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Aliide tuvo que sentarse. Le fallaron las piernas y la fuerza se le escapaba. El proyeccionista se dio cuenta de que estaba mareada y, mientras su ayudante seguía haciendo reír a la ordeñadora, acompañó a Aliide hasta un banco y le preguntó qué le ocurría. El desgarrón de su pantalón militar colgaba justo delante de la nariz de Aliide, y una mirada curiosa la escrutaba desde lo alto. Contestó que había sido el calor, que le pasaba a veces. El proyeccionista fue por agua. Aliide apoyó la cabeza sobre las rodillas; las manos le temblaban y las rodillas se contagiaban. Las botas de cuero curtido al cromo de aquel hombre pasaron a un metro de distancia y levantaron una polvareda de arena que le penetró en los pulmones. Aliide se abrazó las piernas y apretó los muslos contra el banco para controlar el temblor. La arena le secó los pulmones, el sudor le corría desde las axilas hasta el banco, resolló al respirar hondo, su garganta sólo soltaba arena, aquellos granos secos se arremolinaban en su cavidad torácica. El proyeccionista le trajo un vaso de agua. La mano temblorosa de Aliide derramó la mitad, de modo que él tuvo que aguantárselo para que bebiera. El hombre comentó con alguien que no pasaba nada, que era sólo un mareo debido al calor. Aliide intentaba asentir con la cabeza, aunque su piel ardía tanto que parecía contraerse, y ella misma también se contraía en su interior. Entretanto, los pajarillos piaban en los árboles y desgarraban con sus picos ansiosos el cielo azul y las nubes blancas, desgarro, pío, desgarro, pío, desgarro, trago, escupitajo, sus ojillos negros se movían inquietos y la respiración arenosa de Aliide los hacía brincar.

Los chicos del cine la llevaron a casa en su coche. La ordeñadora los acompañó, asegurando que necesitarían a alguien que los guiase de vuelta a la oficina. Dentro de aquel coche sofocante el olor a sudor de la ordeñadora se volvió más penetrante. A Aliide se le quedó pegada la parte baja de la chaqueta. Con tanta excitación, la muchacha era incapaz de contener sus risitas y a veces aquel «ji ji» se convertía en un gruñido y su cabeza oscilaba hacia Aliide, y entonces sus orejas casi se rozaban. De las orejas de la ordeñadora salían pelos con bolitas de cera pegadas. Se movían al viento mientras la muchacha se preguntaba entre risitas tontas qué podría haberle ocurrido a la hija de Theodor Kruus para haberse ahorcado tan joven. Quizá echase de menos a sus padres; éstos habían tenido mala suerte al final, eran gente problemática, pese a que la muchacha era muy agradable y no la habían deportado como a ellos. Resultaba difícil creer que una chica tan agradable tuviese unos padres como aquéllos. Ji ji.

Cuando el coche se perdió de vista en la carretera general, Aliide, apoyada contra el establo de las vacas, sintió que se iba aligerando la opresión que sentía en el pecho. Primero tenía que ordeñar, si era capaz, y después pensaría qué hacer. El zarapito clamaba al cielo su soledad en el lindero del bosque, los árboles parecían observarla con curiosidad. Fue por su chaqueta de ordeñar, se la echó encima, se lavó las manos y entró en el establo con paso inseguro. Tenía que concentrarse en las cosas cotidianas, en el crujido de la paja, en las miradas compasivas de los animales, en lo agradable que resultaba sostener el cubo, ¡oh, qué madera más lisa! Hundió los pies en la paja. Maasi movió el rabo y ella la acarició entre los cuernos. Quizá aquel hombre no la había visto. A fin de cuentas, había agachado la cabeza y, por otra parte, los interrogatorios habían sido tantos que sería imposible que aquellos hombres se acordasen de todos los nombres y todas las caras. Se estaba bien en el establo, no tenía que esquivar las miradas de los animales y allí nunca le temblaban las manos. A Maasi no la inquietaban sus sobresaltos, y además le podía susurrar lo que fuese al oído, la vaca nunca podría revelar nada. Sentía la firmeza de la banqueta de enebro, Maasi resoplaba dentro de su cubo de pienso, la leche chorreaba en el cubo, la vida seguía, los animales la necesitaban. No se podía dar por vencida. Necesitaba buscar una salida.

