Sin siquiera coger su chaqueta, Martin salió de inmediato, seguido de la niña, para que le indicase dónde vivía Milvi.
Talvi fue la primera en volver a casa, corriendo y llorando; más tarde, antes de la cena, se sentó arrepentida al lado de su padre para hacer las paces. El humo del tabaco entraba lentamente en la cocina y pronto se oyeron las risas de la niña. Aliide acabó de cocinar el pollo a la cazuela y se sentó al lado de las patatas ya casi frías. La salsa que había preparado se enfriaba sobre la mesa, formándosele una película que atenuaba su brillo. Los calcetines sin remendar de Martin esperaban en la silla, debajo de la cual había una cesta llena de lana para cardar. Era evidente que al día siguiente Talvi se burlaría en el colegio de aquellos niños en cuyas casas se celebrase la Navidad. Y, por la noche, Talvi le contaría a su padre cómo le había tirado una bola de nieve al hijo de los Priks, y cómo le había preguntado a otro lo que su padre seguramente le estaría ordenando preguntar a los hijos de familias como ésa: «¿Habéis visto a Jesús por ahí? ¿Tu madre ya está impaciente?» Y su padre la cubriría de elogios, Talvi se pavonearía orgullosa y se enfadaría con Aliide, porque sabría instintivamente que, como de costumbre, su madre le escatimaría elogios. A éstos siempre les faltaría la sinceridad. Su hija crecería con los de Martin, con las historias que él le contaba, que nada tenían que ver con Estonia. Su hija iba crecer con unas historias que no tendrían nada de auténtico. Aliide nunca podría contarle a Talvi las historias de su propia familia, las que oyó de su madre, aquellas con que se quedaba dormida en sus Nochebuenas infantiles. No podría contarle nada de aquello con lo que ella misma había crecido, así como antes su madre, su abuela y su bisabuela. No le importaba no poder hablarle de su propia historia, pero sí de las otras, de todas aquellas con las que se había criado. ¿Qué clase de persona sería una niña que no compartía ni historias ni anécdotas ni bromas con su madre? ¿Cómo podía ser madre si no tenía a nadie a quien pedir consejo en tal situación?
Talvi no volvió a jugar con Milvi nunca más.
Martin estaba orgulloso de su hija. Declaraba que era una niña maravillosa. Tan maravillosa que había anunciado que de mayor querría un hijo de Lenin. Y a Martin no le importaba nada que Talvi no distinguiese una alquimila de un plantago, una Amanita muscaria de un níscalo, aunque a Aliide le pareciera imposible, con todo lo que había heredado de ella y de Ingel.
Años sesenta, oeste de Estonia
Los sufrimientos habitan en la memoria
En la familia, Martin se encargaba de todo lo relacionado con la educación de la niña, y Aliide de cuanto tenía que ver con las colas. Dado que con el paso de los años no habían llamado a su marido a Tallin, las insinuaciones sobre las posibilidades de su carrera se habían acallado, y Aliide ya no esperaba que él se encargara del aprovisionamiento por mediación del Partido, así que ella hacía cola cada vez, con Talvi de la mano, enseñándole a su hija cómo era la vida de una verdadera soviética. La fila de la carne conseguía evitarla porque en la carnicería tenía a una conocida, Suri. Cuando ésta la avisaba de que había entrado mercancía, Aliide zigzagueaba entre los contenedores de basura hasta la puerta trasera de la tienda, arrastrando a Talvi detrás. Nunca se adaptaba al lento ritmo de la niña, con lo que, a pesar de sus buenas intenciones, siempre apuraba el paso y la pequeña tenía que correr. Aliide sabía que lo hacía porque quería escapar de su hija, pero no era capaz de sentirse culpable por ello, y cuando intentaba aparentar ser una buena madre se sentía más ridícula que nunca. En presencia de otras mujeres, prefería alabar las habilidades paternas de Martin, y así su imagen de madre se diluía. Como Martin era un padre maravilloso, las otras mujeres consideraban a Aliide la más afortunada de todas ellas.
