Aliide se puso alerta. La petición de Hans podía ser sincera y era cierto que tenía que ir a ordeñar las vacas, pero en aquella situación no podía dejarlo solo en la cocina. Podría salir disparado hacia el ayuntamiento.
1949, oeste de Estonia
Aliide se guarda un trozo de la colcha nupcial de Ingel
Un par de semanas después de la deportación de Ingel y Linda, Martin, Aliide y el perro se mudaron a la casa. Lucía un sol radiante y el carro de la mudanza se balanceaba traqueteando. A lo largo de aquella mañana, Aliide lo había preparado todo para que nada pudiese salir mal. Había previsto cada movimiento para no confundirse en lo más mínimo: se había levantado de la cama poniendo el pie derecho en el suelo, había cruzado el umbral de la habitación con el mismo pie y también la puerta de entrada; había abierto las puertas con la mano derecha, apresurándose para que no se le adelantara Martin, que era zurdo, y malograse su suerte. Y en cuanto habían llegado a la casa, había corrido para ser la primera en abrir la verja con la mano derecha, lo mismo que la puerta, y entrar con el pie derecho. Todo había salido bien. La primera persona que se había cruzado con el carro de mudanzas había sido un hombre. Buena señal. Si se hubiese tratado de una mujer y la hubiese divisado desde lejos, le habría exigido a Martin que parase y se habría metido entre los arbustos, pretextando un dolor de barriga, hasta que la mujer pasase. No obstante, aunque así hubiera impedido que la mala suerte recayese sobre ella, el carro de la mudanza se habría encontrado primero con una mujer, y Martin también. ¿Y si se hubieran cruzado con otra mujer? Tendría que haberle pedido otra vez a Martin que parase y de nuevo haber corrido tras los arbustos, y entonces él habría empezado a preocuparse. Claro que no podía comentarle lo que traía buena suerte ni sobre el mal de ojo, pues él se habría burlado de que diese crédito a las tonterías de los viejos. Ellos se tenían el uno al otro, a Lenin y a Stalin. Pero, afortunadamente, durante el viaje todo había ido bien. Los dedos de los pies se le encogían de impaciencia y en su pelo brillaba la alegría. ¡Hans! ¡Aliide se había salvado a sí misma y a Hans! ¡Estaban juntos y a salvo!
De vez en cuando, se echaba un vistazo en el espejo de la habitación mientras Martin sacaba cosas del carro, coqueteando con su pletórico reflejo. ¡Lo que hubiese dado porque Martin se ausentase esa misma noche por cuestiones de trabajo o de otra índole! Habría dejado salir a Hans del altillo y pasado toda la velada sentada con él. Pero Martin no iba a ir a ninguna parte, quería inaugurar su nueva casa junto con su esposa, camarada y amante. Aliide dejó caer que tal vez lo necesitarían en el ayuntamiento y le dio a entender que no se enfadaría si tenía otras obligaciones, pero Martin se limitó a reírse de semejante tontería. ¡El Partido podía arreglárselas sin él por las noches, pero su esposa no!
La casa aún olía a Ingel y en la ventana se veían sus huellas, o probablemente las de Linda, porque estaban muy abajo. En el suelo bajo la ventana estaba el pájaro de castaña de la niña, con sus ojos de madera vacíos y las plumas de la cola bien ordenadas. No había nada que indicase una marcha repentina o que hubiesen hecho las maletas a toda prisa: los cajones no se habían quedado abiertos, los armarios no estaban revueltos. Sólo se hallaba de par en par la puerta del armario que Hans había abierto. Aliide la cerró.
Ingel había dejado todo en perfecto orden, limitándose a coger sus vestidos y los de Linda del armario blanco y después a cerrar bien puerta, aunque siempre había que empujarla despacio y con fuerza a un tiempo, para que no volviese a abrirse. Ingel había empujado la puerta como si no hubiese tenido ninguna prisa. Había vaciado la cómoda de ropa interior y calcetines, pero el mantel en lo alto estaba bien colocado, igual que las alfombras, excepto la que se había arrugado cuando Aliide había intentado impedir que Hans se marchase. Ella no se había fijado antes porque mientras construía el nuevo habitáculo de Hans no había entrado en las habitaciones, había subido directamente al altillo; tampoco se había quedado a merodear por la cocina ni le había preparado comida caliente. Él había insistido en ayudarla con la construcción, pero ella se había negado con rotundidad. Hans estaba emocionalmente inestable, de modo que era mejor que se quedase en el cuartucho lloriqueando y bebiendo el aguardiente que Aliide le llevaba.
