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Paša se sentó en el sofá, se puso cómodo y se bajó la cremallera del pantalón.

– Ven a mirar esto.

Zara no obedeció suficientemente rápido, así que él la arrastró hasta delante de la pantalla, soltó unos cuantos improperios, volvió al sofá y se sacó la polla. El vídeo seguía avanzando. Paša empezó a masturbarse y su cazadora de piel chirriaba. Fuera era de día. La gente acudía a la tienda, compraba salchichas y chucrut y hablaba en alemán. Una mosca zumbaba en la lámpara de la tienda.

– ¡Mira! -Paša le dio una colleja y se sentó a su lado para asegurarse de que ella miraba el vídeo. Le arrancó la bata y la mandó ponerse de rodillas, con el trasero hacia él, de cara a la pantalla-. Abre más las piernas.

Las abrió.

– Más.

Obedeció.

Paša se masturbaba detrás de ella.

En la pantalla, el hombre barrigudo empujó la polla contra la cara de la chica y eyaculó.

La chica tenía la cara de Zara.

La cara de la chica quedó cubierta de esperma. Otro hombre la penetró y empezó a jadear. Paša se corrió y aquel moco caliente se deslizó por los muslos de Zara. Luego él se subió la cremallera y fue por una cerveza. Se oyó el ruido de la lata al abrirse. Los tragos largos de Paša resonaron en la habitación casi vacía. Zara seguía arrodillada delante del vídeo. Le dolían las rodillas.

– Vuélvete hacia aquí.

Ella obedeció.

– Frótatelo en el coño. Extiéndelo bien.

Zara se tumbó y se frotó el esperma de Paša.

Él sacó la cámara y le hizo una foto.

– Ya sabes lo que pasará con estas fotos y esos vídeos si piensas hacer alguna tontería.

Zara dejó de frotarse.

– Se los mandaremos a tu babushka. Y después a Sasa y también a sus padres. Tenemos sus nombres y direcciones.

¿Oksanka les había hablado de Sasa? Zara no quería volver a pensar en él. Aun así, en su mente resonaba una voz que pronunciaba su nombre y a veces la despertaba. En ocasiones, sólo gracias a eso se acordaba de que era Zara, y no Natasha. Sobre todo entre el sueño y la vigilia, aturdida por el alcohol y otros estupefacientes, notaba de repente cómo Sasa se acurrucaba a su lado, pero enseguida se sacudía la sensación. Nunca compartiría su primera casa con Sasa y jamás beberían champán en sus fiestas de graduación, así que era mejor no pensar en ello, era preferible tomar un vaso de vodka, la pastilla, implorarle a Lavrenti una raya y esnifarla. Tampoco valía la pena pensar en lo demás, era preferible y más fácil. Solamente había que acordarse de una cosa: de eso, de que aunque la cara de Zara estaba en la cinta de Paša, el vídeo no narraba su historia, sino la de Natasha; nunca dejaría que se convirtiese en la historia de Zara. La historia de ésta se hallaba en otra parte, la de Natasha en la cinta.

1992, oeste de Estonia

La cadena de la herencia no la rompe ni el mordisco de un perro

Cuando la muchacha empezó a hablar sobre su Vladivostok, el tic en la sien desapareció, se olvidó de frotarse el lóbulo de la oreja y aparecieron unos hoyuelos en sus mejillas, que luego desaparecieron para finalmente aflorar de nuevo. El sol inundó la cocina.

