Después de pasar un par de días rasgando y quemando libros, fue al establo de los caballos por una larga escalera que consiguió arrastrar hasta el otro extremo de la casa, aunque pesaba mucho. Hiisu salió disparado tras un avión militar que volaba bajo; no acababa de acostumbrarse a ellos, e intentaba cazarlos muchas veces al día, ladrando con fiereza. El perro desapareció tras el establo y Aliide levantó la escalera apoyándola con gran esfuerzo contra la pared de la casa. Hacía años que no subía a aquel altillo. Allí sí que abundaba aquella clase de basura, cada rincón estaba repleto de frases embarazosas y argumentos asfixiantes.
El olor a desván. Las telarañas se movían ligeramente a su paso, mientras notaba el regusto de una extraña nostalgia. Volvió a atarse el pañuelo bajo la barbilla y avanzó. Dejó la puerta abierta y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad al mismo tiempo que echaba un vistazo superficial a los montones de objetos. ¿Por dónde empezar? La parte del altillo que quedaba en el ala trasera de la casa estaba llena a rebosar de todo lo imaginable: ruecas, lanzaderas, hormas de zapatero, cestas viejas de patatas, una tejedora, bicicletas, juguetes, esquíes, bastones de esquiar, marcos de ventanas, una máquina de coser de pedal, una Singer que Martin había insistido en llevar allí a pesar de que Aliide quería tenerla en la habitación porque aún funcionaba bien. Las mujeres de la aldea se habían quedado sus Singers y si tenían que comprar una nueva siempre preferían un modelo de pedal, porque ¿qué ocurriría si volvían a quedarse sin electricidad? Martin no solía enfadarse ni discutir con su mujer sobre asuntos de economía doméstica, pero la Singer había desaparecido, sustituida por una Tsaika rusa eléctrica que trajo él. Entonces Aliide lo había dejado estar, porque probablemente lo que ocurría era que Martin odiaba las cosas de la época presoviética y quería dar ejemplo depositando su confianza en una máquina rusa. Pero la Singer había sido el único objeto de aquellos tiempos del que Martin se había querido librar. ¿Por qué la Singer, por qué sólo la máquina de coser? «Tómame, mis labios nunca han besado. / Tómame, soy virgen y pura, / tómame, tengo una máquina de coser Singer, / tómame, tengo una mesa de ping-pong.» ¿Quién cantaba esa canción? Allí seguro que nadie. En la cabeza de Aliide se mezclaban jóvenes voces que cantaban con los resoplidos de Martin de décadas atrás, cuando arrastraba la Singer escaleras arriba hasta el altillo. ¿Donde había oído Aliide esa canción? En Tallin, una vez que estaba de visita en casa de su prima. ¿A qué había ido? ¿Al dentista? Era la única explicación posible. Su prima la había llevado al centro y se habían cruzado con un grupo de estudiantes que cantaban «tómame, tengo una máquina de coser Singer». El grupo reía despreocupadamente. Tenían toda la vida por delante, el futuro les sonreía, las chicas, con faldas cortas y botas brillantes de caña alta. Sus pañuelos de chiffon se agitaban ligeramente sobre sus cabezas o alrededor de sus cuellos. Su prima había criticado benévolamente lo corto de sus faldas, pero también llevaba un pañuelo de aquel tipo en la cabeza. Decían que estaban de moda. La expresión de aquellos rostros jóvenes estaba preñada de posibilidades de futuro. El futuro de Aliide ya había quedado atrás. La canción había resonado en sus oídos durante días, o más bien semanas. Se había mezclado con la leche que caía a chorros en el cubo, con el barro que se pegaba a las suelas de sus chanclos de goma, con sus pasos al atravesar el campo del koljós, mientras contemplaba el entusiasmo con que Martin hablaba sobre la prosperidad de la comuna y el futuro, que había arrollado el corazón de Aliide con sus pesadas ruedas, con sus tuercas implacables, con músculos de estajanovista, sin tregua, sin que pudiese esquivarlo.
Aliide iluminó de nuevo con la linterna la máquina de coser. «La Singer está por encima de las demás.» Recordaba bien aquellos anuncios de la revista Taluperenaine («Ama de casa»), hacía ya muchos años. Bajo la tapa de la máquina que servía como mesa, apareció un cajón lleno de trastos inservibles: aceite de máquina de coser, brochas pequeñas, agujas rotas y trozos de cinta. Se arrodilló y examinó la mesa desde abajo. Los clavos de la parte inferior eran más pequeños que los de arriba. Puso la máquina patas arriba y después bajó la escalera con cuidado. Se dirigió a la cocina, cogió un hacha y subió de nuevo al altillo tambaleándose. El hacha acabó fácilmente con la Singer.
En medio del montón de escombros apareció una bolsa pequeña, la vieja tabaquera de Martin. Dentro había unas monedas de oro antiguas, y también dientes de oro. Un reloj de oro con el nombre «Theodor Kruus» grabado. Y el broche de Ingel, que había desaparecido aquella noche en el sótano del ayuntamiento.
