– ¡Mira qué payasa!
– Ya aprenderá -había dicho sonriendo Lavrenti-. Todas aprenden.
Paša se había quitado la camisa para flexionar los hombros varias veces, como sacudiendo los galones que llevaba tatuados. Lavrenti le había dirigido un saludo militar con una sonrisa impostada. Ya en el hotel, Paša le había ordenado a Zara lavarse la cara y entonces le metió la cabeza dentro del lavabo, que se estaba llenando de agua, y se la retuvo allí hasta que ella perdió el conocimiento.
Ahora Paša estaba hablándole al otro otra vez de sus grandes planes. Por eso pensaba tanto sobre la vida, porque tenía un futuro. Los hombres hablaban todo el rato de las mismas cosas cada día, cada noche, un cliente tras otro. Paša decía que en aquella época cuanto había soñado podía hacerse realidad y que ganar dinero sería un juego de niños. ¡Pronto tendría su propio estudio de tatuajes! ¡Y después una revista de tatuajes! En Occidente había revistas especializadas en tatuajes, con ilustraciones de muchos colores y modelos, iguales que los que Paša haría algún día.
Todo el mundo se reía de sus historias. ¿Quién en su sano juicio querría tener un estudio de tatuajes con los tiempos que corrían, cuando se podían conseguir hoteles, restaurantes, compañías petroleras, ferrocarriles, países enteros, millones, miles de millones…? En realidad, cualquier cosa era posible, todo cuanto uno pudiese imaginar. Pero a Paša no le importaba, se limitaba a darse unas palmaditas en los galones tatuados, que eran iguales que los que había llevado su padre. Éste había estado en el campo de trabajo correctivo PERM en 1936, y en su espalda se leía «NKVD», las siglas de la policía estatal, pero la gracia era que también podían significar Nisto Krepste Vorovskoi Drusby: nada hay más fuerte que la amistad entre ladrones. Lavrenti también se reía de los sueños de Paša, probablemente lo consideraba un loco. Decía que él ya estaba viejo, atrás quedaban veinticinco años en el KGB, y hubiese querido que las cosas continuasen como estaban antes de las payasadas de Yeltsin y Gorbachov. Sólo quería que sus hijos tuviesen lo que necesitaban, nada más. Quizá por eso trabajaba con Paša, ya que ambos eran los únicos dispuestos a contentarse con menos que los otros. Claro que Paša también anhelaba su casino, su tierra y sus millones, pero eso no lo ilusionaba tanto como el estudio de tatuajes.
Ese sueño suyo lo llevaba a practicar con las chicas que ya estaban fuera de circulación. Como con Katia. Había anunciado que iba a ser su mejor trabajo y luego alardeado de la imagen que le tatuó en el pecho: una mujer de grandes tetas haciéndole una mamada a un demonio. Había dicho que quería practicar mucho, y que la aguja encajaba en su mano igual de bien que un arma, así que luego tatuó en el brazo de Katia otro demonio, con una polla grande y peluda. «¡Tan grande como la mía!», exclamó entre risotadas. Después, Katia había desaparecido.
Zara abrió la botella de popper e inhaló. Cuando Paša la llamase para practicar con ella, sabría que su hora había llegado.
– El estudio de tatuajes será como una metáfora de todo: de Dios, de la Madre Rusia, de los santos, ¡de todo!
Lavrenti soltó una carcajada.
– Una metáfora… Pero ¿de dónde has sacado esa palabreja?
– Cierra el pico -se ofendió Paša -. No entiendes nada.
Una tercera voz se mezcló con las de ambos: por lo visto, un cliente. Siempre se reconocía a un cliente por la voz.
De abajo llegaban los cantos de unos borrachos alemanes, entre ellos algún americano. Zara le había pedido a uno que echase al buzón una carta para su abuela, pero el hombre se la había entregado a Paša y después éste había subido y…
Cogió del armario la falda de cuero roja y los zapatos de tacón. Su camisa era de niña, roja también. Paša pensaba que sólo las camisas de niña eran suficientemente apretadas para provocar a los hombres. Sacó un Prince. Las manos le temblaban levemente. Echó unas gotas de valeriana en un vaso. Tenía el pelo tieso por la laca y el semen del día anterior.