Ahora se dio cuenta de que las únicas trazas de desorden se debían al forcejeo que Hans y ella habían mantenido en la cocina. No había señales de que los hombres de la Checa hubiesen buscado armas, pues incluso la despensa se hallaba en orden. A lo mejor, Martin les había advertido que en aquella casa tenían que comportarse, ya que él y su esposa planeaban mudarse allí. ¿Acaso los hombres le habían obedecido? Probablemente no, los chequistas no tenían por qué hacerle caso a nadie. Sólo en el suelo se adivinaba el rastro de su visita: trazas del barro de sus botas. Aliide limpió aquel barro ya reseco antes de empezar a colocar sus cosas en su sitio. Más tarde, tendría que examinar el jardín, seguramente le habrían pegado un tiro a Lipsi allí mismo.
Guardó los vestidos en el armario con la mano derecha y recuperó el buen humor, aunque no hubiera logrado que Martin pasase la noche fuera de casa. Puso su cepillo encima de la mesita bajo el espejo, junto al de Ingel. Colocar sus propias cosas hacía que la casa pareciese suya y de Hans. Nuestra casa. Ella se sentaría allí, a la mesa de la cocina, Hans enfrente, y casi serían como marido y mujer. Liide le prepararía comida, le calentaría agua para el baño y le daría la toalla cuando se afeitase. Haría todas aquellas cosas que Ingel había hecho antes, todas las tareas de una esposa. Sería casi como su mujer. Hans acabaría por descubrir que ella preparaba mejores bizcochos, tricotaba calcetines que se ajustaban mejor y cocinaba platos más deliciosos. Por fin tendría la posibilidad de reparar en lo esbelta y lo dulce que era, ahora que las trenzas de Ingel no estaban para atraer su atención constante. Ahora se vería obligado a hablar con Aliide y no con Ingel. Ahora se vería obligado a verla. Y, sobre todo, ahora Hans tendría que reparar en la especialidad de Liide, lo bien que entendía los secretos y las propiedades curativas de las plantas. En eso siempre había tenido más talento que Ingel, pero nadie se había dado cuenta, porque en una buena ama de casa estonia se apreciaban otras habilidades, como saber amasar el pan o darse maña en el ordeño. ¿Quién se habría percatado de que, mientras Ingel usaba el rábano picante sólo para condimentar los pepinos, ella lo utilizaba también para curar el dolor de estómago? ¡Ahora Hans al fin se percataría! Aliide se mordió el labio. No debía alardear demasiado de sus dotes, el orgullo era el fin de todos los remedios y la humildad el comienzo de cada uno; el silencio, su fuerza.
Martin interrumpió sus pensamientos al agarrarla por las caderas desde atrás, susurrándole «palomita» al oído. Le dijo que estaba orgulloso de su esposa, más orgulloso que nunca, y, rodeándole la cintura, le dio vueltas por la habitación y después la echó sobre la cama y le preguntó si ése era el lecho del amo y qué se hacía allí.
Por la noche, la despertó lo que parecía la llamada de una garza. Martin roncaba a su lado. Apestaba a sudor. El chillido de la garza era el lamento de Hans. Martin siguió durmiendo. Aliide miró fijamente en la penumbra los adornos en forma de tijera del tapiz a rayas que colgaba de la pared; lo había hecho su madre, bordado con sus propias manos. ¿Cuánto oro se habría llevado Ingel? ¿Lo suficiente para comprar su libertad? No podía ser; como primogénita, había recibido de sus padres una cantidad de oro quizá por valor de diez rublos, a lo mejor ni eso. Quizá le llegase para comprar pan el resto de su vida.
Por la mañana, Aliide abrió el cajón inferior de la cómoda, el que tenía el tirador roto y únicamente se abría utilizando un cuchillo, para guardar el cepillo de Ingel, que sólo tocó con la mano izquierda.