Se sentó en el suelo.
Martin no había estado allí. Él no.
Aunque Aliide tenía la cabeza tapada y no había visto prácticamente nada, aún podía recordar cada voz, cada olor y la manera de andar de cada hombre en aquel sótano. Ninguno de ellos tenía relación con Martin. Y por eso lo había escogido a él.
Entonces, ¿cómo era posible que Martin guardase el broche de Ingel?
Al día siguiente, Aliide cogió la bicicleta y salió al camino que atravesaba el bosque. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, dejó la bicicleta a un lado del sendero, se dirigió al pantano y lanzó allí con fuerza la tabaquera, que describió una amplia parábola.
1992, oeste de Estonia
El coche de Paša está cada vez más cerca
Zara estaba limpiando las últimas frambuesas de la temporada, separaba los gusanos y los frutos ya totalmente comidos por éstos, los que conservaban una mitad intacta los partía en dos y dejaba caer la parte buena en una escudilla. De paso, intentaba pensar cómo preguntarle a Aliide acerca de las piedras que habían impactado contra la ventana, y sobre la palabra tibla escrita en su puerta. Al principio se había asustado, pensando que esa pintada se refería a ella, pero incluso a pesar de que no estaba muy lúcida, sabía que ni Paša ni Lavrenti harían tales jueguecitos. Iba dirigida a Aliide, mas ¿por qué iban a burlarse así de una anciana? ¿Cómo era posible que Aliide estuviese tan tranquila en semejante situación? La mujer trasteaba junto a la cocina de leña como si nada hubiese pasado, incluso tarareaba y de vez en cuando asentía con la cabeza hacia la escudilla de las frambuesas, supervisando su trabajo. En un abrir y cerrar de ojos, la joven tuvo en sus manos un cuenco de espuma extraída de la cacerola donde hervía la confitura. Según la anciana, Talvi siempre le pedía probarlo la primera. Empezó a beberse el cuenco obedientemente. La dulzura de la espuma le provocó un dolor punzante en los dientes. Los gusanos se movían en la fuente de los frutos de desecho, y las flores esmaltadas de la fuente parecían cobrar vida. Aliide estaba demasiado tranquila, sentada en una banqueta al lado de la cocina para vigilar los pucheros, con el bastón apoyado contra la pared y, sobre el regazo, el matamoscas, con el que asestaba un golpe de vez en cuando a algún que otro insecto. Sus chanclos de goma brillaban, aunque la cocina se hallaba en penumbra. El olor dulzón de las cacerolas se mezclaba con el del apio colgado a secar y con el desagradable sudor provocado por el calor de la cocina. Eso mareaba a Zara. El pañuelo, medio caído sobre su nuca, olía a Aliide. Le costaba respirar. No dejaban de ocurrírsele nuevas preguntas, aunque aún no había recibido respuesta a las primeras. ¿Por qué Aliide Truu vivía en aquella casa? ¿Qué significaban las pedradas contra las ventanas? ¿Llegaría Talvi antes que Paša? Zara se movía impaciente. Tenía el paladar pegajoso. La anciana apenas había pronunciado palabra después de haberle explicado la razón por la que habían pintado su puerta y tirado piedras. Era una situación incómoda. ¿Cómo conseguir que volviera a parlotear? Se había indignado bastante por la subida de los precios, a lo mejor debía preguntarle sobre eso. ¿Sería un tema lo bastante seguro? ¿Cuánto costarían hoy en día los huevos o los huesos para preparar una sopa? ¿Y el azúcar? Aliide había murmurado que probablemente habría que empezar a cultivar remolacha dulce otra vez, así estaban los tiempos. Pero ¿qué sabía Zara sobre aquello? Durante el último año, había olvidado todo lo relacionado con la vida normal, cómo se conocía gente, cómo conversar, y no lograba encontrar una manera sutil de acabar con aquel silencio. Aparte de eso, el tiempo se acababa y la imperturbabilidad de Aliide la asustaba. ¿Y si estaba loca? Seguramente las piedras y las pintadas no significaran nada para los propósitos de Zara, seguramente debería limitarse a actuar con rapidez y decisión. Las semillas de frambuesa que se le habían colado entre los dientes se le clavaban en las encías. Notaba el sabor a sangre. El reloj seguía con su tictac metálico, el fuego consumía un madero tras otro, quedaban menos frambuesas en las cestas, Aliide seguía quitando la espuma y los gusanos salían a la superficie con una precisión y exactitud fanáticas, mientras Paša se acercaba. A cada instante Paša estaba más cerca. El coche de Paša no se estropearía, el coche de Paša no se quedaría sin gasolina, el coche de Paša no sería objeto de un robo, Paša no sufriría ninguno de los percances que pueden retrasar el viaje de un mortal normal y corriente, porque los problemas de la gente normal y corriente no le afectaban y porque siempre se salía con la suya. No se podía contar con que tuviese mala suerte. Jamás la tenía. Tenía suerte, y dinero, y eso era buena suerte. Paša se acercaba sin tregua.