Tenía una nariz bonita. Una nariz que la gente habría admirado desde el día de su nacimiento. Aliide intentaba imaginarse a Talvi en el lugar de Zara, charlando sentada a la mesa de la cocina, con los ojos brillantes y contándole su vida, pero no era capaz. Cuando Talvi iba a visitarlos después de haber emigrado, siempre tenía prisa por marcharse. ¿Su hija habría sido distinta si ella hubiese sido una madre diferente? A lo mejor no le espetaría por teléfono que en Finlandia podía comprar en las tiendas todo lo que hacía falta, cuando Aliide le preguntaba si había plantado algo en el huerto. Si Aliide hubiese sido distinta, Talvi vendría a ayudarla a recoger las manzanas y no se limitaría a mandarle fotos de su nueva cocina, de su nuevo salón y de sus nuevos electrodomésticos, nunca fotos de sí misma. A lo mejor, Talvi no habría empezado a admirar ya de joven a la tía de su amiga, que tenía un coche en Suecia y les mandaba ejemplares de la revista Burda. A lo mejor, Talvi no habría empezado a jugar a cambiar moneda y practicar bailes de discoteca. A lo mejor, entonces, Talvi no habría querido vivir en otro lugar. Aunque, bien pensado, los otros también querían, así que quizá lo de marcharse no era culpa suya. Pero ¿por qué aquella muchacha sorprendentemente locuaz había querido ir a Occidente? Sólo para ganar algo de dinero. Tal vez Estonia era el único país donde abundaba esa clase de gente que repetía una y otra vez que durante la guerra deberían haberse marchado a Finlandia o a Suecia, y aquellas letanías disparatadas habían pasado de generación en generación como una canción de cuna. O quizá a Talvi le había dado por pretender un marido extranjero porque un matrimonio como el de sus padres era lo que menos deseaba para sí misma. Zara quería ser médica y volver a su casa; sin embargo, desde la adolescencia, Talvi sólo había querido ir a Occidente con un hombre occidental. Todo había empezado por unas muñecas de papel, a las que les dibujaba ropa según los patrones de Burda, y continuado con los pantalones vaqueros Sangar, que se había pasado restregando el verano entero. Talvi y su amiga los frotaban con ladrillos hasta la saciedad, para que pareciesen gastados, a la moda occidental. Aquel mismo verano, los chicos del vecino practicaban un juego llamado «Vamos a Finlandia», habían construido una balsa y cruzado la acequia con ella, aunque después habían vuelto, porque no sabían qué hacer en Finlandia. La decepción de Martin aumentaba día tras día. Por aquel entonces, Aliide no había compartido esa frustración, pero ahora, con el tema de la restitución de los terrenos a la orden del día, tuvo que reconocer que sentía lo mismo que Martin hacia Talvi, porque su hija no se había interesado lo más mínimo por cómo avanzaba la cuestión ni por la compilación de los documentos. Si Aliide hubiese sido una madre distinta, ¿estaría Talvi allí ayudándola a solucionar ese asunto?

El día anterior a la llegada de Zara, Aino había estado charlando de nuevo sobre el asunto de las tierras y Aliide le había vuelto a aconsejar por enésima vez que entregase una solicitud de recuperación conjunta con sus hermanos, por muy borrachos que fuesen. Si le pasaba algo a alguno de ellos, al menos quedaría alguien para ocuparse del asunto. Pero Aino quería esperar por lo menos hasta que el Ejército Rojo abandonase el país, pues sospechaba que los rusos volverían y entonces, ¿qué?, ¿de nuevo reunirían los vagones de ganado en la estación de tren? También Aliide tuvo que admitir que aquellos soldados no tenían pinta de marcharse; sólo aparecían en la aldea de vez en cuando para robar, se llevaban terneros y vaciaban las tiendas de tabaco. El único beneficio de tenerlos allí era que podías comprarles gasolina del ejército.

A Aliide le escocían los ojos y tenía la garganta seca. Incluso a aquella muchacha rusa sentada en aquella silla de patas flojas le interesaba más lo que ocurría en su cocina que a su propia hija. Talvi nunca hablaría sobre su niñez de un modo tan hermoso como aquella chica. Y Talvi nunca le había preguntado cómo se hacía la crema de caléndula, pero Zara quería conocer los ingredientes. A ella podrían interesarle todos los trucos aprendidos de Kreeli, qué plantas había que recoger por la mañana y cuáles en luna nueva. Y, si le era posible, seguro que la acompañaría a coger hierba de San Juan y milenrama cuando fuese la época, cosa que Talvi jamás haría.

1953-1956, oeste de Estonia

Aliide quiere dormir tranquila por las noches

Cuando Aliide llegó al hospital de maternidad, las rusas gritaban: «Padre Lenin, ayúdame.» Y seguían clamando por el Padre Lenin cuando salió de allí con Talvi, y también fue a Lenin a quien Martin dio las gracias cuando la recién nacida llegó a casa lloriqueando. Su marido había esperado mucho tiempo el nacimiento de un bebé y la espera le había resultado muy dura, convencido de que nunca sería padre. Aliide no se había preocupado por el asunto, ya que no le gustaban los niños y no deseaba criar uno de su propia estirpe en aquel nuevo mundo. No quería que su hijo perteneciese a él, pero el mismo año en que murió Stalin, en medio de la confusión causada por la muerte del Padrecito, en sus entrañas ya había empezado a gestarse el bebé. Martin le había hablado al bebé durante el embarazo, pero Aliide no era capaz de hablarle ni siquiera después de su llegada al mundo. Le dejó las palabras a Martin, mientras ella esterilizaba botellas de vodka para usarlas como biberones, se pasaba una eternidad contemplando cómo las tetinas se oscurecían en la cacerola o calentaba agujas de remendar calcetines para hacer los agujeros de las tetinas. Martin daba de comer a la niña, acudía a casa incluso durante su hora del almuerzo para llevar a cabo aquella importante tarea. Aliide lo intentó alguna vez, pero no fue capaz, de modo que la pequeña Talvi no dejaba de llorar hasta que llegaba su padre.