– Vale, con eso sí que te puedes quedar. -Y había continuado riendo-. Pero primero tienes que darme las gracias.
Entonces, Zara se había desnudado para agradecérselo.
Paša dejó la puerta abierta. Había unas chicas nuevas que se apiñaban en un grupo al que Lavrenti estaba sacando a empujones al patio, donde esperaba un camión. Se oían lloriqueos. El viento soplaba con fuerza incluso en el interior del patio y acariciaba el cuerpo de Zara; era una sensación maravillosa, y aspiró los gases del tubo de escape y el viento. La última vez que había estado al aire libre había sido cuando la habían llevado allí.
Lavrenti le hizo señas con la mano y la mandó subir al Ford, estacionado detrás del camión.
– Nos vamos a Tallin.
Zara le sonrió y subió de un salto. Tuvo tiempo de reparar en la expresión asombrada de Lavrenti, pues era la primera vez que ella le sonreía.
Esta vez no la esposaron. Sabían que no pretendería escapar.
En todas las fronteras había colas. Tras echar una ojeada con fastidio, Paša se iba a arreglar la situación. Cuando terminaba, volvía al coche, donde esperaban Lavrenti y Zara, pisaba el acelerador y adelantaba a la cola casi volando, cruzaba la frontera y el viaje continuaba. Desde Varsovia por Kuznirca hasta Grodno, Vilna y Daugavpils, y todo el camino a gran velocidad. Zara iba con la nariz pegada a la ventanilla. Se acercaba Estonia, los pinos pasaban volando, las lecherías, las fábricas, los postes de teléfono y las paradas de autobús, los campos, un huerto de manzanos donde pastaban vacas. Hacían breves paradas de vez en cuando, y Lavrenti le llevaba comida a Zara de algún puesto. De Daugavpils fueron a Sigulda, donde se detuvieron porque Lavrenti quería mandarle una postal a Verotska y sacar unas fotografías. Las amigas de su mujer habían estado allí años atrás, y le habían traído un bastón de madera como recuerdo, con la palabra «Sigulda» grabada a fuego junto a unos dibujos ornamentales. Verotska, por entonces embarazada, no había podido acompañarlas, pero ellas le habían contado que los sanatorios de Sigulda eran maravillosos. ¡Y el valle del río Gauga! Lavrenti bajó para preguntar por dónde se iba y le dijo a Paša que parase justo donde empezaba el teleférico.
Dejaron el coche algo apartado de la taquilla, debajo de unos árboles.
– La chica también podría venir.
Zara se sobresaltó y miró a Paša.
– ¿Tú estás loco o qué? ¡Vete ya! ¡Y no tardes!
– No va a intentar nada.
– ¡Que te vayas, joder!
Lavrenti se encogió de hombros como diciéndole a Zara que otra vez sería y se encaminó a la taquilla. Ella lo observó alejarse y aspiró profundamente el olor de Letonia. El suelo estaba lleno de envoltorios de helado. En aquel lugar reinaba aún una atmósfera de niños en vacaciones y familias reunidas, de festones en las faldas de las esposas de los líderes del Partido, del entusiasmo de los pioneros y el sudor de los atletas soviéticos. Lavrenti les había contado que su hijo había estado allí entrenándose, igual que el resto de deportistas de élite soviéticos. ¿Era su hijo atleta? Zara tendría que memorizar lo que decía aquel hombre. Podría serle útil. Debía lograr que confiase en ella, podría convertirse en su favorita.
Paša tamborileaba en el volante. Tap, tap, tap. Las tres cúpulas que llevaba tatuadas en el dedo corazón de cada mano daban saltitos. El año 1970 ondeaba también al son del tamborileo; en cada dedo había una fecha de un azul ya desvaído. ¿Sería su fecha de nacimiento? Zara no lo preguntó. De vez en cuando, él se hurgaba el oído. Sus lóbulos eran tan pequeños que en realidad casi no tenía. Zara observaba la carretera, midiéndola. Si echaba a correr, no llegaría muy lejos.
