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Ante la puerta de Maria Kreeli ya hacía tiempo que se formaban colas, pues las mujeres iban a preguntarle por sus maridos desaparecidos al otro lado de la frontera. Al final, la vieja tuvo que echar el pestillo y ya no recibía ni siquiera a Aliide, aunque ésta había sido su proveedora de miel durante años. Un día apareció en la aldea un gitano que leía el futuro en las cartas y la gente que se amontonaba delante de la casa de la vieja Kreeli acudió a él. Ingel y Aliide lo visitaron una vez y les predijo que sus padres ya estaban camino de vuelta. Hans se burló de ellas cuando volvieron entusiasmadas por la buena nueva y dijo que se fiaba más de las promesas de los alemanes que de las cartas de los gitanos. Los alemanes habían jurado que conseguirían traer de vuelta a cuantos habían sido conducidos al otro lado de la frontera. Ingel se puso a examinar su libreta de recetas, avergonzada, y Aliide no quiso contrariarlo diciéndole que creía más en las predicciones de los gitanos.

– He invitado a algunos alemanes a jugar a las cartas esta noche. Ingel puede ofrecerles sus deliciosos bombones y a cambio podréis refrescar vuestros conocimientos de alemán. ¿Qué os parece?

Aliide se sorprendió. Hans jamás había invitado a casa a ningún alemán. ¿Tan desesperada estaba su hermana por encontrarle marido? Si ni siquiera le gustaban los alemanes.

– Echan mucho de menos sus hogares y necesitan compañía. Son hombres jóvenes -explicó Hans a Aliide.

Ésta miró a Ingel, que sonrió.

Jugaron a las cartas hasta muy tarde. Los alemanes habían colgado sus armas nada más llegar. Ingel sonrió en agradecimiento y les ofreció bollos de remolacha y compota de bayas de serbal con remolacha. Los alemanes cantaban canciones de su país y hacían reír a Aliide, aunque ella no conseguía entenderlas del todo. El lenguaje de gestos y la mímica ayudaban, y aquellos hombres se sintieron entusiasmados incluso por los escasos conocimientos de alemán de las hermanas. Ingel se había retirado en plenos cánticos para lavar el centeno; Aliide oía verter la leche sobre los granos. «¿Recuerdas que siempre tiene que ser leche desnatada?» Ingel le había enseñado los trucos para preparar sucedáneo de café. El recipiente entró con estrépito en el horno, donde aún flotaba el olor a pan recién cocido, y Aliide hubiese preferido estar ayudando a su hermana en la cocina que sentada a la mesa con aquellos soldados, aunque eran unos muchachos divertidos. Acudieron de nuevo la tarde siguiente. Y una tercera. Aliide se sentía molesta, Ingel entusiasmada. Aliide no quería a nadie más que a Hans, pero su hermana exigió que esta vez fuese ella quien preparase el café.

– Primero echas la remolacha dulce muy, pero que muy picada, en el agua hirviendo. La cueces de veinte a treinta minutos, después la pasas por el colador y añades la achicoria y la leche. ¿Te acordarás? Así no tendré que aconsejarte en presencia de nuestros invitados. Demuéstrales que eres una buena ama de casa.

Durante su quinta visita, los soldados anunciaron que los trasladaban a Tallin. Aliide se sintió aliviada, pero Ingel frunció el cejo. Hans las consoló diciendo que seguramente vendrían más alemanes. Y sus padres también volverían. Todo iría bien. Antes de despedirse, uno de los soldados le dio su dirección a Aliide y pidió que le escribiese. Ella se lo prometió, aunque sabía que nunca lo haría. Notó el intercambio de miradas entre Ingel y Hans a su espalda.

Ni su padre ni su madre volvieron.

Hans le talló a Ingel unos bonitos zuecos, les puso unos lazos y anunció que iba a seguir a las tropas alemanas.

Las veladas de las hermanas se volvieron interminables. Una noche, desapareció de la aldea Joffe, el hijo de Armi, junto con sus hijos, su mujer y sus suegros. Corría el rumor de que se habían marchado a la Unión Soviética buscando refugio. Eran judíos.

