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Aliide subió aún más el volumen.

– ¿Cómo se llama? -repitió.

– ¿Quién?

«Si no tenemos leche ni caramelos que dar a nuestros hijos, ¿cómo podrán crecer y llegar a ser personas sanas? ¿Les enseñamos a comer sólo ensalada de ortiga y diente de león? Pido de todo corazón que en nuestro país…» -Por aquel entonces, a esa clase de mujeres las llamaban enemigas del pueblo.

«… haya bastante pan y algo más aparte del…» -¿Tu hermana?

– ¿Qué? Fue una ladrona y una traidora.

Zara bajó el volumen de la radio.

Aliide no la miró. Su respiración traslucía la indignación que sentía. Las orejas se le habían puesto rojas.

– Entonces, era una mala persona. ¿Cómo de mala? ¿Qué hizo?

– Robó grano del koljós y la detuvieron.

– ¿Robó grano?

– Se comportó como un usurero. Le robó al pueblo.

– ¿Por qué no robó algo de mayor valor?

Aliide volvió a subir la radio.

– ¿No se lo preguntaste?

– ¿El qué?

«…durante siglos, nuestros genes fueron orientados hacia la esclavitud, que reconoce sólo la fuerza bruta y el dinero, y por eso no debemos extrañarnos…»

– Por qué robó grano.

– ¿Acaso vosotros allá en Vladivostok no sabéis con qué se hace el vodka?

– A mí me parece más bien que simplemente estaba hambrienta.

Aliide puso la radio a todo volumen.

«… por la paz de nuestro pueblo, deberíamos pedir protección a una gran nación, por ejemplo a Alemania. Sólo una dictadura podría acabar con el caciquismo que estamos sufriendo hoy día en Estonia y así sanear la economía…»

– Así pues, tú nunca pasaste hambre, porque no robaste grano.

Aliide escuchaba la radio y, tarareando, cogió con gesto brusco unos ajos para pelarlos. Las pieles empezaron a caer sobre la fotografía. Debajo de ésta había una revista, Nelli Teataja («Nelli Informadora»). Su anagrama, la silueta negra de una mujer mayor impresa en la portada, quedó a la vista. Zara desenchufó la radio de la pared. El zumbido de la nevera devoraba el silencio, los dientes de ajo repiqueteaban al caer en el cuenco, el enchufe estaba caliente en la mano de Zara.

– Hija, ¿no sería hora de que te tranquilizaras y te sentases?

– ¿De dónde robó?

– Del campo, el que se ve desde esta ventana. ¿A qué viene tanto interés por lo que hacen los ladrones?

– Pero si ese campo pertenece a esta casa…

– No; era del koljós.

– Pero antes…

– Era una casa de fascistas.

– ¿Y tú eres una fascista?

– Yo era una buena comunista. ¿Por qué no te sientas? En mi casa los invitados se sientan cuando se lo piden, o si no, se van.

– Ya que no eres una fascista, ¿cuándo te mudaste aquí?

– Yo nací aquí. Vuelve a encender la radio.

– No entiendo nada. Entonces tu hermana robó en su propio campo.

– ¡En los campos del koljós! Vuelve a encender la radio, muchacha, ¿me oyes? Por aquí los invitados no se portan como si fuesen los dueños de la casa. Quizá donde tú vives son las únicas costumbres que conocéis.

– Lo siento. No quería ofender. Es que me interesa la historia de tu hermana. ¿Qué le pasó?

– Se la llevaron. ¿Por qué te interesa una historia de ladrones? Las historias de ladrones sólo interesan a otros ladrones.

– ¿Adónde se la llevaron?

– A donde solían llevarse a los enemigos del pueblo.

– ¿Y después qué pasó?

La anciana se levantó, le dio unos empujones a Zara con el bastón para que se apartase y enchufó la radio otra vez.

«… El espíritu del esclavo, sin embargo, echa de menos un azote, y de vez en cuando también un dulce…»

– ¿Y después qué pasó?

La fotografía quedó cubierta de pieles de ajo. La radio estaba tan alta que vibraba.

