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Se llevarían a Ingel y a Linda, pero no a ella, y tampoco a Hans. Tenía que pensar en él. Tendría que insistir para que Martin arreglase el papeleo a fin de mudarse a casa de Ingel después de que la hubiesen deportado; ninguna otra casa sería lo suficientemente buena para Aliide, ni una más elegante, ni una más grande ni más pequeña, ninguna otra. Durante los días siguientes, tendría que ponerse guapísima y trabajarse a su marido en la cama por la noche para que arreglase el asunto. ¡Y los animales se quedarían, claro! Ella no iba a criar bichos de otra gente. ¡Maasi era su vaca! Si se encontraba con un establo vacío, Martin debería dar caza a los ladrones y mandarlos a Siberia. Se asustó de la cólera que la invadió al pensar que alguien pudiese tocar sus animales. Porque ahora eran suyos, Ingel sólo ordeñaría las vacas unos días más. Podrían llevar una vaca al establo del nuevo koljós que estaban fundando y, de ese modo, cumplir las normas. Pero, más tarde, Martin tendría que hacer un apaño para conseguir que se la devolviesen. En cualquier caso, nadie iba a ir a contar los animales del establo de un dirigente del Partido.

Estaba claro que Aliide no había querido pensar primero en lo esenciaclass="underline" ¿cómo conseguiría esconder a Hans cuando Martin durmiese bajo el mismo techo? Hans no roncaba, pero ¿y si empezaba a hacerlo? ¿Y si estornudaba de noche o le entraba tos? Cuando había visitas, era capaz de permanecer sin hacer ningún ruido, pero ¿qué ocurriría cuando Martin viviese en la misma casa? Con éste no funcionarían las historias sobre el fantasma de la bisabuela. Aliide se tocó la frente y las mejillas. ¿Cuánto tiempo había pasado allí de pie? Se encaminó hacia su casa. Tenía en la boca el sabor de la sangre. Se había mordido una mejilla. El altillo. Tenía que llevar a Hans al altillo, o al sótano. Habría que construir un sótano debajo de la despensa o el trastero. O acondicionar la parte del altillo que quedaba encima del establo. Estaba lleno de paja y las balas de heno impedían ver lo que había. Si se construyera un cuartucho allí, nadie lo notaría. Se podría hacer detrás de las balas. Y puesto que era ella quien daría de comer a las vacas, tendría que ir asiduamente a echarles heno por la trampilla. Era probable incluso que Martin nunca fuese al establo: no sabía ordeñar y los animales no le gustaban; de niño, una gallina casi le había sacado un ojo de un picotazo y una vaca le había dañado un pie de un pisotón. No era extraño que no se llevase bien con los animales. Además, éstos también hacían ruido: Hans podría toser y estornudar en paz. Y allí las vigas eran más gruesas, y entre los tablones había treinta centímetros de arena. No se oiría nada.

Aliide construiría el cuartucho sin ayuda de nadie en cuanto se hubiesen llevado a Ingel y a Linda. En la parte del altillo que utilizaban como trastero ya había unas tablas preparadas. Después, solamente tendría que colocar un tabique de paja delante. Lo mejor sería preparar balas que fueran fáciles de mover y no llamasen la atención de nadie que subiera allí.

Cuando Aliide iba a visitar a Ingel, a veces la miraba con fijeza, pero a veces no podía sostenerle la mirada. Después de aquella primera noche en el ayuntamiento, había intentado evitar su mirada, igual que su hermana había empezado a evitar la suya; pero tras haber visto las listas sentía una necesidad imperiosa de visitarla sólo para verla. Algunas veces acudió sin permiso en plena jornada laboral; tenía que mirar a su hermana de modo que su imagen se quedase grabada en su memoria, ya que quizá no volvería a verla. Aliide la espiaba a escondidas, mientras Ingel se ocupaba de los animales, les llevaba trébol a las vacas lecheras o estaba absorta en sus tareas.

Lo mismo pasaba con Linda. Después de aquella noche en el ayuntamiento, se había quedado casi muda. Tan sólo decía sí y no, y únicamente cuando le preguntaban algo, pero si la pregunta la formulaba un desconocido, ni siquiera eso. Ingel había tenido que explicar a la gente de la aldea que la niña había estado a punto de ser arrollada por un caballo desbocado y que a causa del terrible susto había dejado de hablar. Seguramente con el tiempo se le pasaría. En la cocina, Ingel charlaba y reía por las dos, para que a Hans no le extrañase el silencio de Linda.

