– Enséñame.
La noche anterior, Aliide se había enjuagado el pelo con vinagre y ahora le brillaba incluso en la oscuridad. Intentó dirigirle una mirada de ternero recién nacido, de una criatura que no ve nada, que no se vale por sí misma y carece de objetivo; una mirada que hiciese que a Martin le entrasen ganas de enseñarle a ver, que se diese cuenta de que era un diamante en bruto que sólo necesitaba ser pulido por sus discursos.
Martin Truu quedó fácilmente atrapado en las húmedas pestañas de aquel ternero, le posó su gran mano de dirigente sobre el lomo y se le echó encima. Apestaba.
1948, oeste de Estonia
Cómo el paso de Aliide se volvió ligero
Cuando Aliide salió del registro civil, sus pasos eran más ligeros que cuando entró y su espalda estaba más recta, porque su mano descansaba sobre el brazo del Martin, que era su marido, su marido legal, y ella era Aliide Truu, la esposa legal de Martin. ¡Qué nombre tan bonito! Al casarse con él conseguía ciertas garantías de seguridad, y también lograba algo más: convertirse en una mujer normal y corriente como otra cualquiera. Las mujeres normales y corrientes se casaban y tenían hijos, y ahora Aliide era una de ellas.
Si se hubiese quedado soltera, todo el mundo habría pensado que tenía algún defecto. La gente pensaba así, aunque hubiera pocos hombres disponibles. Los rojos habrían sospechado que tenía un amante en el bosque. Otros habrían hecho conjeturas de por qué nadie la quería: tal vez había alguna razón que la hacía menos mujer, una mujer inútil para los hombres o incapaz de estar con ellos; algo que la había convertido en un estorbo. Y quizá alguien habría descubierto el porqué. Ahora nadie podría decir que había pasado algo en los interrogatorios, dado que se había casado con un hombre como Martin. Nadie podría creer que una mujer viviese semejante experiencia y luego se casara con un comunista. Nadie se atrevería a decir que con ella se podía llegar lejos, o que había que probarla. Nadie se atrevería porque era la esposa de Martin Truu y, por tanto, una mujer respetable.
Y eso era lo importante. Que nadie supiera nada jamás.
En la calle, reconocía el miedo de algunas mujeres a quienes les había ocurrido algo similar. Por cada mano temblorosa deducía que a aquélla también. Por cada sobresalto causado por el grito de un soldado ruso o por cada susto provocado por el resonar de las botas. ¿Ésa también? Todas las que no podían evitar cambiar de acera cuando venían de frente milicianos o soldados. Todas aquellas a quienes se les notaba que llevaban varias bragas debajo del vestido. Todas las que no eran capaces de mirar a los ojos. A ésas también se lo habían dicho: «Cada vez que te acuestes con tu marido, te acordarás de mí.»
Si coincidía en algún lugar con una de ellas, intentaba mantener las distancias para que nadie notase la similitud de los comportamientos, para no repetir los gestos y la actitud nerviosa de la otra y se viese todo por duplicado. En las veladas sociales de la aldea intentaba evitarlas, porque en cualquier momento podía aparecer alguno de aquellos hombres de los que se acordarían eternamente, y tal vez alguno era el mismo al que alguna de aquellas mujeres temía. No podían evitar mirar con inquietud el lugar del que podría surgir ese hombre. Y tampoco sobresaltarse si a la vez oían una voz familiar. No serían capaces de levantar en ese momento un vaso sin derramarlo. Se delatarían. Alguien se daría cuenta. Entonces, alguno de aquellos hombres se acordaría de que Aliide era una de las que habían estado en el sótano del ayuntamiento. Que Aliide era una de ellas. Y en ese caso, cuanto Aliide había conseguido al casarse con Martin Truu de nada serviría. Quizá pensarían que Martin no lo sabía y se lo contarían. Naturalmente, éste lo consideraría una calumnia y se enfadaría. Y entonces, ¿qué pasaría? No, nada de eso podría ocurrir. Nadie se enteraría nunca.
