A Aliide le dolía muchísimo la cabeza. Sospechó que podía tener un tumor. El dolor a veces le nublaba la vista y sólo oía zumbidos. Mientras Hans e Ingel seguían con sus arrumacos, ella cuidaba de Linda, a quien pellizcaba en secreto, a veces incluso la pinchaba con una aguja, pues su llanto le provocaba un placer inconfesable.
La cosecha de remolacha trajo abundantes tubérculos blancos y maduros, y los alemanes se quedaron. La cocina se llenó de cestas de remolacha e Ingel hacía sus tareas de ama de casa con renovadas energías. Ocupó con naturalidad el espacio dejado por la vieja matrona e incluso la superó. Las cosas marchaban estupendamente, Ingel lo sabía todo sin siquiera preguntar y le daba consejos a Aliide, quien limpiaba obedientemente las remolachas mientras su hermana las rallaba. Aliide no llegaría a hacer ese trabajo hasta más adelante, porque primero Ingel tenía que descubrir cuál era el mejor método para desmenuzarlas. Probó una vez con un molinillo de carne, pero volvió al rallador y encargó a su hermana que, además de limpiar las remolachas, tuviese cuidado de que las cacerolas de sirope que estaban a fuego lento no empezaran a hervir. A veces, mientras Ingel realizaba otras tareas, alargaba el cuello para espiar la cocina de leña, ya que no se fiaba de la habilidad de Aliide para preparar el sirope. Seguro que dejaba que la temperatura subiese demasiado y el sirope cogiese un gusto amargo, y al ofrecérselo a las visitas, éstas pensarían que había sido ella la tonta que lo había dejado hervir demasiado, «¡nunca a más de ochenta grados!». La nariz de Ingel no paraba de olisquear por si de la cocina salía un olor demasiado intenso, y si ocurría le gritaba a su hermana que lo corrigiese. Aliide no notaba en el olor ninguna diferencia de intensidad, pero claro, ella no era Ingel. ¿Cómo podría haberlo distinguido? Además, la propia dulzura que destilaba Ingel hacía que las fosas nasales quedaran impregnadas de su fragancia. Ella sólo era capaz de oler la saliva de Hans en los labios de su hermana, lo que hacía que sus propios labios agrietados latiesen de dolor.
Aliide seguía lavando las remolachas un día tras otro, les arrancaba las pequeñas raíces y quitaba los puntos negros. Ingel le dijo que ella misma se encargaría de rallarlas y revoloteaba por la cocina dándole órdenes, bien para que vigilase la remolacha rallada que estaba a remojo, bien para que le cambiase el agua, bien para que fuese por más al pozo. «¡Media hora, ya ha pasado media hora! ¡Hay que verter el agua sobre las rodajas nuevas!» En algún momento, Ingel se aburrió de rallar remolachas y empezó a cortarlas en rodajas finas. «¡Ya ha pasado media hora! ¡Vierte ya el agua limpia!» Aliide limpiaba, Ingel picaba, y de vez en cuando la primera colaba el líquido bajo la estricta mirada de la segunda; al mismo tiempo, esperaban a que sus padres volviesen a casa. Escurrían las remolachas y dejaban que el agua del sirope se evaporase a fuego lento, sin dejar de esperar. «¡Quita esa espuma de la superficie! ¡Quítala, que si no va a estropearse!» La hilera de tarros de sirope se alargaba sin cesar y ellas seguían esperando. De vez en cuando, Ingel derramaba una lagrimita en el cuello de la camisa de su marido.
Toda la aldea esperaba noticias de Narva. ¿Cuándo volverían a casa los hombres? Ingel preparaba sopa de zanahoria y remolacha dulce, Hans se relamía de gusto comentando lo bien que sabía y su mujer seguía atareada con el guiso de macarrones y remolacha, con el jugo de remolacha, y seguían esperando. Hans se daba auténticos festines de torta de remolacha, asentía aprobadoramente ante los bollos de remolacha, mientras con las cortezas de las castañas hacía flores y pájaros para Linda. El ambiente tan azucarado de la cocina le provocaba náuseas a Aliide. Envidiaba a las mujeres de la aldea que tenían un hombre a quien esperar, alguien por quien aprender a preparar bollos de remolacha dulce, pero ella, una chica adulta, sólo podía esperar a sus padres. Habría querido esperar a que Hans se reuniese con ella desde algún lugar lejano, no desde el otro lado de la mesa, pero intentaba ahuyentar ese pensamiento porque era vergonzoso, ingrato. Las mujeres de la aldea suspiraban diciendo que ojalá ellas tuviesen tanta suerte; tenía un hombre en la casa e Ingel era la más feliz de las mujeres, ante lo que a Aliide no le quedaba más que asentir apretando sus resecos labios.
Ingel no paraba de inventar recetas, incluso una para hacer bombones de remolacha dulce, con leche, sirope de remolacha, mantequilla y nueces. Apartó a Aliide de los fogones, ya que darle el punto exacto de cocción a la leche con el sirope era un trabajo difícil, y después había que mezclar las nueces con la mantequilla y darle otra cocción. Le permitió sentarse a la mesa y cuidar de Linda y de la bandeja donde vertía la mezcla. Tenía que observar con atención, aseguraba Ingel, pues le preocupaba cómo se las arreglaría Aliide más adelante, cuando tuviese su propia familia y sus propias remolachas, si ahora no practicaba. También podía aprender mejor cómo cuidar de un niño. Aliide estuvo a punto de preguntarle a qué familia se refería, pero calló y le dio la impresión de que Ingel temía que su hermana menor se quedase toda la vida holgazaneando por la casa. Ingel había empezado a dejar el periódico a la vista de Aliide, siempre abierto como por casualidad por la página de contactos. Pero ella no quería a un señor que buscase una dama menor de veinte años y tampoco a uno a quien le gustasen las señoritas no muy delgadas. No quería a nadie más que a Hans.