja de Lavrenti sacando virutas de alguna madera. Solía dedicarse a la talla mientras estaba de guardia. Fabricaba toda clase de objetos, especialmente «juguetes» para las chicas.
Zara tenía que levantarse. No podía seguir tumbada, aunque le apeteciera. Las rojas luces de neón del edificio de enfrente se proyectaban en la habitación. El estruendo de los coches era intenso, y de vez en cuando destacaba el sonido de un claxon; había tantos coches y de tantas marcas… Encendió un cigarrillo Prince, de los que anunciaban las vallas publicitarias que había visto por la ventanilla del coche cuando iban hacia allí. En aquel momento tenía las manos esposadas a la portezuela. Paša y Lavrenti habían puesto la música a todo volumen. Zara ignoraba que un coche pudiese correr tanto. Siempre que se veían obligados a parar, Paša tamborileaba nervioso sobre el volante. Sus tatuajes en forma de anillo se movían a saltitos. Según él, Zara había sido incapaz de seducir a nadie la noche anterior en la gasolinera, aunque había un montón de camioneros. Había pasado casi toda la noche de pie en el arcén de la autopista, con la falda de cuero rojo fuego que Paša le había dado, sin que nadie hubiera requerido sus servicios. Paša y Lavrenti la habían vigilado a distancia desde el coche, y al final aquél se había acercado para agarrarla del pelo, cogerle la barra de labios y pintarrajearla con ella un poco más. Después la había empujado dentro del vehículo y le había comentado a Lavrenti: