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Ahora, Aliide le dedicó una calurosa bienvenida y lo invitó a tomar achicoria. Hablaron un poco de todo. Después, él le contó que quizá lo llevasen a juicio.

El espanto de ella fue como un relámpago y Aliide se quedó como cegada por un instante.

– Se inventan toda clase de mentiras. Es posible que vengan a hacerte preguntas a ti también, Aliide.

Volli hablaba en serio. Todo aquello tendría que haber quedado en el pasado. ¿Por qué tenían que ir a molestar a la gente mayor?

– Todos nosotros nos limitamos a cumplir órdenes. Éramos buena gente. Y ahora de repente somos los malos, no lo entiendo. -Volli negó con la cabeza y empezó a criticar a Yeltsin y la ingratitud de los jóvenes hacia el país que ellos habían construido lo mejor que habían podido-. Ahora necesitas cartillas de racionamiento para comprar cualquier cosa, ¿acaso eso es bueno?

Aliide se negó a oír más lamentaciones. Tenía que hacer nuevos planes otra vez, aunque ya no tenía fuerzas para ello, ya no.

Volli se dispuso a marcharse. Ella lo miró de arriba abajo. Le temblaban las manos, había tenido que agarrar la taza de café con ambas para que no se le cayese y Aliide pudo ver el miedo en ellas, no en su expresión macilenta, no en su cara arrugada, pero sí en sus manos. Y quizá también tras la boca, en las comisuras, que Volli no paraba de limpiarse con el pañuelo, toqueteándoselas con dedos temblorosos y huesudos. Aliide se estremeció. El hombre estaba ahora débil y eso la irritaba tanto que tenía ganas de propinarle una patada, de pegarle bien, de darle un buen estacazo en la espalda y las costillas… o no, quizá mejor con una bolsa de arena, eso no le dejaría marcas. Con eso le machacaría los intestinos, y además se trataba de un instrumento de trabajo familiar para él, casi como una antigua novia. ¡Bésala ahora! Aquella visión le pasó por la cabeza: Volli tirado en el suelo, temblando, protegiéndose la cabeza, lloriqueando y pidiendo clemencia. ¡Qué escena más deliciosa! En sus pantalones se extendería una mancha húmeda y la bolsa de arena se alzaría una y otra vez y machacaría a conciencia su cuerpo asquerosamente frágil, teñiría de azul sus ojos llorosos, molería sus huesos porosos, pero lo mejor de todo sería aquella mancha en su pantalón y su llanto de animal a las puertas de la muerte.

Aquella visión tan impresionante la hizo suspirar. Volli asintió con la cabeza y también suspirando dijo:

– A esto hemos llegado.

Aliide prometió testificar a su favor en caso de que hubiese un juicio. Aunque por supuesto que no iría.

Cerró la verja mientras el hombre se alejaba en su bicicleta y le decía adiós con la mano.

Después de Volli vendrían otros, todos con los mismos problemas. De eso no cabía duda. La considerarían una aliada y querrían arrastrarla con ellos. Aliide casi se podía oír a sí misma haciendo declaraciones, hablando ante la prensa. Como ella siempre había sido buena oradora y como suele darse más crédito a las mujeres en esos casos, eso harían, y apelarían a la memoria de Martin, y al hecho de que también Aliide había colaborado en la construcción del país y de cómo ahora se estaba intentando mancillar su honor, arrastrándolo por el barro de un modo vergonzoso. Apelarían también a la memoria de los soldados y veteranos caídos. Sabe Dios a la memoria y al honor de quién más apelarían, y después vendrían los discursos sobre cómo la Unión Soviética no habría permitido que los héroes de la patria tuviesen que usar cartillas de racionamiento para comprar macarrones.

Aliide nunca iría a ninguna parte para pronunciar una sola palabra a favor de aquellos tiempos. No lo haría por mucho que la amenazaran.