– ¿Y cómo es que sigues aquí aunque se llevaron a tu hermana? ¿No desconfiaban de ti?

Aliide parecía no oír y sin embargo gritó:

– ¡Echa mas leña a la cocina!

– ¿O acaso tenías buenos antecedentes? ¿Eras un miembro destacado del Partido?

Las pieles de ajo se iban acercando al borde de la mesa y algunas cayeron revoloteando al suelo. Aliide se levantó y empezó a echar leña al fuego ella misma. Zara bajó el volumen de la radio y se quedó de pie delante de la anciana.

– ¿Tan buena camarada eras, entonces, Aliide?

– Sí, y también lo fue mi marido, Martin. Era un dirigente del Partido. Procedía de una vieja familia comunista de Estonia, no de esos especuladores que vinieron más tarde. Incluso recibimos medallas y diplomas honoríficos.

Todos aquellos gritos por encima de las voces de la radio la habían hecho jadear, así que Zara se llevó una mano al pecho para calmarse, se abrió unos botones de la bata y ya no reconoció a la mujer que estaba ante ella. Ya no era la misma que hacía un momento parloteaba con jovialidad.

Aquella mujer era fría y calculadora, y no soltaría ninguna información.

– Creo que deberías ir a dormir. Mañana tenemos que pensar en qué vamos a hacer con tu marido, siempre que todavía te acuerdes de ese problema.

Bajo la manta, en la habitación, Zara respiraba con dificultad. Aliide había reconocido a la abuela.

La abuela no era una ladrona ni una fascista. ¿O sí?

Desde la cocina le llegaban los golpes del matamoscas.

SEGUNDA PARTE

Siete millones de años

oyendo los discursos del Führer, los mismos

siete millones de años

viendo florecer el manzano.

Paul-Eerik Rummo

Junio de 1949

¡Por una Estonia libre!

Aquí tengo la taza de Ingel. Me hubiera gustado tener también su almohada, pero Liide no me la dio. Ha intentado seducirme otra vez, trata de peinarse como Ingel. A lo mejor sólo quiere que me alegre un poco, pero no me alegra en absoluto. Está igual de fea. Pero no puedo decirle nada, ya que incluso me prepara la comida. Y si se enfada, no me deja salir de aquí. Aunque no se enfade abiertamente, simplemente no me deja salir y tampoco me trae comida. La última vez pasé dos días sin comer. Supongo que se puso nerviosa porque le pedí el camisón de Ingel. Ya no queda pan.

Cuando me deja salir, intento hacerle la pelota, hablo de cosas agradables y la hago reír un poco, alabo sus comidas, eso le gusta. La semana pasada preparó un bizcocho de seis huevos. No le pregunté por qué había gastado semejante cantidad de huevos, pero ella quiso saber si el bizcocho era mejor que los que hacía Ingel. No contesté. Ahora intento inventar algo agradable que decirle.

Estoy aquí acostado con la Walther y un cuchillo a mi lado. Me pregunto por qué tardarán tanto los ingleses.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1936-1939, oeste de Estonia

Aliide se come una flor de lila de cinco pétalos y se enamora

Los domingos, después de misa Aliide e Ingel solían dar una vuelta por el cementerio para ver a algún conocido o intercambiar miradas con los chicos, y para coquetear tanto como lo permitía la decencia. En la iglesia, se sentaban al lado del sepulcro de la princesa Augusta de Koluveri y trazaban pequeños círculos con los pies, impacientes por ir al cementerio a exhibirse, a mostrar sus tobillos cubiertos con preciosas medias de seda negra de última moda, a pasear graciosamente luciendo sus mejores galas, guapas y preparadas para guiñarles un ojo a los pretendientes apropiados. Ingel se había trenzado el pelo y se había hecho una corona con las trenzas sobre la cabeza. Aliide, como era más joven, se dejaba la trenza suelta a la espalda. Aquella mañana había dicho que iba a cortarse el pelo. Adujo que las chicas de ciudad lucían elegantes rizos hechos con rulos eléctricos y que por dos coronas se podían conseguir unos iguales, pero Ingel, horrorizada, le advirtió que delante de su madre no se podía hablar de esas cosas.