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1992, oeste de Estonia

El miedo vuelve a casa por la noche

Aliide oyó un golpe familiar tras la ventana, pero pareció no enterarse y siguió tomando el café como de costumbre, haciendo oscilar la taza para observar los remolinos que formaba la nata, con la cabeza inclinada hacia la radio, como si estuviesen emitiendo algo importante. Por supuesto, la muchacha se asustó del ruido. Su cuerpo se tensó y los ojos se le desorbitaron, abrió las pestañas como si fuesen alas cuando un tic empezó a palpitarle en la sien izquierda. Con voz apenas audible, preguntó qué era aquello. Aliide sopló en la taza, movió los labios al compás de las noticias y paseó la mirada más allá de la joven, que buscaba en su rostro una explicación de aquel golpe. La mujer no cambió su expresión ni un ápice. Ojalá los chavales se contentasen esa noche con sólo esa piedra.

La chica no cejaba en su expectación, no ahora que se imaginaba a su marido acechándola en el jardín. ¿Por qué tenía que estar siempre con los sentidos tan alerta? Aliide bajó la taza y la rodeó con los dedos. Empezó a examinar las grietas de sus manos, oscurecidas por la tierra, mucho más marcadas que los antiguos cortes de cuchillo sobre el mantel de hule, llenos de las migas de pan y de los granos de sal derramados sobre la mesa.

– ¿Qué ha sido ese ruido?

– Yo no he oído nada.

La chica hizo caso omiso de la respuesta y se dirigió de puntillas a la ventana. Se había bajado el pañuelo hasta la nuca para oír mejor. Tenía la espalda tiesa y los hombros levantados.

La taza de Aliide ya no tenía asa, solamente quedaba un resto áspero. Empezó a darle golpecitos con el pulgar. Los restos de tierra acumulados en su piel agrietada rebotaban contra la porcelana. Pues sí que habían escogido un buen momento los chavales. La muchacha seguramente no concebía que detrás de aquello pudiese estar alguien que no fuese su hombre de negocios. Aliide se notó irritada otra vez. A la rusa le gustaba la ropa elegante y los hoteles lujosos, pero cuando llegaba la hora de pagar, entonces se echaba a lloriquear. En la vida, todo tiene un precio. La protección cuesta lo suyo. Sintió ganas de darle un bofetón. Si quería temblar de miedo, que lo hiciese a escondidas, donde nadie la viera.

– Por aquí hay muchos animales, jabalíes y eso. Si la verja queda abierta, a veces llegan hasta la casa.

La muchacha se volvió hacia Aliide con gesto de incredulidad.

– Pero… ¡si te he contado cómo es mi marido!

Otra piedra impactó contra la ventana, seguida de muchas más.

La joven abrió la puerta de la cocina y se dirigió sigilosamente a la entrada. Cuando pegó la oreja a la ranura de la puerta, algo golpeó la hoja y la hizo temblar. Dio un salto atrás y volvió a la cocina.

Había que centrar la atención de aquella chica en otra cosa. Cuando era más joven, Aliide tenía un montón de trucos para cada situación, pero ahora su cabeza se negaba a proporcionarle algo más que los jabalíes.

Se lavó las manos con parsimonia y después se puso a cambiar la leche del recipiente del kéfir. Intentaba actuar con naturalidad. Levantó el bote del suelo, abrió la tapa, vertió la leche con un colador y enjuagó el fermento, e intentó una vez más la explicación del jabalí, el perro y el gato vagabundos, aunque ella misma se daba cuenta de lo estúpida que sonaba. La muchacha no le hacía caso, se limitaba a susurrar que ahora tendría que irse, que su marido había encontrado lo que le pertenecía y había conseguido llevar su presa hasta la trampa. Aliide la vio encogerse igual que un perro viejo, apretaba los labios, se le ponía piel de gallina y cruzaba los pies como si tuviese frío. Vertió despacio la leche fresca en el fermento y le tendió un vaso.

– Esto hará que te sientas mejor, bebe, anda.

Ella miró el vaso fijamente, sin cogerlo. Una mosca se posó en él borde. El tic de su sien continuaba y los movimientos de las orejas en dirección a la ventana eran visibles en su cabeza rapada.

– Tengo que marcharme -dijo, y suspiró-, para que no te hagan daño.

Aliide se llevó lentamente el vaso a los labios y tomó un trago largo, aunque no fue capaz de apurarlo. Su garganta no respondía. Lo posó en la mesa de nuevo. Por el suelo, una araña avanzaba con sigilo y desapareció bajo el zócalo. Aliide estaba casi segura de que la muchacha se equivocaba, pero cómo iba a explicarle que los chavales de la aldea solían ir a armar jaleo en su jardín. Querría saber por qué, cómo y cuándo y sabía Dios qué más, y ella no tenía ninguna intención de explicarle nada a una desconocida, pues ni siquiera lo hacía con los conocidos.

Sin embargo, el pánico de la chica era tan palpable que Aliide de repente lo sintió en carne propia. Dios mío, su cuerpo recordaba aquella sensación, la recordaba tan bien que se sentía vulnerable en cuanto la descubría en los ojos de alguien. ¿Y si la joven tenía razón? ¿Y si de verdad existían razones para temer lo que temía, que su marido estuviese allí? La capacidad de Aliide de aterrorizarse era algo del pasado. La había dejado atrás, y los que tiraban piedras la traían sin cuidado. Pero ahora, con aquella desconocida en su cocina esparciendo su miedo desnudo por el mantel de hule, ya no era capaz de expulsarlo como debía, y dejó que se deslizase entre el empapelado y la cola vieja, en los huecos que habían quedado tras retirar las fotografías para esconderlas y más tarde destruirlas. El miedo se había instalado en su propia casa, como si siempre hubiera estado allí. Como si simplemente hubiera estado de visita en algún lugar y hubiese vuelto por la noche.

La muchacha se pasó la mano por la cabeza rapada, se ató de nuevo el pañuelo apretándolo bien fuerte, llenó la jarra con agua y se enjuagó la boca, la escupió en el cubo de agua sucia, echó un vistazo al cristal de la alacena, que reflejaba su imagen, y se encaminó hacia la puerta de entrada. Iba erguida y con la cabeza bien alta, como preparada para una batalla o desfilando con los Jóvenes Pioneros. El rabillo del ojo se le contraía en un tic; ahora estaba preparada. Abrió la puerta de un tirón y salió al porche.

El silencio se extendía alrededor como un manto oscuro. La noche se espesaba. Zara dio un par de pasos y se detuvo bajo la luz amarillenta de la lámpara exterior. Los grillos cantaban, los perros del vecino ladraban. Olía a otoño. Los blancos troncos de los abedules del jardín se revelaban en la oscuridad. La verja estaba cerrada, los serenos campos descansaban tras los ojos huecos de las cercas de alambre.

Inspiró tan hondo que sintió una punzada en los pulmones. Se había equivocado. Le fallaron las piernas por la sensación de alivio y se derrumbó sobre los escalones.