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Ni Paša, ni Lavrenti, ni el coche negro.

Levantó el rostro hacia el cielo. Aquélla tenía que ser la Osa Mayor. La misma que se veía en el cielo de Vladivostok, aunque ésta parecía distinta. Desde ese mismo jardín, su abuela había mirado la Osa Mayor de joven, y aquél era su aspecto. Había estado en el mismo sitio, delante de aquella misma casa, encima de las mismas piedras del jardín. Había tenido ante ella los mismos abedules y el viento en sus mejillas había sido el mismo que soplaba entre aquellos mismos manzanos. La abuela había estado sentada en la misma cocina donde se hallaba ella hacía un rato, había despertado en la misma habitación por las mañanas, bebido agua del mismo pozo, salido por la misma puerta. Sus pasos habían dejado huellas en la tierra de aquel jardín, desde él había ido hasta la aldea, y en aquella misma cuadra su vaca había dado cornadas a la misma viga. La hierba que cosquilleaba en los pies de Zara era la caricia de la mano de su abuela y el viento en los manzanos era su susurro, y se sentía como si estuviese mirando la Osa Mayor a través de los ojos de la anciana, y cuando dejó de mirar al cielo, le pareció que la joven figura de la mujer estaba en su interior y le ordenaba volver dentro en busca de una historia que no le habían contado.

Zara metió la mano en el bolsillo. La fotografía seguía allí.

En cuanto la muchacha salió, Aliide cerró de un portazo, echó el cerrojo a las puertas, se sentó en su sitio a la mesa de la cocina y entreabrió el cajón que el mantel de hule ocultaba, justo lo necesario para sacar de un tirón la pistola que guardaba allí, desde que Martin la había dejado viuda. Del jardín no llegaba ningún sonido. ¿Se habría marchado? Esperó un minuto, un par de minutos. Cinco. El reloj hacía tictac, el fuego crepitaba, las paredes crujían, la nevera zumbaba, y en el exterior el aire húmedo corroía la cubierta del tejado. Se oía un ratón rascar en algún sitio. Pasaron diez lentos minutos hasta que llamaron suavemente a la puerta. La voz de la muchacha le pidió que le abriese y añadió que allí no había nadie, sólo ella. Aliide no se movió. ¿Cómo iba a saber si decía la verdad? Tal vez aquel hombre estaba al acecho tras ella. Tal vez había conseguido de algún modo aclarar sus asuntos con la muchacha sin hacer ruido.

Se levantó, abrió la puerta de la despensa que daba al establo, cruzó por los bebederos y los compartimentos vacíos hasta el portón de dos hojas y entreabrió una con cuidado. En el jardín no había nadie. Empujó la puerta un poco más y divisó a la muchacha sola de pie en los escalones. Entonces volvió a la cocina y la dejó entrar. Una sensación de alivio inundó la estancia. La espalda de la joven seguía erguida y sus orejas ya no parecían tan alertas. Respiraba tranquila y pausadamente. ¿Por qué se había quedado tanto rato en el jardín si no había aparecido su marido? Repitió que fuera no había nadie. Aliide le sirvió una taza de achicoria recién preparada e inició una conversación sobre cómo conseguir té, intentando llevar la mente de la chica lo más lejos posible de las pedradas contra las ventanas. Hoy en día ya se podía encontrar té. Ella asintió con la cabeza. Hacía poco aún era muy difícil. La muchacha volvió a asentir. Aunque también se podía sustituir por infusión de frambuesa o de menta u otras hierbas, lo cierto era que los ingredientes para hacer infusiones sobraban en el campo. En pleno parloteo, Aliide se dio cuenta de que, de todas maneras, la joven volvería a preguntar sobre los gamberros. Y como ahora se había tranquilizado, no aceptaría las historias sobre jabalíes. ¿Desde cuándo funcionaba tan mal su cabeza como para ser incapaz de inventar algo verosímil acerca de los extraños ruidos en la ventana? El miedo ya no hacía presa en la anciana, pero todavía lo sentía igual que un soplo frío salido de las ranuras del suelo y que le subía por los pies. No temía a los gamberros y por eso no entendía por qué el terror que le había contagiado la muchacha no había desaparecido cuando ella había vuelto a entrar como flotando, arrastrando consigo aquel tranquilizador olor a hierba. De repente, se sintió capaz de percibir el movimiento de la luna en el firmamento. Sabía que eso era totalmente absurdo, así que aferró su taza y apretó los restos del asa tan fuerte que sus dedos empezaron a blanquearse, como huesos.

