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Él se alegraba al comprobar que desde que dormía a su lado Aliide estaba más guapa cada día. Al principio le había extrañado su apariencia asustadiza. Pero su presencia logró que ella se sobresaltase menos durante el día, su mirada furtiva se fuera sosegando y sus ojos ya no estuvieran inyectados en sangre a causa del insomnio, y todo eso lo convertía en un hombre feliz. Ese hombre feliz también buscó un trabajo de inspectora para su mujer, que consistía en recaudar los pagos y entregar los recibos directamente en mano. La tarea era fácil, aunque algo molesta. Los Roosipuu no eran los únicos que cerraban de un portazo cuando veían acercarse a sus casas la bicicleta de Aliide. Martin le prometió que le encontraría una tarea más agradable en cuanto fuese avanzando en su carrera.

Pero aquel olor… Al principio, Aliide intentaba respirar todo el día por la boca. Al final se acostumbró. Ingel había comentado que su hermana empezaba a oler a ruso. Igual que las personas que iban apareciendo en la estación de ferrocarril, sentadas sobre sus petates, que eran tan grandes como ellos. Los trenes seguían trayendo más y más gente, que las nuevas fábricas engullían.

1949, oeste de Estonia

Las tribulaciones de Aliide Truu

Martin no le había dicho por qué quería que fuese al ayuntamiento aquella tarde, y por eso le resultaba difícil. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» La voz de aquel hombre le rondaba la cabeza. Ella sólo estaba segura de que tenía que aferrarse a Martin. En el portal de la casa, al palparse la ropa en busca de cigarrillos, comprobó que su pitillera estaba casi vacía, así que volvió a entrar, aunque sabía que le traería mala suerte. Intentó liar los cigarrillos, pero no fue capaz, le temblaban las manos, tenía ganas de llorar y la blusa empapada en sudor, y sentía frío, mucho frío. Logró contener el hipo y liar unos cigarrillos, y después salió a la calle con paso inseguro. El niño de los Roosipuu le lanzó una piedra y corrió a esconderse detrás de un arbusto. Aliide oyó su risa nerviosa pero no se volvió. Afortunadamente, los demás Roosipuu estaban ocupados con sus tareas domésticas, nadie aparte del crío podía ver su torpeza y el sudor que perlaba su labio superior; incluso la cocina de los Roosipuu le resultaba más atractiva que el ayuntamiento. Ya en la calle principal, se arrepintió un par de veces y desanduvo el camino, para luego encaminarse de nuevo hacia el ayuntamiento. Cuando un gato negro cruzó la calle, escupió tres veces por encima del hombro. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» A medio camino, encendió un cigarrillo y se detuvo para fumarlo. Unos pájaros la asustaron y reanudó su trayecto, mordisqueándose las palmas de las manos, que le picaban. Al rascárselas sólo consiguió enrojecerlas, así que intentó calmar la piel mordiéndose las zonas que le hormigueaban. «¿Está usted segura, camarada Aliide?» Antes de llegar se fumó otro cigarrillo; los dientes le castañeteaban, tiritaba de frío y la lengua se le agrietaba por la sequedad, pero debía seguir adelante, hasta el ayuntamiento. Por allí pululaba mucha gente. El tubo escape de un coche emitió un leve estallido que la sobresaltó. Las rodillas no la sostenían, así que se agachó fingiendo limpiarse el bajo de la falda. Sus chanclos de goma de antes de la anexión estaban manchados de barro, pisó un charco y se metió las manos temblorosas en los bolsillos, pero allí tocó los papeles del canon que se cobraba por no tener hijos, así que volvió a sacarlas. Al mediodía había llamado a la puerta de dos familias que no tenían hijos y de tres que tenían pocos. Nadie la había dejado entrar. En el ayuntamiento había un trasiego de hombres que acarreaban sacos de arena al interior; el montón ya tapaba una de las ventanas hasta la mitad. Por los murmullos de los que salían y entraban podía deducirse que esperaban un ataque de los bandidos.