Por suerte, la niña creció y empezó a correr ágilmente tras su madre y también a través del enjambre de moscas que rondaba la parte trasera de la carnicería de Suri. A veces, las moscas se les colaban en la nariz y los oídos, a veces aparecían más tarde en el pelo, o al menos a Aliide le picaba tanto la cabeza que estaba convencida de que alguna le había puesto sus huevos en el cuero cabelludo. A Talvi las moscas no parecían molestarla, ni siquiera las espantaba, sino que dejaba que se paseasen por sus brazos y piernas, para gran repugnancia de su madre. Cuando salían de la carnicería, Aliide deshacía las coletas de su hija y le sacudía el cabello. Sabía que era una estupidez, pero no podía remediarlo.
El día en que Talvi contó que en el colegio les habían revisado los dientes, Aliide había estado con Suri en la trastienda de su establecimiento. La mujer acababa de limpiar las salchichas de Semipalatinsk con agua salada y un cepillo. A su espalda esperaban pilas de salchichas de Tallin y Moscú, todas agusanadas.
– No te preocupes. Estas van al mostrador, pero pronto llegará un cargamento de mercancía limpia.
Aliide consiguió meter en su bolso un buen botín compuesto por un par de longanizas de Polonia, un trozo de salchichón de Cracovia e incluso unas salchichas pequeñas. Justo estaba enseñándoselas a Martin cuando la sorprendente noticia de Talvi interrumpió el inventario de la compra.
– Dos caries grandes.
– ¿Y eso qué quiere decir? -le preguntó Aliide, asustándose de su propia voz, que sonó como el gimoteo de un perro apaleado.
Talvi frunció el cejo. El paquete de salchichas pequeñas cayó encima de la mesa y Aliide apretó las manos contra el mantel de plástico, pues habían empezado a temblarle. Notaba los cortes del cuchillo en el hule, las migas de pan y la suciedad que se metía en los resquicios. Era como si estuviese lloviendo algo desde la pantalla naranja de la lámpara, la bombilla dejaba caer porquería de las moscas sobre su cabeza. La valeriana estaba en la alacena. ¿Conseguiría sacarla y echar unas gotas en el vaso sin que Martin se diera cuenta?
– Quiere decir… ¡quiere decir que vamos a visitar al camarada Borís! Talvi, ¿te acuerdas del tío Borís? -Martin soltó una risita.
La niña asintió con la cabeza. Martin tenía grasa en las comisuras de la boca. Dio otro mordisco. Los trozos de tocino brillaban en la salchicha de Cracovia. ¿Martin siempre había tenido los ojos tan hinchados?
– ¿Estaba seguro el que te ha revisado los dientes de que tienes dos caries? A lo mejor no hace falta hacer nada -sugirió Aliide.
– Pero yo quiero ir a la ciudad.
– Ahí la tienes -sonrió Martin.
– Papá te comprará un helado después.
– ¿Qué? -se sorprendió Martin-. Pero si Talvi ya es una chica grande y puede ir sola en autobús.
– Papá también te comprará juguetes nuevos -añadió Aliide.
Talvi empezó a dar saltitos delante de Martin y a tirarle del brazo.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
En aquel momento era incapaz de pensar en nada. Nada de nada, sólo quería conseguir que Martin acompañase a Talvi al dentista. Con él estaría a salvo. Le zumbaban los oídos. Metió las salchichas y el salchichón en la nevera, empezó a guardar la vajilla ruidosamente en la alacena, y, con disimulo, consiguió echar un poco de valeriana a escondidas en un vaso. Y agua. Y pan, para que el olor de la medicina no se le notase en el aliento.
– De paso puedes aprovechar y saludar a Borís. ¿No estaría bien?
– Sí, claro, pero los trabajos…
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -Los gritos de Talvi interrumpieron a Martin.
– Vale, vale, algo inventaremos. Haremos una bonita excursión al dentista.
Talvi tenía los ojos igual a los de Linda. La cara de Martin y los ojos de Linda.
1952, oeste de Estonia
Olor a hígado de bacalao, luz amarillenta de una lámpara