1944, oeste de Estonia

Primero se hacen las cortinas

Los rusos ya se habían vuelto a desplegar por todo país cuando una noche Hans llamó a la ventana de la habitación de atrás. Aliide agarró un hacha, Ingel empezó a rezar en voz baja el padrenuestro y Linda se escondió bajo la cama. Pero pronto comprendieron. Dos toques largos, dos cortos. Hans había vuelto.

Mientras Ingel lloriqueaba de alegría, Aliide meditó sobre dónde podrían esconderlo. Les contó entre susurros que había escapado de las filas alemanas y cruzado el Báltico haciéndose pasar por finlandés. Sin dejar de llorar, Ingel le decía que al menos podía haber intentado mandar alguna carta, pero Aliide se alegraba de que no lo hubiese hecho. Cuanta menos información hubiese en papel sobre los movimientos de Hans, mejor. Debían olvidar la escapada de su cuñado al ejército, eso nunca había pasado, a ver si Ingel también lo entendía. ¿Volvería el trastero detrás de la cocina a utilizarse otra vez como escondite? Hans ya había estado allí antes, aquella vez que habían llegado los rusos. Era un buen sitio, sin ventanas, y allí lo escondieron. Pero ya después de la primera noche, su intranquilidad empezó a aumentar y se puso a preguntar sobre los movimientos de los partisanos, los Hermanos del Bosque. La inactividad hería su autoestima masculina y al menos quería participar en las tareas domésticas. Era tiempo de siega, por los campos había otros hombres disfrazados con faldas, pero Ingel no se atrevía a permitírselo. Nadie tenía que enterarse de su regreso, cosa que le dejaron bien clara también a Linda.

Un par de días después apareció Aino, la vecina, que había enviudado recientemente y estaba embarazada. Tras atravesar el campo a todo correr sujetándose el vientre, se detuvo exhausta delante de Ingel y contó que los chicos de Berg estaban camino de su casa, ya habían pasado por la suya desfilando con aire marcial, y el más joven enarbolaba la bandera azul, negra y blanca de la República estonia. Ingel y Aliide dejaron la siega de inmediato y se apresuraron hacia su hogar. Los chicos de Berg esperaban ante la puerta fumando pitillos de liar. Saludaron a las mujeres.

– ¿Habéis visto a Hans?

– ¿Y por qué lo preguntáis? No ha pasado por casa desde que se fue.

– Pero volverá, tarde o temprano.

– De eso no sabemos nada.

Los chicos de Berg dejaron un aviso de su parte. Dijeron que estaban reuniendo tropas y buscando a los mejores para que se uniesen a ellos. Ingel les dio pan y un cántaro de tres litros de leche y prometió transmitir el mensaje. Sin embargo, cuando desaparecieron tras los sauces blancos, Ingel murmuró que no se lo contaría a Hans. ¡Seguro que saldría corriendo tras ellos! Aliide pasó por alto los balbuceos de Ingel y aseguró que dentro de nada oirían por allí la ruidosa motocicleta de la Checa, la policía secreta, porque era difícil imaginarse un hecho más llamativo que una marcha de los chicos de Berg. ¿Lo comprendía Ingel?

Pusieron manos a la obra. Cuando el reloj anunció la siguiente hora, Hans ya había desaparecido en el lindero del bosque. Lipsi empezó a ladrar delante de la casa y la motocicleta se dejó oír. Las hermanas se miraron. Habían conseguido hacer desaparecer a Hans en el último momento, pero si se quedaban sentadas a la mesa de la cocina en horas de siega levantarían sospechas, pues parecería que había pasado algo y que simplemente estaban esperando a que las fusilasen. Así que vuelta a la faena. Desde la despensa al establo de las vacas, y del establo de las vacas al de los caballos, y desde éste hasta el prado a través de un susurrante sembrado de tabaco, justo cuando la moto con sidecar derrapaba delante de la casa.