– ¡Los chicos de Perm ya están esperándonos en Tallin!
Tap, tap, tap.
Paša estaba nervioso.
– ¿Dónde se habrá metido ése? ¿Por qué demonios tarda tanto?
Tap, tap, tap.
Sacó dos botellas de cerveza, las abrió y le dio una a Zara, que bebió con ansia. Al otro lado de la ventanilla, la carretera la llamaba, pero Estonia estaba cerca. Paša bajó del coche, dejó la puerta abierta y encendió un Marlboro. Un soplo de aire le secó el sudor. Una familia pasaba por allí. Turaida pils, canturreaba el niño, el letón resonaba, frizetava, la mujer se ahuecó el pelo reseco, el hombre negó con la cabeza, particas veikas, la mujer asintió, cucurs, la voz se elevó, piens, maize, apelsinu sula, los ojos de ella se fijaron en Zara, que desvió la mirada y se reclinó contra el respaldo, la mujer no se detuvo, es nesprotu, la falda plisada ondeaba con ligereza, siers, degvins, los dedos de los pies de la mujer rozaban la tierra entre las tiras de cuero de las sandalias. Pasaron de largo, las anchas caderas desaparecieron bamboleándose, la fragancia de su eau de cologne llegó hasta el coche; una familia normal y corriente desaparecía en el teleférico y Zara seguía sentada en aquel coche que olía a gasolina. No, no podía gritar, no podía hacer nada.
La carretera estaba desierta. Los arbustos brillaban al sol. Una motocicleta con sidecar los adelantó con un zumbido y la carretera volvió a quedarse vacía y ardiente. Zara rebuscó un Valium en su sujetador. ¿La matarían a tiros en pleno día si echaba a correr, o la atraparían? Claro que la cogerían. Apareció una niña en una bicicleta muy grande. Llevaba sandalias y unos calcetines que le llegaban hasta la rodilla. A un lado del manillar colgaba una cesta de plástico y al otro un pequeño cacharro de leche. Zara la miró fijamente y la niña la saludó con la mano y le sonrió. Zara cerró los ojos. Tenía un mosquito en la frente, pero no le quedaban fuerzas para espantarlo. La puerta se abrió de golpe. Zara alzó los ojos. Lavrenti. El viaje continuó. Paša conducía. Lavrenti sacó una botella de vodka y un pan, al que fue dando bocados entre trago y trago, limpiándose con la manga. Un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga.
– He ido a Turaida.
– ¿Adónde?
– A Turaida. Se veía desde ahí, desde el muro.
– ¿Desde qué muro?
– Desde donde sale el teleférico. Hay unas vistas preciosas. Se ve hasta el otro lado del valle. Hay una mansión y después el castillo de Turaida.
Paša subió el volumen de la música.
– He ido en taxi. La mansión era un sanatorio y de ahí he cogido un taxi hasta Turaida.
– ¿Qué dices? ¿Por eso has tardado tanto?
– El taxista me ha contado una historia sobre la rosa de Turaida.
Paša pisó el acelerador. A Lavrenti le temblaba la voz por el vodka y la emoción. Paša subió más la música, probablemente para no oírlo, Lavrenti se apoyó contra el hombro de Zara. Su aliento a alcohol era frío, pero en su voz pesaba la melancolía y la añoranza. De repente, Zara se reprochó haber reconocido eso en la voz de Lavrenti, pues era la voz de su enemigo, no la de una persona.
– Allí he visto una tumba, la tumba de la rosa de Turaida. La tumba de un amor verdadero. Acababa de salir una pareja de recién casados y habían dejado rosas. La novia iba vestida de blanco… Alguien había dejado también claveles rojos.
Lavrenti se interrumpió. Le ofreció la botella a Zara, que tomó un trago. También le tendió el pan. Ella cogió un trozo. La trataba con cierta ternura. La capacidad de observación de los tiernos se debilita. A lo mejor podría escapar. Pero si intentaba hacerlo entonces tendría que ir a otra parte, no a donde iban ellos. Y no sería capaz.