Выбрать главу

– Lávate la cara.

Aliide se llevó las manos a las mejillas y se frotó, al principio sin sentir nada, pero después notó que tenía la parte baja de la cara cubierta de mocos y el cuello mojado. Se limpió la nariz, la barbilla y el cuello con la manga. Cuando Ingel por fin abrió la puerta y entraron en su familiar cocina, se sintieron unas extrañas.

Su hermana empezó a preparar unas tortitas.

Linda dejó un bote de confitura de frambuesa en la mesa.

Las oscuras frambuesas parecían sangre coagulada.

Aliide echó a Lipsi. Se sentaron a la mesa con sus platos de tortitas. Le dieron miel a Linda para que las untase y el bote de confitura fue pasando de mano en mano, los platos brillaban como claras de huevo, los cuchillos cortaban, los tenedores repiqueteaban. Tomaron las tortitas con labios gomosos, los ojos brillantes y secos, la piel cerosa, tirante y seca.

Faltaban cinco días. Aliide se despertó por la mañana. En su cabeza aún resonaba la canción «Nuestro gato de ojos astutos, sentado en un tocón en el bosque…», en la voz de Ingel. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama: aquella canción no desaparecía, la voz no cesaba. Estaba segura de que su hermana y su sobrina volverían.

Se quitó el camisón de franela, piip oli suus ja kepp oli käes («con la pipa en la boca y el bastón en la mano»), haciéndose un lío con la enagua y las gomas del liguero. Una vez puestos el vestido y la chaqueta, atravesó la cocina con el pañuelo en la mano, salió y cogió su bicicleta, pero la dejó: cruzaría los campos por el camino más corto hasta el ayuntamiento, hacia donde Martin ya se había ido antes. Echó a andar mientras se arreglaba el pelo de cualquier manera; sin detenerse, se ató el pañuelo en la cabeza y apretó el paso; los chanclos chacoloteaban porque le iban grandes, su chaqueta ondeaba al viento. Cruzó los campos de primavera y las carreteras, salvó las zanjas donde el agua corría rumorosa, por el camino más corto, mientras Ingel cantaba en sus oídos kes ei möistnud lugeda, see sai tukast sugeda («el que no sabía leer recibía un tirón de pelo»). Cantaba sobre la tierra escarchada y las primeras aves migratorias volaban en formación de uve al son de su hermana, impulsando a Aliide, que corría sin parar. No se detuvo hasta que encontró a Martin, que estaba hablando con un hombre de cazadora de piel oscura. Los ojos de su marido acallaron la voz de Ingel. Le dijo al hombre que seguirían más tarde y cogió a Aliide por el hombro pidiéndole que se tranquilizase.

– ¿Qué ha pasado?

– Volverán.

Martin sacó del bolsillo su petaca, desenroscó el tapón y se la ofreció. Ella bebió un sorbo y tosió. Martin se la llevó a un lado y la hizo beber otro sorbo.

– ¿Has hablado con alguien?

– No.

– Sí has hablado.

– ¡No!

– Y entonces, ¿qué ocurre?

– ¡Que volverán!

– Stalin no permite que esas cosas ocurran. -Martin la arropó con su chaqueta y las piernas de Aliide dejaron de temblar tras el largo recorrido-. Y yo no las dejaré volver para que asusten a mi dulce palomita.

Aliide fue andando hasta casa de Ingel. En el sendero que llevaba al jardín, debajo de los sauces blancos, se detuvo. Oyó a los perros y los gorriones, el murmullo de una primavera excepcionalmente temprana, y aspiró el olor de la tierra húmeda. ¿Cómo se podía abandonar un sitio como aquél? Imposible. Aquella tierra era su tierra, había salido de ella y allí se quedaría, no se iría de allí, no la abandonaría, eso no, ni a Hans ni a su tierra. ¿Había querido escapar realmente cuando había tenido la oportunidad? ¿O sólo se había quedado porque Hans le había pedido que cuidase de Ingel?

