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En la casa no había nada que hubiese llamado la atención de Zara, nada que hubiese podido aprovechar; ni viejas fotografías, ni libros con dedicatorias. Tenía que inventarse algo diferente.

La fotografía esperaba en su bolsillo.

Cuando Aliide fue a la despensa a buscar las tapas para los tarros, decidió actuar.

1991, Berlín

La fotografía que Zara recibió de su abuela

En la fotografía aparecían dos jóvenes de pie y juntas mirando la cámara, pero sin atreverse a sonreír. Los vestidos les caían hasta las caderas ligeramente torcidos. Una de ellas llevaba el dobladillo del lado derecho levantado; quizá estaba arrugado por detrás. La otra tenía mejor porte, bastante pecho y poca cintura. Adelantaba una pierna para destacar su forma delicada y grácil, enfundada en una media negra. En la pechera del vestido había una insignia, un trébol de cuatro hojas. No se distinguía bien, pero Zara sabía que era la insignia de las Juventudes Campesinas porque su abuela se lo había contado. Y ahora, al mirar la instantánea, veía algo que hasta entonces no había comprendido: en la cara de las muchachas había una gran inocencia que resplandecía en la redondez de sus mejillas de un modo que la hacía avergonzarse. Quizá no se había dado cuenta antes porque ella misma había tenido la misma expresión, la misma inocencia, pero ahora, una vez que la había perdido, podía reconocerla en las muchachas de la foto. Una expresión previa a la experiencia de la realidad. Una expresión de una época en que el futuro todavía existía y todo era posible.

Su abuela le había dado la fotografía antes de que su nieta se marchara a Alemania, por si le pasaba algo. A los viejos siempre podía pasarles algo, y en ese caso seguro que tirarían la fotografía antes de que Zara tuviese tiempo de volver. La muchacha no había querido que su abuela le hablase de esa manera, pero la anciana había insistido. La madre de la joven opinaba que todo lo viejo era basura y no guardaría una vieja fotografía. Zara había asentido con la cabeza, ya que conocía esa faceta materna, y había conservado la foto, incluso cuando le era prácticamente imposible, y seguiría conservándola en el futuro, aunque el resto de sus pertenencias ya no existiera y cada prenda que llevara encima fuera propiedad de Paša; conservaría esa fotografía aunque en su cuerpo ya no hubiese nada que fuese suyo de verdad, aunque todas las funciones de su cuerpo dependieran del permiso de Paša, aunque sólo pudiera ir al baño si él se lo permitía y aunque no le dieran compresas para la regla, ni siquiera algodón, nada, porque Paša decía que sólo faltaba eso, con lo cara que le estaba saliendo.

Además de la fotografía, la abuela le había dado una tarjeta en cuyo reverso aparecía la dirección del lugar donde había nacido, el nombre de la aldea y el de la casa. La casa de Tammi, por si Zara pasaba por Estonia por casualidad durante su largo viaje por el mundo. La idea la había sorprendido, pero para su abuela todo estaba muy claro.

– ¡Alemania queda justo al lado de Estonia! Así que puedes pasar por allí, ya que ahora te resultará muy fácil.

Los ojos de la anciana habían brillado cuando Zara le contó de sus planes de trabajar en Alemania. Su madre no había mostrado ningún entusiasmo, del mismo modo que no se entusiasmaba por nada, aunque dichos planes le habían gustado aún menos, pues pensaba que Occidente era un lugar peligroso. El sueldo alto no la había hecho cambiar de opinión. Las argumentaciones económicas de Zara tampoco habían interesado a su abuela, pero sin embargo esta había insistido en que usase el dinero que iba a ganar para visitar Estonia.

– Zara, recuerda que no eres rusa, eres estonia. ¡Y me comprarás unas semillas en el mercado y me las mandarás! ¡Quiero tener flores estonias en la repisa de mi ventana!

En el reverso de la fotografía se leía: «Para Aliide, de tu hermana.» En la tarjeta, la abuela había escrito también el nombre «Aliide Truu». Hasta entonces, nadie le había hablado a Zara sobre Aliide Truu.

– Abuela, ¿quién es?

– Mi hermana. Mi hermana pequeña. O lo era. Puede que ya esté muerta. Podrías ir y preguntar por ella. Casi seguro que alguien la conoce.

– Abuela, ¿por qué nunca me habías contado que tenías una hermana?

– Aliide se casó y se fue pronto de casa. Y después estalló la guerra. Y nosotras nos mudamos aquí. Pero tienes que ir a conocer la casa. Luego, cuando vuelvas, me contarás quién vive allí y cómo es aquello ahora. Yo ya te he contado cómo era por aquel entonces.

El día de su partida, su madre la acompañó a la puerta. Zara dejó la maleta en el suelo y le preguntó por qué nunca le había contado nada sobre su tía.

– Yo no tengo ninguna tía -respondió su madre.

1992, oeste de Estonia

Las historias de ladrones sólo interesan a otros ladrones

Cuando Aliide fue a la despensa, Zara se sacó la fotografía del bolsillo y se quedó a la espera. La anciana tendría que reaccionar de alguna manera, decir algo, contarle algo, lo que fuese. Algo pasaría cuando viese la foto. Su corazón palpitaba. Pero cuando Aliide volvió a la cocina y Zara le mostró la instantánea, murmurando que se había deslizado entre la alacena y la pared, quizá por una grieta en el empapelado, nada en la expresión de la mujer reveló que conociese a las chicas de la foto.

– ¿Qué es?

– Aquí pone: «Para Aliide, de tu hermana.» -Yo no tengo hermanas.

Y subió el volumen de la radio. Estaban terminando de leer la carta abierta de un comunista decepcionado, y pasarían a hablar de otros asuntos.

– Dámela. Trae aquí.

Su tono autoritario hizo que Zara le tendiese la fotografía, que la anciana le arrebató con rapidez.

– ¿Cómo se llama? -preguntó la joven.