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Aquella noche, Hans tomó un baño y comió copiosamente. Ingel le preparó la mochila y a Linda le dijeron que su padre tenía que irse otra vez, pero que volvería pronto. Muy pronto. La niña empezó a llorar y Hans la consoló. Ahora tenía que ser una chica muy valiente, para que él pudiese estar muy orgulloso de su hija estonia.

Las tres lo acompañaron hasta la puerta del establo de las vacas y se quedaron mirando cómo desaparecía en el lindero del bosque. A la noche siguiente, Hans volvió y tomó posesión del cuartucho.

En un par de días, se extendió por la aldea la noticia del horrible fin de Hans Pekk en un sendero del bosque.

1946, oeste de Estonia

¿Está usted segura, camarada Aliide?

Cuando se llevaron a Ingel y Aliide por primera vez al ayuntamiento para interrogarlas, el hombre que las recibió les pidió perdón por si sus subalternos se habían portado de una manera irrespetuosa al acompañarlas hasta allí.

– Mis camaradas no saben comportarse.

Condujeron a cada hermana a una habitación. El hombre le abrió la puerta a Aliide, le ofreció una silla y le pidió que se sentase.

– Primero debo verificar algunas cosas en mis documentos. Después empezaremos -dijo, y empezó a hojear los papeles.

Se oía el tictac de un reloj y por el pasillo caminaban unos hombres. Aliide percibía sus pasos decididos en la planta de los pies. El suelo vibraba. Se concentró en mirar fijamente los marcos de las puertas. Le parecía que se movían. Las grietas de las baldosas del suelo oscilaban como patas de araña. Las manecillas del reloj engulleron una nueva hora y el hombre seguía hojeando los papeles, sin inmutarse. Empezó la hora siguiente. El hombre echó un vistazo a Aliide sonriendo con amabilidad. Después se levantó, dijo que lo lamentaba pero que tenía que atender otro asunto, aunque volvería lo antes posible. Desapareció por el pasillo. Empezó la tercera hora. Y la cuarta. Aliide se levantó de la silla y fue hasta la puerta. La abrió. Al otro lado había un hombre de pie, así que cerró y volvió a la silla. Linda estaba jugando en casa de Aino cuando habían llegado aquellos hombres. ¿Se estaría preguntando la vecina dónde se habían metido?

El hombre volvió.

– Ya podemos empezar. En primer lugar, querría que me aclarase adónde pensaba ir, camarada Aliide.

– Estaba buscando el aseo.

– ¿Y por qué no lo ha dicho? ¿Quiere ir ahora?

– No, no, gracias.

– ¿Está segura?

Aliide asintió con la cabeza. El hombre encendió un cigarrillo de liar y preguntó por el paradero de Hans Pekk. Aliide le explicó que Hans había muerto hacía tiempo, víctima de un robo y asesinato. Su interrogador formuló algunas preguntas sobre la muerte de Hans y después dijo:

– Bien, dejémonos de juegos. ¿Está usted segura, camarada Aliide, de que Hans Pekk no nos revelaría su paradero, el de usted, si estuviese sentado aquí en su lugar?

– Hans Pekk está muerto.

– ¿Está usted segura, camarada Aliide, de que su hermana no está en este momento confesando que ustedes han simulado la muerte de Hans Pekk y que cuanto usted está declarando aquí es una gran mentira?

– Hans Pekk está muerto.

– Su hermana, camarada Aliide, no quiere ser sentenciada y no quiere ir a la cárcel, espero que lo entienda.

– Mi hermana no contaría esa clase de mentiras.

– ¿Está usted segura, camarada Aliide?

– Lo estoy, sí.

– ¿Está usted segura de que Hans Pekk no nos va a revelar los nombres de quienes colaboraron en su engaño y sus delitos? ¿Está segura de que Hans Pekk no va a mencionar su nombre? Sólo deseo lo mejor para usted, camarada Aliide. No me gustaría que una señorita tan guapa se metiese en problemas sólo por haber sido engañada para ayudar a un criminal. Que ese criminal haya sido tan hábil con sus mentiras como para conseguir que su mente ignorante se sumiese en la confusión. Camarada Aliide, sea razonable. Sálvese a sí misma, por favor.

– Hans Pekk está muerto.

– ¡Pues enséñenos el cadáver de Hans Pekk y todo se aclarará! Camarada Aliide, usted será la única culpable de los problemas que Hans Pekk pueda ocasionarle. O la mujer de Hans Pekk. Yo ya he hecho cuanto está en mi mano para que una belleza como usted pueda seguir su vida normal, no puedo hacer nada más. Ayúdeme para que pueda ayudarla. -El hombre le cogió la mano y se la apretó-. Sólo quiero lo mejor para usted. Tiene toda la vida por delante.

– ¡Hans Pekk está muerto! -exclamó Aliide, soltándose de un tirón.

– Creo que ya basta por hoy. Volveremos a vernos, camarada Aliide.

El hombre le abrió la puerta y le dio las buenas noches.

Ingel la esperaba fuera. Echaron a andar sin mediar palabra. Ingel ni siquiera carraspeó hasta que la casa de Aino empezó a perfilarse en la lejanía.

– ¿Qué te han preguntado?

– Sobre Hans. No les he contado nada.

– Yo tampoco.

– ¿Qué más te han dicho?

– Nada más.

– A mí tampoco.

– ¿Qué le vamos a decir a Hans? ¿Y a Aino?

– Que preguntaban por algún otro, y que nosotras no hemos contado nada sobre nadie.

– ¿Y qué ocurrirá si Hendrik Ristla habla?

– No hablará.

– ¿Podemos estar seguras?

– Hans dijo que Hendrik Ristla era el único en quien confiaba lo suficiente para ayudarnos con esta farsa.

– ¿Y qué pasa si Linda habla?

– Linda sabe que entonces su padre morirá de verdad, y no sólo de broma.

– Pero van a volver a interrogarnos.

– Esta vez lo hemos hecho bien, ¿verdad? Pues volveremos a hacerlo igual de bien.

1947, oeste de Estonia

Aliide pronto va a necesitar un cigarrillo

Las golondrinas ya se habían marchado, pero las grullas cruzaban el cielo en formación y con los cuellos estirados. Su graznar resonaba por los campos y hacía que a Aliide le doliese la cabeza. Al contrario que ella, las aves eran libres de marcharse, podían ir a donde quisieran. Ella sólo tenía libertad para adentrarse en el bosque a buscar setas. La cesta estaba llena de níscalos y cantarelas. Ingel, que se había quedado en casa, se alegraría al ver cuántas había recogido. Aliide las limpiaría e Ingel a lo mejor le dejaría darles un hervor, aunque estaría todo el tiempo vigilando a su lado, y después las pondría en tarros, exigiéndole que prestase mucha atención, porque nunca podría ser una buena ama de casa si no le salían bien las setas marinadas. A lo mejor era capaz de salarlas, pero un buen marinado requería cierta habilidad. Pronto ya habría varios tarros nuevos preparados por Ingel en la estantería de la despensa, un par más de ellos suponían menos hambre para el invierno.

Aliide se tapó un oído con la mano libre. ¡Cuántas grullas! ¡Y cómo gritaban! Sentía el otoño a través de sus zapatillas de cuero. La sed le rascaba la garganta. De repente, apareció una motocicleta conducida por un hombre con cazadora de piel, que se paró a su lado.

– ¿Qué llevas en la cesta?

– Setas. Vengo de recogerlas.