Fuera del establo, los pulmones de Aliide volvían a aflojarse y le costaba dormir por las noches. ¿Y si, pese a todo, aquel hombre la había reconocido? Su respiración silbaba, como un ratón atrapado. Martin velaba a su lado. Aliide insistió en que se acostase, pero no, Martin seguía allí, vigilando la respiración dificultosa de su esposa. La noche no acababa nunca, el aire no entraba, sobre el pecho de Aliide descansaba una bota de cuero curtido al cromo que ella era incapaz de levantar.

No se atrevía a dormir porque temía hablar en sueños, gritar, delirar, descubrirse de algún modo, ahogarse como había estado a punto de hacerlo en el sótano del ayuntamiento, cuando le habían metido la cabeza en el cubo de excrementos. ¿Y si aquel hombre había oído su nombre en la oficina y la recordaba por eso? No, no podía ser, porque ahora se llamaba Aliide Truu, no Tamm.

Por la mañana, Martin miró a su mujer con preocupación y la llamó «palomita» varias veces desde el umbral. No quería dejarla sola. Aliide tuvo que echarlo, aduciendo que su proyecto para montar una centralita de emisiones radiofónicas para el koljós lo necesitaba más que ella. ¿Cómo iban a avisar a la gente sobre la bomba atómica si no eran capaces de organizar una radio de cable? Ella no tendría ningún problema en casa. Cuando hubo conseguido que Martin se fuese, se desprendió de aquella sonrisa falsa, se lavó las manos, se mojó la cara en una jofaina y se encaminó tambaleándose al establo de las vacas. Habría querido quedarse a ordeñar todo el día, pero sólo logró verter la leche dentro del recipiente de enfriado, salpicando por todos lados, e incluso se le olvidó colarla. No tenía fuerzas para llevarla a la lechería; tampoco para ir a trabajar a la oficina del koljós. Fue a la habitación, bebió media botella de vodka y se quedó allí toda la mañana, sintiéndose desgraciada. Después se preparó un baño y se lavó la cabeza con agua que calentó, aunque hacía calor y no era bueno encender la cocina de leña. Los poros de su piel supuraban, su respiración resollaba. Ya no podría ir a trabajar. Se haría pasar por loca o cualquier otra cosa si era necesario; Martin la ayudaría. ¿No conocería a su marido aquel hombre? Las moscas zumbaban e iba matándolas con el matamoscas, el sudor le corría como riachuelos por la piel. Aplastó con golpes certeros las moscas de la lámpara, de la silla, del barril de cerveza, de las tijeras de esquilar, de la tina de lavar y de la sierra colgada de la pared.

Jamás podría volver a la oficina.

Aquel día Hans no tuvo comida caliente.

Aparecieron huevos de mosca bajo el recipiente de carne de la despensa.

El certificado del consejo de sanidad libró a Aliide incluso de trabajos menores durante un año. Al finalizar ese plazo, podría prolongar la baja si las circunstancias lo requerían. Cuando consiguió la certificación de asmática, el aire entró con fuerza en sus pulmones, el oxígeno la mareaba, la fragancia embriagadora de las peonías, la hierba fresca e incluso de aquellas margaritas pequeñas que apenas huelen bullía en su pecho. El penetrante gorjeo de los pajarillos ya no la molestaba, y tampoco el graznar de las cornejas al lado del montón del estiércol. Daba vueltas y más vueltas en el jardín hasta que veía las estrellas y se acordaba de cómo era la vida antaño, hacía mucho tiempo, cómo era sentirse ligera; ojalá pudiera sentirse así siempre. Pelmi estaba sentado con las orejas enhiestas junto a su cuenco de comida a la puerta del establo, esperando a que después del ordeño le diesen los restos de leche que quedaban en el fondo del cubo y la espuma. El tiempo mejoraba. Con el mal tiempo, la leche de Pelmi siempre se cortaba.

Años ochenta, oeste de Estonia