De un momento a otro, la puerta se abriría y se cerraría, se oiría el chasquido de la cerradura, la charla de Paša y Lavrenti continuaría: estudios de tatuajes, fulanas de Occidente y más tatuajes. Pronto se desabrocharía una hebilla y se bajaría una cremallera. Luces de colores. Al otro lado de la puerta, Paša seguiría con sus historias y Lavrenti se reiría de sus estupideces, y aquél se ofendería. En la habitación, el cliente respiraría de forma entrecortada y abriría las nalgas de Zara. Le ordenaría abrirlas más y más y le mandaría meterse el dedo dentro. Dos dedos, tres, tres dedos de cada mano, ¡más abierto! ¡Más grande! ¡Di que Natasha se tiene que abrir el cono para recibir! ¡Dilo! ¡Dilo! Y Zara diría que Natasha will es.
Nadie le preguntaba de dónde venía o qué haría si no estuviese allí.
A veces, alguien le preguntaba qué le gustaba a Natasha, qué la excitaba, cómo quería que la follasen.
A veces, alguien le preguntaba qué le daba placer.
Y eso era lo peor, porque no tenía respuesta.
Si le preguntaban sobre Natasha siempre tenía una respuesta preparada, pero si le preguntaban sobre ella misma, pasaba un momento antes de pensar qué habría contestado Natasha si le hubiesen preguntado.
Y para entonces el cliente sabía que mentía. Después empezaban las preguntas insistentes.
Pero eso no ocurría muy a menudo, casi nunca.
Normalmente, bastaba con declarar que nunca la habían follado tan bien. Eso era muy importante para el cliente. La mayoría se lo creía.
A pesar de todo aquel semen, todos aquellos pelos, todos aquellos pelos en la garganta… aun así, el tomate seguía sabiendo a tomate, el queso a queso, y el tomate y el queso juntos a tomate y queso, aunque todavía le quedasen pelos en la garganta. Supuestamente, eso significaba que seguía viva.
Durante las primeras semanas había visto vídeos. De Madonna y Erotica, Erotica y Madonna.
La dejaban sola.
La puerta estaba cerrada.
En la habitación había un espejo.
Había intentado bailar ante el espejo, tratando de imitar los movimientos y la voz de Madonna; se había esforzado mucho. Le había resultado muy difícil, pese a que le tiñeron y rizaron el pelo como el de Madonna. Los movimientos le costaban, pues le dolían los músculos, pero al menos lo intentó. Y también perfilarse los ojos del mismo modo. La mano le temblaba. Lo intentó una y otra vez. Tenía una semana para conseguirlo. El maquillaje alemán era bueno. Si conseguía maquillarse como Madonna, no importaría que no bailara tan bien.
Cuando, según la opinión de Paša, estuvo preparada, la llevaron a una orgía. Había muchas chicas, muchos hombres de Paša, y clientes. A uno de ellos en particular tuvo que tratarlo de un modo extremadamente amable, no sabía por qué, pero a todas las chicas les habían dado orden de complacerlo. Ese cliente tenía una barriga prominente, y en su mano se balanceaba un vaso de Jim Beam. El hielo tintineaba, la música sonaba, el perfume de los productos de limpieza alemanes impregnaba el aire, junto con el frío olor del vodka. Al principio se alzaron algunas voces y Zara tuvo que acudir a calmar al cliente, pero después Paša comenzó a tamborilear en el sofá de cuero, como hacía siempre. Luego se puso en pie de un salto y le gritó al tío que qué se creía, y después siguieron gritando cada vez más. Las chicas buscaron dónde esconderse. Zara advirtió que uno de los hombres de Paša se llevaba la mano a donde portaba el arma y otros iban hacia la puerta con disimulo; Zara comprendió que pretendían impedir que alguien saliese. Intentó apartarse del cliente con disimulo, primero llegando hasta el borde del sofá, después al lado, luego tras el respaldo. El cliente había dejado de prestar atención a sus pechos y discutía con Paša a gritos. Detrás de Zara, Lavrenti vigilaba en silencio por la ventana, aunque casi no se podía ver fuera, pues era de noche. Lavrenti agitaba su vaso y los gruesos cubitos de hielo tintineaban, hasta que se dio la vuelta, se acercó al cliente y le preguntó si ésa era su última palabra. El hombre contestó que sí y estrelló el vaso sobre la mesa. Lavrenti negó con la cabeza, y le rompió el cuello. De un solo movimiento. El silencio duró apenas un instante, hasta que Paša se echó a reír y todos lo imitaron.