El edificio estaba lleno de gente, aunque ya eran más de las siete. Se oía el repicar de una máquina de escribir. La gente iba y venía con pasos apresurados y ansiosos. Furtivamente, miró pasar una cazadora negra. Las puertas se abrían y cerraban. Carcajadas de borracho. La risa tonta de una chiquilla. Una mujer mayor se quitaba los chanclos de goma para dejar a la vista unos delicados zapatos de tacón; sacudía la cabeza arreglándose los rizos y sus pendientes destellaban como una espada desenvainada en la penumbra del pasillo.

«¿Está usted segura, camarada Aliide?»

En el pasillo olía a armas.

– ¡Lenin, Lenin y siempre Lenin! -gritó alguien.

Las grietas de las paredes claras se veían difuminadas, como si se movieran. En el umbral del despacho de Martin olfateó un frío tufo a alcohol. Dentro había tanto humo que estaba oscuro y no se veía bien.

– Siéntate.

Aliide localizó a Martin por la dirección de su voz; estaba de pie en una esquina secándose las manos con una toalla, como si acabara de lavárselas. Aliide se sentó en la silla que le ofreció su marido, el sudor le humedecía las axilas y se pasó la mano por el labio superior para enjugárselo. Martin se inclinó para besarla en la frente y apretarle un pecho con suavidad. La lana de la chaqueta de él le rozó la oreja. En su frente quedó una huella húmeda.

– Mi palomita tiene que ver una cosa.

Aliide volvió a enjugarse el labio superior y trabó los tobillos tras las patas de la silla.

Martin la soltó, apartó la boca de su oreja y fue a buscar unos papeles a la mesa. Le entregó uno; las manos de Aliide casi no aguantaron el peso. Miraba fijamente al frente. Martin estaba de pie a su lado. El papel se le cayó de las manos al regazo, sintió calor en los muslos, aunque el frío le había entumecido la piel y blanqueado los dedos. La respiración de su marido sonaba como una ventisca allí dentro. La boca se le llenó de saliva, pero no se atrevió a tragarla. Tragar era una señal de nerviosismo.

– Léelo.

Aliide fijó la mirada en el papel.

Era una lista. Una lista de nombres.

– Repásalos.

Aliide empezó a ordenar las letras para formar palabras y él la observó con suma atención.

En una línea vio los nombres de Ingel y Linda.

Los ojos de Aliide se detuvieron. Martin lo advirtió.

– Toda esa gente se va.

– ¿Cuándo?

– La fecha está en la esquina superior del papel.

– ¿Y por qué me lo enseñas?

– Porque no tengo secretos para mi palomita.

Martin esbozó una amplia sonrisa, sus ojos brillaban. Adelantó una mano y acarició el cuello de su esposa.

– Mi palomita tiene un cuello tan bonito, tan delicado y delgado…

A la salida del ayuntamiento, Aliide se paró a saludar a un hombre que estaba fumando ante la puerta. Éste comentó asombrado lo especial que era aquella primavera.

– Muy adelantada viene. ¿Será un presagio?

Ella asintió con la cabeza y se alejó para fumar un cigarrillo detrás de los árboles sin llamar la atención. Una primavera especial. Siempre habían temido a las primaveras y los inviernos especiales. El de 1941 había sido un invierno especial, muy frío. Y los años 1939 y 1940. Años especiales, estaciones especiales. La cabeza le daba vueltas. Y allí estaban otra vez. Una estación especial. Los años especiales se repetían. Su padre tenía razón, las estaciones especiales presagiaban circunstancias especiales. Debería haberlo sabido. Aliide sacudía la cabeza como si así pudiera aclararse las ideas. En aquellos momentos no tenía tiempo para predicciones de viejos, porque nunca te decían nada sobre cómo había que actuar cuando llegaba una estación especial, aparte de preparar las maletas y esperar lo peor.

Resultaba evidente que Martin quería ponerla a prueba, ver si era digna de confianza. Si Ingel y Linda se escapaban o no estaban en casa la noche fijada, él sabría quién era la responsable. Su dolor de muelas se recrudeció y se le extendió hasta el mentón.