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En el cajón apareció la colcha nupcial de Ingel. Sobre el fondo rojo tenía bordada una iglesia y una casa de paredes redondeadas; también había un hombre y una mujer. Aliide recortó las estrellas de ocho puntas con la tijera, el zigzag que rodeaba el dibujo de la feliz composición se desprendió arrancándolo con los dedos, el hombre y la mujer desaparecieron. Y de ese modo la vaca se convirtió en tiras de hilo, la cruz de la iglesia en un montón de pelusa. En la colcha también había algo de Aliide bordado: su oveja favorita; su hermana le había enseñado el fruto de su destreza esperando despertar su admiración, pero Aliide no se había entusiasmado en absoluto al ver aquel motivo bordado. Ingel se dio cuenta y se fue a llorar detrás del establo. Aliide tuvo que ir a consolarla, diciéndole que sí, que era una oveja maravillosa, que estaba muy bien bordada, y que aunque ya casi nadie hacía colchas nupciales, que Ingel la hubiera hecho era digno de admiración. Otros podrían pensar que estaba anticuado, pero Aliide no lo creía. Arrulló a su hermana, que por fin se tranquilizó y continuó con el bordado de su colcha nupcial, trabajando en él tardes enteras. Su madre también había tenido una y nunca se había visto esposa más feliz que ella. ¿Acaso podía Aliide argumentar en contra de eso? No podía, pero ahora sí podía arrancar las pezuñas de hilo de su oveja favorita, después el abeto, y al cabo de un rato ya no había ninguna estampa feliz, sólo un fondo rojo y un montón de buena lana, de su propia oveja. Martin echó un vistazo desde el umbral y vio a su esposa de rodillas en medio de un revoltijo de hilos, tijera en mano y con un cuchillo al lado, la nariz enrojecida, el rostro iluminado. No le dijo nada y se alejó de la puerta. La respiración humeante de Aliide se elevó por la habitación como una neblina y pasó por el ojo de la cerradura para extenderse por toda la casa.

Martin fue a trabajar; se oyó la puerta cerrarse tras él. Desde la ventana, Aliide vigiló que llegase a la carretera principal y después bebió un vaso de agua, y también se mojó la cara para calmar el ardor de su respiración. Ahora aquélla era su casa, su cocina. La golondrina que había anidado en el establo de las vacas le traería suerte, suerte de verdad, suerte por todos aquellos hechizos y copas alzadas bajo el escudo de los tres leones de Estonia y por todos aquellos remedios de viejas que nunca le habían funcionado. Podría traerle suerte, y seguramente lo haría, porque los pájaros que traen suerte son justos. Había sido ella quien había salvado la casa de las botas de los rusos y también a su amo. No Ingel, sino ella. Sus tierras ya no le pertenecían, pero la casa sí. Gente desconocida cultivaría sus campos, pero quedaría su dueño, y Aliide, la nueva dueña. No todo estaba perdido.

Limpió los restos de la colcha nupcial y los metió en el armario, tiró los hilos recortados a la cocina de leña, pero se guardó un montoncito para ahumar. Tal vez hubiese bastado con quemarlos, sin embargo había que asegurarse, y siempre le habían dicho que era mejor ahumar. La ropa de los pretendientes rechazados había que ahumarla, y así se había hecho durante siglos en la aldea, para alejar a más de uno. Incluso habían visto a la condesa alemana de la mansión echando la camisa de un hombre al humo, pero Aliide no recordaba cómo había sido, a qué clase de humo la había echado, si al del horno de la casa o a los restos humeantes de la hoguera de San Juan. Cuando era joven tenía que haber prestado mayor atención a lo que contaban los viejos, para no tener que adivinar ahora a qué humo echar los restos de la colcha. Claro que se lo podría preguntar a María Kreeli, o incluso llevarle el montoncito, pues ella sabría qué hacer, pero entonces la anciana se enteraría de lo que se estaba ahumando, y lo esencial en esos casos era no hablar con nadie del asunto. Pero aún había algo más que podía lograrse con ese hechizo, aunque no se acordaba bien. Quizá funcionase igual un hechizo hecho a medias. Se metió el montoncito en el bolsillo del delantal y se quedó sentada en silencio, escuchando la casa, su propia casa, percibiendo su propio suelo bajo los pies. Pronto vería a Hans y por fin se sentaría a la mesa a solas con él.