Le dio una patada a un montículo de tierra al lado del sembrado. El montículo cedió. Su montículo.

Pasó junto a la cerca del jardín, las ramas desnudas de los abedules colgaban hacia el suelo. En el jardín, Linda jugaba y cantaba:

Viejecito, viejecito de sesenta y seis,

un diente y medio tiene en la boca.

Tiene miedo de un ratón, tiene miedo de una rata,

tiene miedo de un saco de harina en el rincón.

Vio a su tía, que se detuvo. La canción se interrumpió. Los ojos de la niña la miraron con rechazo, unos ojos grandes y fríos, como pozos oscuros. Aliide volvió a la carretera.

«Tiene miedo de un ratón, tiene miedo de una rata…»

Por la noche, Martin no quiso desvelarle sus planes, se limitó a decir que al día siguiente arreglarían el asunto. Faltaban tres días. Martin le ordenó que se calmase. Ella no era capaz de dormir.

Antes del alba, el urogallo ya daba sus gritos de reclamo.

El trayecto hasta el ayuntamiento fue como andar sobre el filo de un hacha. Cuando Aliide agarró el picaporte, recordó de repente cómo una vez la lengua se le había quedado pegada al metal helado. No se acordaba de la situación en sí, únicamente de la sensación de la lengua contra el acero congelado; a lo mejor había sido con un hacha, no recordaba cómo se había soltado, qué le había pasado, simplemente volvió a experimentar la misma sensación al entrar. Fue directa a los brazos de Martin, que la estaba esperando. Le dieron lápiz y papel. Enseguida comprendió. Tendría que firmar con su nombre testimonios tan contundentes que el retorno sería imposible.

Olía a alcohol frío, el dibujo de espiguilla de la chaqueta de Martin se difuminó ante sus ojos. Un perro ladraba en algún lugar, una corneja graznaba detrás de la ventana, una araña rondaba la pata de una mesa. Martin la aplastó y la frotó contra las losetas.

Aliide Truu firmó.

Martin le dio unas palmaditas en la espalda.

Él tenía que quedarse a arreglar algunos asuntos después de la firma de los testimonios. Aliide se marchó sola a casa, aunque su marido le había dicho que podía quedarse hasta que él terminara. Ella no quería, aunque tampoco quería ir a casa, cruzar el jardín de los Roosipuu, entrar en su cocina, donde la conversación se interrumpiría en seco en cuanto ella abriese la puerta. Le dirigirían alguna palabra en ruso, y aunque fuese amable sonaría a insulto. El hijo de los Roosipuu le sacaría la lengua desde el umbral y al sacudir su bote de té oiría la sal que los Roosipuu le echaban.

Se paró a un lado de la carretera y contempló el paisaje sereno. Ingel iría a ordeñar las vacas antes del anochecer. Tal vez Hans estuviese leyendo los periódicos en el cuartucho. No le temblaban las manos. Una alegría repentina y cargada de vergüenza le subió hasta el pecho. Estaba viva. Había sobrevivido. Su nombre no estaba en las listas. No podrían prestar testimonio falso contra ella, no contra la mujer de Martin, pero ella sí podía enviar a los Roosipuu a un lugar donde Estonia sólo fuese un recuerdo lejano. Reanudó su camino con paso más firme, hollando la tierra con seguridad, apresurándose hacia casa de los Roosipuu. Al llegar, estuvo a punto de derribar a la abuela, que se hallaba en los escalones, y le cerró la puerta en las narices. Se preparó un té con el té de los Roosipuu y cogió azúcar del azucarero de los Roosipuu, así como la mitad de su pan para llevárselo a su habitación. Ante la puerta de su cuarto, se volvió y les dijo que iba a darles un consejo de amiga, porque era una persona amable y sólo deseaba lo mejor para sus camaradas: les convenía quitar la imagen de Jesucristo de la pared de su dormitorio. Al camarada Stalin no le gustaría que los miembros del nuevo mundo de trabajadores le agradeciesen su buena obra con semejante cosa en la pared.