La joven bebía achicoria y miraba a la anciana de un modo un tanto diferente. Aliide se dio cuenta, aunque no miraba a la chica directamente y seguía quejándose de las consecuencias de la ley seca impuesta por Gorbachov y hacía memoria de cómo se preparaba una sustancia con efecto de droga metiendo varios sobres de té en un mismo vaso. Esa bebida también tenía un nombre, pero ya no lo recordaba; por lo visto, la usaban mucho en el ejército. También, con todo aquel ajetreo, se le había olvidado echar té fresco al té ácido. Quejándose en voz alta, fue a coger un tarro de cristal de antes de la era soviética donde guardaba su fermento de té, retiró la gasa de algodón de la boca, admiró el hongo pequeño que crecía al lado del grande y luego echó azúcar al té fresco para verterlo dentro del tarro.

– Con esto se mantiene la tensión a raya -explicó.

– Tibla -soltó la joven.

– ¿Qué? -Tibla.

– Ahora sí que no te entiendo, Zara. La joven le explicó que en la puerta de Aliide habían escrito tibla, «sucia rusa», y Magadan. La anciana se sorprendió.

– Travesuras de niños -le restó importancia, aunque la explicación no pareció convincente. Volvió a intentarlo y dijo que de joven lavaba la ropa dándole golpes con un palo y los chicos hacían lo mismo con las piedras. Lo llamaban el juego de los fantasmas, y se divertían mucho.

La muchacha pareció no hacerle caso, pero sin embargo le preguntó si era rusa.

– ¿Qué? ¡De eso nada!

Zara lo había considerado una deducción lógica, ya que en su puerta habían escrito esas dos palabras. ¿O acaso Aliide había estado en Siberia?

– ¡Qué va!

– Entonces, ¿por qué escriben Magadan en la puerta de tu casa?

– ¡Y yo qué sé! ¿Desde cuándo las cosas de chiquillos han tenido pies ni cabeza?

– ¿No tienes perro? Todo el mundo tiene uno.

Aliide había tenido uno, Hiisu, que había muerto. Estaba segura de que lo habían envenenado, igual que a las cinco gallinas, y después la sauna se había incendiado, pero no pensaba mencionarlo; tampoco iba a contarle cómo a veces aún oía las pisadas de Hiisu y el cacareo de las gallinas, cómo le era imposible recordar que en la casa ya no había nadie más a quien alimentar aparte de ella misma y las moscas. Nunca había vivido en una casa con el establo vacío. Y no podía acostumbrarse a ello. Quería volver a hablar de Paša, pero no lo consiguió, ya que la muchacha tenía muchas preguntas, además de que sentía curiosidad por si su hija estaba preocupada por ella, que vivía sola y sin perro en el campo.

– No le voy a llenar la cabeza con tonterías.

– Pero…

Aliide agarró con rapidez el cubo esmaltado y fue a buscar agua, dando golpes y haciendo chirriar el asa. Alzó la cabeza con gesto desafiante. Yendo a buscar agua quería demostrar que fuera no acechaba ninguna amenaza y que en la oscuridad nocturna no había ojo alguno que la espiase. Tampoco sentiría la mirada de nadie a su espalda en aquel jardín oscuro.

1991, oeste de Estonia

Después de las piedras vienen las canciones

La primera andanada de piedras impactó contra la ventana de Aliide en una límpida y clara noche de mayo. Los ladridos de Hiisu la habían despertado, pero ella había dado un perezoso empujón a su miedo, apartándolo como a una mosca coja. Se volvió y le dio la espalda al temor, la paja del colchón crujió, no se iba a molestar en levantarse por un par de piedras. Con la segunda andanada experimentó un sentimiento de superioridad. ¿De verdad pensaban meterle miedo con cuatro pedruscos? ¿A ella? Vale, de todas las personas la habían escogido a ella, pero una chiquillada así la hacía reír. Podían hacer gamberradas con armas más contundentes. Ella sólo se levantaría de la cama por la noche si los tanques entraban en el jardín arrollando la valla. Y si eso pasara, no sería cosa de esos gamberros, sino porque había estallado la guerra. Y eso sí que no lo deseaba, ya no, antes prefería morir. Sabía que mucha gente estaba preparada para la eventualidad y habían almacenado en sus casas todo lo posible: cerillas, sal, velas, pilas… Y en una de cada dos casas, las cocinas estaban llenas de pan seco. De ése sí tenía que preparar más, aparte de conseguir pilas, ya que sólo contaba con unas pocas para una emergencia. Si la guerra estallaba al fin y los rusos salían vencedores, cosa que pasaría sin duda, entonces no tendría ningún problema, la verdad. ¿Qué problema iba tener una vieja babushka roja? Pero aun así, ojalá no hubiese más guerra.