Aliide se arregló el pelo, se pellizcó las mejillas, se limpió los dientes con el polvo del carbón y se enjuagó la boca a conciencia. Ése era un truco de Ingel, por eso los dientes de su hermana siempre estaban tan blancos. En el pasado, Aliide no había querido imitarla demasiado, así que no había usado el carbón, pero ahora era diferente. Corrió las cortinas de la cocina y cerró la puerta de la habitación para que desde sus ventanas no se pudiese atisbar la cocina. Pelmi corría por el jardín y ladraría si se acercaba alguna visita. Entonces a Hans le daría tiempo de volver al altillo. Habían adiestrado a Pelmi como perro guardián y eso era bueno.

Aliide quería crear un ambiente acogedor en la cocina, así que preparó el desayuno de Hans y lo puso en la mesa, que decoró con flores secas traídas de la habitación. Esa clase de detalles te ponen de buen humor, demuestran amor. Por último, se quitó los pendientes y los escondió en un cajón de la habitación. Eran un regalo de Martin y harían que Hans insinuase cosas fastidiosas. Cuando tuvo todo listo, fue por la despensa hasta el establo de las vacas, abrió la trampilla del altillo, subió y quitó las balas de heno que disimulaban el cuartucho secreto. El nuevo tabique era perfecto. Llamó a la puerta y abrió. Hans salió a gatas, sin mirarla, y se limitó a estirarse durante largo rato.

– Ven a desayunar. Martin se ha ido a trabajar.

– ¿Y si vuelve a casa sin avisar?

– No lo hará. Nunca lo ha hecho.

Él la siguió hasta la cocina. Aliide le ofreció una silla y le sirvió café caliente en el tazón, pero Hans no se sentó.

– Aquí huele a ruso -sentenció.

Antes de que Aliide tuviese tiempo de impedirlo, ya había escupido tres veces sobre el chaquetón de Martin, que colgaba del respaldo de una silla. Acto seguido, empezó a olisquear otras huellas de Martin: el plato, el cuchillo, el tenedor, y se paró delante de la jofaina que servía de lavamanos sobre una mesilla. Le dio un golpe a la pastilla de jabón, aún mojada por el aseo matutino de Martin; sopesó en la mano el trozo de alumbre que coagulaba los pequeños cortes del afeitado. Luego vació un cubo de agua jabonosa todavía caliente en el cubo del agua sucia, el alumbre voló detrás y la brocha y la navaja estuvieron a punto de volar también. Aliide lo agarró del brazo.

– No lo hagas.

La mano de Hans seguía levantada.

– Por favor. -Aliide le cogió la brocha de la mano y la colocó en su sitio; también la navaja-. Las cosas de afeitar de Martin están aún dentro del baúl. Lo voy a deshacer hoy y las pondré aquí, su espejo también. Por favor, siéntate a comer.

– ¿Hay alguna noticia de Ingel?

– He abierto una botella de zumo de mora.

– ¿Ha dormido sobre la almohada de Ingel?

Hans abrió la puerta de la habitación de golpe y, antes de que a ella pudiera reaccionar, entró y cogió la almohada de Ingel.

– Sal de ahí, Hans. Podría verte alguien por la ventana.

Pero él se sentó en el suelo abrazado a la almohada, se acurrucó alrededor de ella y la apretó contra su cara. Desde la cocina se oía cómo pretendía inhalar cada resto del olor de su esposa.

– Quiero llevarme a mi escondite la taza de Ingel -dijo, con la voz amortiguada por la almohada.

– ¡No podemos amontonar todas las cosas de Ingel en ese cuartucho!

– ¿Por qué no?

– No se puede. Sé razonable. ¿No te basta con la almohada? Esconderé la taza en la alacena detrás de otras cosas. Martin no la encontrará. ¿De acuerdo?

Hans volvió a la cocina, se sentó a la mesa, puso la almohada sobre una silla y se sirvió licor de rábano picante, en bastante más cantidad que una simple medicina. Tenía briznas de paja en el pelo. Aliide sintió el impulso de coger un cepillo y peinarlo. Después, de repente, Hans declaró que quería irse al bosque, donde estaban los demás patriotas.