Aliide veló de otra manera por la tranquilidad de la infancia de su hija.
Una tarde, Martin llegó a casa apestando a vodka y empezó a limpiar setas, interrumpiéndose de vez en cuando para fumar un cigarrillo Priima. En la radio estaban perorando sobre la marcha del trabajo socialista, sobre quién y en qué había superado las expectativas. Aliide estaba preparando un postre con confitura Kosmos; apretó el tubo para echarla toda en un cuenco, le añadió agua hervida y ácido cítrico y el agua adquirió un color rojizo. Después, le dio el tubo medio vacío a la niña para que chupase directamente la confitura de grosella.
– Van a volver.
Aliide supo inmediatamente a quién se refería Martin.
– No hablarás en serio.
– Han empezado a amnistiarlos.
– ¿Y eso qué significa?
– Que Moscú permite que regresen. Es lo que dicen en Tallin.
Aliide estuvo a punto de comentar que Nikita estaba loco de remate, pero se calló, porque aún no sabía qué pensaba su marido sobre el dirigente, aparte de que parecía un hombre trabajador. A Aliide le parecía un cerdo y su mujer una cuidadora de cerdos. Muchos coincidían con su opinión, aunque ella nunca manifestaba la suya en voz alta. Pero ¿cómo que de vuelta? Justo cuando la vida empezaba a estabilizarse, a Nikita se le ocurría aquella idea disparatada. ¿En qué estaba pensando? ¿Dónde se imaginaba que iban a meter a toda aquella gente?
– Aquí no pueden venir. Haz algo.
– ¿Qué puedo hacer yo?
– ¡Y yo qué sé! ¡Cualquier cosa, pero que no vengan aquí! A ninguna parte de Estonia. ¡No pueden dejarlas regresar!
– ¡Cálmate! Todos han firmado un juramento de silencio según el artículo doscientos seis.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Que no pueden decir nada referente a la investigación de su caso. Y me imagino que aún tendrán que firmar otro antes de que los dejen salir. Otro respecto al tiempo que pasaron en el campamento.
– Entonces, ¿no pueden hablar de esos asuntos?
– Lo único que quieren es volver al lugar de donde proceden.
Ese diálogo agitado provocó el llanto de Talvi. Martin la cogió en brazos y empezó a hacerle arrumacos. Aliide sacó la botella de valeriana del armario con manos temblorosas. Le parecía que el suelo desaparecía bajo sus pies.
– Ya me ocuparé yo del asunto -dijo Martin.
Aliide confiaba en su marido, pues siempre cumplía sus promesas, y esa vez tampoco le falló.
No volvieron.
Se quedaron allí.
No es que hubiesen podido volver a aquella casa, ni siquiera a las proximidades, pero, aunque hubiesen estado en cualquier otra parte de Estonia, Aliide no lo habría soportado.
Quería dormir tranquila por las noches. Quería caminar tranquila en la oscuridad y pedalear en su bicicleta a la luz de la luna, cruzar el campo andando tras la puesta de sol y despertar por la mañana en una casa donde ella y Talvi no hubiesen ardido mientras dormían. Quería sacar agua del pozo y ver cómo el autobús del koljós traía a su hija del colegio, y también quería que estuviese a salvo cuando ella no vigilaba. Quería vivir sin encontrárselas nunca más. No era demasiado pedir. Era lo menos que podría hacer por el bien de su hija.
Cuando los retornados de los campos de internamiento llegaron y se adaptaron a su nueva vida, ella los reconocía entre el resto de la gente. Por su mirada apagada, que era igual en todos, fuesen jóvenes o viejos. Los esquivaba por la calle, los esquivaba ya desde lejos y se asustaba al hacerlo. Se asustaba antes de volver la cabeza, antes incluso de entender que había reconocido el olor a campo y la conciencia de haber estado allí que traslucían sus ojos. Eso era lo que no desaparecía de aquellas miradas, la conciencia de haber estado en un campo de internamiento.
Cualquiera de ellos podría ser Ingel o Linda. La sola idea le oprimía el pecho. Linda habría crecido tanto que Aliide no la reconocería. O cualquiera de los transeúntes podría ser alguien que hubiese estado en el mismo campo que su hermana, alguien del mismo barracón, alguien con quien Ingel tal vez hubiese hablado, alguien a quien pudo haberle mencionado a su hermana. Tal vez Ingel se hubiese llevado algunas fotografías de ella, ¿cómo iba a saberlo? Tal vez hubiera mostrado esas fotos de Aliide a alguien con quien ésta se cruzaba por la calle, y que tal vez la hubiera reconocido. Quizá ese alguien supiera de las injusticias cometidas por Aliide Truu, porque en los campos de internamiento las historias se propagaban como la pólvora. Tal vez ese alguien empezara a seguirla y les quemara la casa la noche siguiente. O la golpease en la nuca con una piedra, de regreso a casa. Tal vez alguien la dejara inconsciente en el camino que cruzaba el campo. Esas cosas pasaban. Accidentes extraños, atropellos desconcertantes. Martin le había asegurado que quienes habían estado en los campos de internamiento no podían ver sus expedientes, no sabrían nada de nada, pero todos los barracones tenían paredes, y donde hay paredes, hay también oídos.
Los que habían regresado de aquellos campos nunca se quejaban de nada, ni discutían ni protestaban. Era insoportable. Aliide sentía un deseo imperioso de arrancarles las arrugas que les circundaban los ojos y la boca, hacer con ellas un ovillo y tirarlas al tren que llevaba de vuelta a Narva.
1960, oeste de Estonia
Martin está orgulloso de su hija
Martin se enfadó con Talvi solamente una vez, cuando su hija era pequeña. Dos semanas antes de Año Nuevo, la niña había llegado a casa corriendo. Aliide estaba sola, así que tendría que contestar una pregunta que la niña no era capaz de aguantarse hasta la llegada de su padre.
– ¡Mamá! ¡Mamá, ¿qué es la Navidad?
– Cariño, eso tendrás que preguntárselo a tu padre -respondió ella mientras removía la salsa tranquilamente.
Talvi fue al recibidor a esperar que llegara su padre, se sentó contra la pared de madera y empezó a darle pataditas al tablón que había bajo el umbral de la puerta.
Cuando Martin llegó a casa se enfureció. No por la Navidad, porque para eso seguramente habría tenido una explicación válida. Se enfadó incluso antes de hablar de ello, porque primero Talvi quiso saber qué había sido aquella guerra de liberación que se mencionaba en un libro.
– ¿En qué libro?
– En éste -dijo, y se lo entregó a su padre.
– ¿De dónde lo has sacado?
– Me lo dio la tía.
– ¿Qué tía? ¡Aliide!
– ¡Yo no sé nada! -gritó ésta desde la cocina.
– ¿Y bien, Talvi?
– La madre de Milvi. Estuvimos jugando allí.