Una vez, Aliide sorprendió a la niña pinchándose la mano con un tenedor. Parecía ausente y al mismo tiempo concentrada; las tirantes trenzas le apretaban las sienes y no había visto a su tía. Apuntaba al centro de la palma y, con la mirada fija, su expresión no cambiaba cuando el tenedor le pinchaba, sólo abría la boca.

En el interior de Aliide una voz alentaba a Linda a pincharse otra vez, cada vez más fuerte, con todas sus fuerzas, pero en cuanto fue consciente de ello, el remordimiento la acalló. Aquello no se podía pensar, eran malos pensamientos, y el que tenía malos pensamientos era alguien malo. Debería acercarse a Linda, estrecharla entre sus brazos y acariciarla, pero era incapaz. No quería tocar a aquella criatura, le daba asco, le daba asco su propio cuerpo y el de su sobrina y aquella fina película cerosa que le cubría la piel. La niña seguía pinchándose con el tenedor y Aliide miraba cómo la palma se le enrojecía. Apretó los puños. Lipsi ladró en el jardín. El ladrido sacó a Aliide de su estupor. Linda, con la mirada vidriosa, no se movió; aunque todavía aferraba el tenedor, ya no se laceraba. Su tía se lo quitó de la mano cuando Ingel entraba en la cocina. La niña salió corriendo.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada.

Ingel no siguió preguntando, sólo dijo que aquélla sí era una primavera excepcional.

– Dentro de nada, podremos salir al campo en mangas de camisa.

Se acercaba el día. Dos semanas, trece días, doce, once, diez noches, nueve, ocho, siete tardes. Al cabo de una semana ya no estarían allí. La casa ya no sería de Ingel, que no volvería a fregar aquellos platos ni a dar de comer a aquellas gallinas. No prepararía la comida en aquella cocina ni tintaría hilos. No removería la salsa para Hans, no lavaría el pelo de Linda con agua y cenizas de abedul. No volvería a dormir en aquella cama. Sería Aliide quien dormiría allí.

Aliide resoplaba sin parar, respirando por la boca, porque sus fosas nasales no tenían bastante fuerza para aspirar. ¿Y si los que decidían esas cosas cambiaban de opinión? ¿Y por qué? ¿Y si alguien más se enteraba y alertaba a Ingel? ¿Quién? ¿Quién querría ayudarla? Nadie. ¿Por qué estaba tan intranquila? ¿Qué le estaba pasando? Todo estaba decidido. A ella la dejarían en paz. Sólo tendría que esperar una semana más y después se mudaría.

Martin le susurraba por las noches que pronto irían a la casa nueva, y su mano descansaba sobre el cuello de Aliide, sus labios sobre sus pechos, mientras yacían en su pequeña habitación y los niños de los Roosipuu armaban jaleo. El taconeo de gente desconocida, el tiempo que corría sin tregua, seis días, cinco noches, las agujas del reloj que giraban como las aspas del molino y convertían en polvo quince años de velas en el árbol de Navidad y adornos navideños hechos con cáscaras de huevo, tartas de cumpleaños, salmos que Ingel había cantado en el coro y canciones infantiles que había repetido desde niña y después le había enseñado a Linda: Meie kiisul kriimud silmad… («Nuestro gato de ojos astutos…») Aliide tenía polvo en los ojos y los globos oculares surcados por venillas de hielo. Ya nunca más se sentaría a la misma mesa con Ingel y Linda. Nunca más habría una mañana como aquella en que juntas volvieron caminando del ayuntamiento. Había amanecido, el aire matinal estaba fresco y sereno. Un kilómetro antes de llegar a casa, Ingel había hecho parar a Linda para trenzarle de nuevo el pelo: tras peinárselo con los dedos, se lo había alisado y había empezado a hacerle unas apretadas trenzas. Estaban en pie en medio de la carretera que llevaba a la aldea. El sol ya había salido y en alguna parte habían cerrado una puerta de golpe. Mientras Ingel trenzaba el pelo de su hija, Aliide se agachó y apoyó las manos en la carretera, tocando las pequeñas piedras calizas, sin mirar a las otras dos. De repente, notó que la sed le cerraba la garganta y corrió hasta la acequia para beber a dos manos. Sintió el sabor de la tierra y el agua. Ingel y Linda ya se habían alejado cogidas de la mano, sin esperarla. Aliide las siguió hasta la puerta de la casa. En el umbral, su hermana se volvió hacia ella y le dijo: