– Para la ensalada de invierno: trescientos gramos, la misma cantidad de ajo, manzana y pimiento. Un kilo de tomates, sal. Azúcar y vinagre. Todo dentro de un tarro, nada más, y ni siquiera hace falta calentarlo. Así se conservan las vitaminas.
Zara movía los dedos con habilidad al trocear los tomates, pero tenía otra vez la lengua como entumecida. Quizá Aliide se enfadaría con ella si sabía quién era, y si entonces se negaba a ayudarla, ¿adónde iría? ¿Cómo arriesgarse a estropear aquel ambiente distendido que habían creado los recuerdos de Vladivostok? La abuela y Aliide no podrían haberse enfadado por unas cuantas espigas, seguro que no, por mucho que Aliide insistiese. ¿Qué había ocurrido en realidad?
Había estado observando a la mujer todo el tiempo, mientras ésta, de espaldas, se concentraba en las tareas del hogar. Había visto su fragilidad y sus uñas ennegrecidas, la piel bronceada y arrugada como la corteza de un árbol, bajo la cual se distinguían claramente las venas azuladas. Había buscado algo familiar en ella, pero la anciana que se afanaba en aquella cocina no se parecía en nada a la chica de la fotografía, menos aún a la abuela, así que Zara se había concentrado en observar la casa. Cuando Aliide no la veía, aprovechó para tocar la tijera de esquilar que colgaba de la pared y una llave grande y oxidada. ¿Sería la del establo? Colgaba de la pared de la habitación, justo al lado de la estufa, cuando la abuela vivía allí. Encima del marco de la puerta había un diente de madera de un rastrillo fabricado por el padre de su abuela. Había un mueble que se utilizaba para el aseo, y un perchero negro del que ahora colgaba la chaqueta de Aliide. ¿Sería en ese armario donde la abuela había guardado su ajuar bien doblado? Allí estaba la estufa a la que la abuela se arrimaba cuando tenía frío, y por detrás del armario habían metido una rueca. ¿Sería con la que hilaba? Allí estaba la lanzadera de su abuela, aquí el pedal y el huso.
Cuando Zara fue a buscar unos tarros de cristal vacíos a la despensa, se topó con un cuenco de madera tras el recipiente de enfriar la leche. Lo había tocado y olisqueado. En los bordes del cuenco había algo áspero al tacto. Era levadura de centeno. ¿Sería parte de la que su abuela había usado para hacer pan? Dos días y medio, le había explicado ésta. La masa tenía que reposar y fermentar dos días y medio en la habitación de atrás, bajo un paño, a fin de que estuviese lista para amasar. Entonces, el olor del pan se extendía por toda la habitación trasera y al tercer día empezaban a amasar. Amasaban con la frente perlada de sudor, dándole vueltas y vueltas. Aquella misma masa reseca y cubierta de polvo que probablemente no se había usado en décadas, esa misma levadura, la habían amasado las manos jóvenes de la abuela cuando el abuelo y ella aún vivían allí felices. A la que amasaba había que acercarle de vez en cuando agua para que se mojase las manos. Calentaban el horno con leña de abedul, y más tarde metían dentro un cuenco con carne salada, la grasa se derretía chisporroteando y mojaban en ella el pan recién hecho. ¡Ese sabor! ¡Ese olor! ¡El centeno de su propio campo! Todo aquello le parecía extraño y triste, y el cuenco de madera se le antojó de repente algo muy cercano, como si hubiese tocado la mano de su abuela joven. ¿Cómo había sido aquella mano juvenil? ¿Se acordaría de ponerse cada noche grasa de ganso? Zara había querido curiosear también en el jardín, se había ofrecido a sacar agua del pozo, pero la anciana le había dicho que mejor que se quedase dentro. Tenía razón pero, aun así, Zara tenía ganas de salir. Quería dar una vuelta alrededor de la casa, ver todos aquellos sitios, oler la tierra y la hierba, llegarse hasta el cobertizo y mirar por debajo. De pequeña, la abuela había imaginado que los espíritus de los muertos vivían allí, que la arrastrarían hasta allí abajo y que nunca sería capaz de salir. Contemplaría con impotencia cómo la buscaban, cómo su madre era presa del pánico, cómo su padre corría de un lado a otro, cómo la llamaban y ella era incapaz de decir nada, porque los espíritus se le habían pegado a la boca, unos espíritus que sabían a grano enmohecido. Zara quería ver si el árbol de manzanas de la abuela aún estaba en pie, si era el más cercano al cobertizo. Al lado de aquel manzano blanco tendría que haber otro de manzanas ácidas que a lo mejor reconocía, aunque nunca las hubiera probado. Y quería ver la pavía y el ciruelo y las piedras que se erguían en medio del terreno detrás del cobertizo, allí donde había serpientes, que a la abuela le daban miedo, pero donde también había moras y por eso siempre iba. Y las alcaraveas, ¿las tendría Aliide aún en el mismo lugar?
1991, Berlín
El amargo precio de los sueños
Ya desde el principio, Paša le dejó claro que estaba en deuda con él. En cuanto la saldase, podría marcharse, pero primero debía pagar. Y sólo podía pagarle trabajando para él con eficacia, haciendo trabajillos bien retribuidos.
Zara no comprendía el motivo de dicha deuda. A pesar de todo, empezó a calcular cuánto capital había amortizado, cuánto le quedaba aún, cuántos meses, cuántas semanas, días, horas, cuántas mañanas, cuántas noches, cuántas duchas, mamadas, clientes. A cuántas chicas le daría tiempo de conocer. De cuántos países. Cuántas veces se pintaría aún los labios de rojo y cuántas veces Nina volvería a coserle puntos. Cuántas enfermedades cogería, cuántos moratones le saldrían. Cuántas veces le meterían la cabeza dentro de la taza del váter o cuántas volvería a estar segura de que se ahogaría en el lavabo con las garras de hierro de Paša en la nuca. El tiempo, aparte de las manecillas de un reloj, corría también de otra manera, y su calendario se renovaba a todas horas, porque le ponían nuevas multas diariamente. Bailaba mal incluso después de haberlo ensayado durante una semana.
– Así que son cien dólares -dijo Paša-. Y cien dólares más por los vídeos.
– ¿Qué vídeos?
– Y cien dólares más por ser estúpida. ¿O acaso la niña piensa que está viendo esos vídeos gratis? Te los han traído para que aprendieses a bailar. Si no, estarían en venta. ¿Entiendes?
Lo entendía, porque no quería más multas, que le ponían de todas maneras por aprender mal las cosas, por clientes que se quejaban, por no tener la expresión adecuada… Y otra vez había que empezar a contar el tiempo desde el principio. ¿Cuántos días, cuántas mañanas, cuántos ojos morados?
Y, por supuesto, comías según trabajabas.
– Mi padre estuvo en el Perm en el treinta y seis. Allí tampoco comías si no trabajabas -le había dicho Paša.
Paša la alababa y aseguraba que la deuda iba reduciéndose a muy buen ritmo. Zara quería creer en aquella libreta de tapas malolientes azul marino y un sello de calidad de la Unión Soviética. Los números escritos con letra perfecta y en columnas bien rectas hacían que las promesas de Paša pareciesen por lo menos verosímiles, por lo que era bastante fácil confiar en ellas, al menos si una se esforzaba. Y la única manera de salir adelante era creérselas. Una persona tiene que creer en algo para sobrevivir, y Zara decidió confiar en que la libreta de Paša era su visado de salida. En cuanto fuera libre, conseguiría un pasaporte nuevo, una identidad nueva, una historia nueva. Eso pasaría algún día. Algún día se reconstruiría a sí misma.