Martin volvió a sentarla en su silla y siguió haciendo planes con entusiasmo. Aliide asentía cuando convenía. Retiró de la mesa las briznas de paja caídas de la manga de Hans al mediodía y se las guardó en el bolsillo. ¿Tal vez a Martin le habían ofrecido algún puesto en Tallin? En caso de ser así, ¿no se lo diría directamente? Volvió a cardar el lino mientras el fuego crepitaba en la cocina y ella observaba a su marido de reojo, pero su comportamiento era el de siempre. Se había asustado sin motivo. Sólo había creído que su mujer deseaba vivir en Tallin. Y claro que lo haría si Hans no existiese. Hasta le costaba salir en bicicleta para recaudar los impuestos, aunque no era necesario que lo hiciese a diario. Aun así, pedaleaba de regreso a casa siempre con el miedo silbando en las ruedas: ¿habría estado alguien inspeccionando la casa en su ausencia? Sin embargo, nadie se atrevería a entrar a la fuerza en el hogar de un dirigente del Partido, ¿verdad que no? Martin podría arreglar las cosas para que ella pudiese repartir su turno con otra persona. Él entendería que su esposa quisiera cuidar mejor de su casa y su jardín.
Mientras tanto, el oro robado a los deportados a Siberia se convertía en dientes nuevos en nuevas bocas, las sonrisas doradas competían en brillo con el sol, y a su alrededor, en el país, crecían las miradas esquivas y las expresiones furtivas. En los mercados, en las carreteras y en los campos, era fácil toparse con una corriente interminable de ojos de iris negros ya grisáceos y el blanco enrojecido. Cuando las últimas fincas desaparecieron engullidas por los koljós, las palabras directas se volatizaron y se quedaron flotando entre líneas. A veces, Aliide pensaba que aquel ambiente se había filtrado en Hans a través de las paredes. Que él seguía el mismo código de conducta indefinido por el cual la gente evitaba mirarse, y que también Aliide observaba. Quizá Hans se lo había contagiado. O quizá ella se había contagiado fuera y se lo había pasado a él.
La única diferencia entre Hans y el resto de la gente de mirada esquiva era que él seguía hablando sin titubear. Su mente seguía creyendo en lo mismo, pero su cuerpo cambiaba a medida que lo hacía el mundo exterior, aunque no tuviese un contacto real con él.
1950, oeste de Estonia
Hasta la joven del chico de las películas tiene un futuro
– ¿Por qué tu madre nunca va al cine? Mamá dice que jamás lo hace.
Era la voz de un niño en el patio de delante de la oficina del koljós. El hijo de la primera tractorista, Jaan, miraba fijamente al hijo del encargado del gallinero, que empezó a patear la arena. Aliide estuvo a punto de intervenir y decirles que no a todo el mundo tenía que gustarle necesariamente el cine, pero se dio cuenta de que era mejor callar. La esposa de Martin simplemente no podía decir esas cosas, no sobre aquellas películas, ahora que había conseguido un buen trabajo de media jornada, un trabajo fácil de contabilidad en la oficina.
El hijo del encargado del gallinero observaba los granos de arena en la punta de sus zapatos.
– ¿O tu madre es una fascista?
Jaan tomó impulso y le echó arena al otro niño.
Aliide volvió la cabeza y se apartó. Había llevado a los muchachos que traían las películas hasta allí, más tarde Martin llegaría con gente en el nuevo camión. Por la mañana le había contado muy orgulloso que había puesto unas ramas de abedul en las esquinas de la plataforma del vehículo. Así parecía más lujoso y al mismo tiempo protegía a la gente del viento. El espectáculo tendría lugar de noche. Primero el Noticiario General de la Estonia Soviética presentaría Los días felices de la época de Stalin y después proyectarían La batalla de Stalingrado, enésima parte, ¿o era Luces del koljós?
El proyeccionista enseñaba el proyector a los niños, que daban vueltas alrededor del coche del hombre igual que peonzas, con los ojos llenos de entusiasmo y sin apartar la vista del aparato ni por un momento. Alguno ya había dicho que de mayor quería ser proyeccionista, así viajaría en coche de un lado al otro y vería todas las películas. El contable estaba ordenando las sillas; las ventanas de la sala se habían tapado con mantas del ejército. Al día siguiente había una representación gratuita en colegio: Un hombre de verdad: historia de un héroe. La madre de Jaan se presentó con botas y mono de trabajo, se enjugó la frente y explicó algo sobre la brigada de mujeres tractoristas. Era una familia de estonios venidos de Rusia, que habían conservado el idioma, aunque por lo demás eran iguales que los rusos. Al llegar al koljós no traían ni un petate consigo, pero ahora en la sonrisa de la madre de Jaan brillaba el oro y su hijo cazaba fascistas. Habían convertido una habitación de la casa que les asignaron en una cuadra de ovejas. Cuando Aliide fue a visitarlos, vio a las bestias atadas a las patas de un viejo piano. Un bonito piano alemán.
Las muchachas habían acudido a la oficina con anticipación para esperar la llegada de los proyeccionistas. Entre ellas había una ordeñadora que el ayudante del proyeccionista ya conocía y con quien fue a hablar, intentando hacerla reír e insistiéndole para que se quedase al baile que se celebraría después de la función. El muchacho pondría el gramófono y las muchachas guapas bailarían tanto que al día siguiente no podrían moverse. «Ji, ji», reía la ordeñadora, tratando de imitar a una chica ingenua, pero ese sonido no le iba a sus mejillas de aldeana, rojas como la bandera. A Aliide la irritaba la mirada ansiosa y excitada de aquella muchacha de dieciséis años que tenía como objetivo a aquel chico que fumaba cigarrillos con la gorra ladeada. De vez en cuando, se remetía el pantalón de perneras estrechas en las botas, silbaba canciones de las películas y se pavoneaba delante de la muchacha como si fuese una estrella. Aquel día caluroso se podía oler a distancia el sudor de los pechos de la ordeñadora. Aliide tenía ganas de darle una zurra por estúpida y decirle que aquel chico hacía reír a las ordeñadoras de todas las aldeas del mismo modo, y también a todas las muchachas de dieciséis años, a todas las que tenían una mirada ansiosa por el futuro, la misma manera de sacar pecho y un canalillo igual de tentador, igual de tentador cada vez, en cada sitio, toma una palmadita, chiquilla, toma, a ver si me entiendes. Aliide se apoyó contra el coche y de reojo vio cómo el muchacho acariciaba furtivamente el rollizo brazo de la ordeñadora, y aunque estaba convencida de que ésta no sospechaba que el chico utilizaba los mismos trucos con todas las jóvenes pechugonas, aun así le pareció injusto que ésta se permitiese, siquiera por un momento, creer en un futuro en que ella y él bailarían y verían películas, en el que a lo mejor algún día ella le prepararía la cena en la casita que compartirían. No obstante, por muy mínima que fuese la probabilidad de un futuro común entre aquellos dos, siempre sería mayor que la de Aliide y Hans. Dios santo, incluso la pareja más improbable tenía mayores posibilidades.
El hijo del encargado del gallinero pasó corriendo junto a ella, seguido por Jaan, dejando tras de sí una nube de arena que hizo estornudar a Aliide. Oyó pasos familiares, una cadencia que conocía. El saludo resonó como un trombón y no le hizo falta levantar la cabeza para reconocer la voz: era la de aquel hombre que había llevado a Linda desde la habitación contigua en el sótano del ayuntamiento.
– ¡Bienvenido al trabajo! -gritaron desde la oficina-. Aquí está nuestro contable jefe.