Siempre que tenía ocasión, se inventaba alguna calumnia sobre esas mujeres, las difamaba y criticaba con dureza para diferenciarse de ellas aún más.
«¿Está usted segura, camarada Aliide?»
Se mudaron a una de las habitaciones del piso comunitario de los Roosipuu. Éstos no demostraban abiertamente su odio hacia Martin, pues le temían, pero Aliide tenía que andar con cuidado en todo momento a causa de las zancadillas y los objetos que le caían encima. Los niños metían sal en su azucarero, tiraban al suelo su ropa puesta a secar en el tendedero, metían gusanos a escondidas en su tarro de harina y le pegaban mocos en las asas. Luego, al lado de su madre, que estaba hilando en la rueca, espiaban cómo Aliide bebía su té salado y cogía las asas del tarro de harina sin que se le moviese un músculo de la cara, aunque sentía los mocos resecos bajo sus dedos y sabía el enjambre de gusanos que se encontraría. No pensaba darles el gusto de que notasen que sus maldades la afectaban lo más mínimo, su menosprecio, nada. Ella era la mujer de Martin, estaba orgullosa de serlo e intentaba recordarlo a cada paso que daba, trataba de conseguir el mismo porte altivo de su marido, entrar y salir por las puertas de modo que fuesen los demás y no ella quienes se apartasen. Pero, por alguna razón, siempre resultaba ser Aliide a la que los Roosipuu cerraban la puerta en las narices, para a continuación tener que volver a abrir ella. Los soldados del Ejército Rojo que habían pasado algunas noches en aquella casa les habían enseñado a los Roosipuu a dar los buenos días y las buenas tardes en ruso. A Aliide la saludaban con esas palabras recién aprendidas.
A Martin siempre le quedaban restos de cebolla entre los dientes. Era un hombre corpulento y de músculos pesados, con brazos de piel flácida y poros muy abiertos, desde las axilas hasta casi los hombros. El largo vello de sus axilas estaba amarillento de sudor y a pesar de su grosor parecía quebradizo, igual que alambres oxidados. Su ombligo era como una caverna y los testículos le colgaban casi hasta las rodillas. Era difícil imaginar que alguna vez los hubiese tenido bien puestos, como los de un hombre joven. Los poros de su piel estaban llenos de sebo, cuyo olor cambiaba según lo que hubiese comido. O quizá sólo eran imaginaciones de Aliide. No obstante, ella intentaba cocinar sin cebolla. Con el paso del tiempo, se esforzó por aprender a mirar a Martin como una mujer mira a un hombre, por aprender a ser una buena esposa, y poco a poco lo fue consiguiendo observando cómo lo escuchaban los otros cuando pronunciaba un discurso. En Martin había fuerza y ardor. La gente lo escuchaba y creía en él casi tanto como en Stalin. Las palabras de Martin cortaban como una hoz y golpeaban como un martillo. Su brazo se alzaba en el aire cuando hablaba, su puño se cerraba y auguraba condena a los fascistas, a los saboteadores, a los bandidos, y aquel puño era grande, el pulgar enorme, la palma como una cabeza de buey, y bajo su protección cualquiera se sentía seguro. Sus orejas eran grandes y los lóbulos le colgaban; sabía moverlas. Daban la impresión de poder oírlo todo. Y si lo oían todo también podrían detectar cualquier indicio de peligro. Martin sabría ponerse a salvo a tiempo.
Por las mañanas, el olor de las axilas de Martin se le quedaba impregnado a Aliide en el pelo y la piel, y seguía presente todo el día en su nariz. El quería que durmiesen estrechamente abrazados, con su palomita bien acurrucada en su regazo. A Aliide le gustaba, la hacía sentirse segura. No había dormido tan bien en muchos años, conciliaba el sueño con facilidad y ansia, como queriendo compensar todas las noches de insomnio anteriores, porque ya no tenía nada que temer, ya no tenía miedo de que alguien llamase a la puerta en plena noche. Nadie la sacaría del regazo de su marido. No existía en todo el país un dirigente del Partido con un comportamiento más impecable que Martin.