Por lo demás, ya no era creíble que tuviesen mucho interés en remover las cosas, porque había mucha gente con las manos sucias a la que no le gustaría que se escarbase en el pasado. Además, uno siempre encontraría a alguien dispuesto a protegerlo en caso de que a los fanáticos les diese por causar disturbios. Antes los habrían llamado saboteadores y metido en la cárcel para que reflexionasen sobre su comportamiento. Jóvenes estúpidos, ¿qué pretendían conseguir removiendo el pasado? Nada. El que desentierra cosas viejas merece que se le clave una astilla en el ojo, aunque sería mejor una estaca.

Cuando Volli ya había desaparecido de la vista, Aliide se dirigió a la habitación y abrió el cajón del armario. Sacó los documentos y empezó a clasificarlos. Luego, el segundo cajón. Después, el tercero. Tras repasarlos todos, fue a la cómoda y abordó los cajones de la parte baja. Se acordó del cajón secreto de la mesa y también rebuscó en él. El mueble de la radio. La repisa de la estantería. Los bolsos que ya no usaba. El papel de pared hecho jirones por donde a veces había deslizado algo. Las oxidadas latas de caramelos. Las pilas de periódicos amarillentos llenos de moscas muertas. ¿Habría tenido Martin otros escondites?

Aliide se limpió las telarañas que se le habían pegado en el pelo. No apareció nada que la pudiese implicar, aunque todos los rincones rebosaban de toda clase de basura. Los documentos y diplomas del Partido fueron directamente a la cocina de leña, lo mismo que la medalla de pionera de Talvi. Y la pila de Abiks Agitaatorile, el periódico mensual que Martin siempre leía con ojos brillantes: «En 1960, en Inglaterra sólo había nueve médicos por cada 10.000 habitantes, en Estados Unidos doce, pero ¡en la Estonia Soviética había veintidós! ¡En la Georgia Soviética, treinta y dos! Antes de la guerra, en Albania no había guarderías, pero ahora, ¡hay trescientas! ¡Exigimos una existencia feliz para todos los niños del mundo! ¡Así de buenos son nuestros revolucionarios!»

El hecho de ver los volúmenes viejos y el nombre del EKP KK, Departamento de Agitación y Propaganda, impreso debajo de la cabecera del periódico, hizo que Aliide evocase la voz de Martin, temblorosa de excitación: «¡El socialismo aporta las mejores condiciones para el desarrollo de la ciencia, para el desarrollo de la agricultura, para el avance de la conquista del espacio!» Aliide negó con la cabeza, pero la voz de Martin proseguía. «¡El mundo capitalista no es capaz de aguantar el ritmo de nuestro nivel de vida, que está avanzando como una tempestad! ¡El mundo capitalista tropieza a nuestros pies y desaparece!» Y después venían cifras interminables: el aumento de la producción de acero en comparación con el año anterior, cuánto se había superado tal o cual previsión, cómo se había cumplido el plan anual en un mes. Adelante, siempre adelante, y más, siempre más adelante; triunfos más grandes, mayores beneficios, ¡triunfo, triunfo, triunfo! Martin nunca decía «tal vez». Nadie podía ponerlo en duda, porque en sus palabras nunca dejaba abierta alguna posibilidad. Simplemente decía la verdad.

Había tantos papeles que tirar que Aliide tuvo que esperar que se consumiesen los anteriores para poder echar más al fuego. Tocar aquellos documentos viejos la ensuciaba. Se lavaba las manos hasta los codos, pero se le volvían a manchar enseguida, en cuanto cogía el siguiente periódico. Los volúmenes interminables del Comunista de Estonia. Y después todos los libros que habían pedido: Experiencias sobre el trabajo ideológico en la región de Viljand, de K. Raave; Análisis sobre la eficacia de la cría productiva del ganado en el koljós, de R. Hagelberg, Preguntas sobre la educación comunista de la juventud, de Nadezda Krupskaja. Aquella montaña de optimismo del pasado crecía y crecía ante la cocina de leña. Podría haberlos quemado poco a poco y aprovecharlos para encender el fuego, pero le parecía importante desembarazarse de todo cuanto antes. Habría sido más razonable concentrarse en buscar algo que pudiesen usar contra ella misma, pues Martin siempre había sabido guardarse las espaldas. Así que seguramente algo habría. A pesar de eso, el montón de basura que se alzaba ante la cocina la irritaba demasiado.