Paša reía.
– La rosa de Turaida también tenía los ojos azules -se burló-. ¿Acaso preparaba el mejor saslik del mundo?
Lavrenti le golpeó el hombro con la botella. El coche dio un par de peligrosos bandazos, de arcén a arcén.
– ¡Estás loco o qué!
Consiguió recobrar el control del coche y continuaron viaje hacia donde pasarían la noche, mientras Paša parloteaba sobre sus planes en Tallin.
– Y unos casinos como en Las Vegas. Sólo hay que ser rápido, hay que ser el primero, la lotería de Tallin y sus casinos. ¡Todo es posible!
Lavrenti bebía vodka, partía pan y se lo ofrecía a Zara, y los graves de la radio hacían vibrar el coche todavía más que los baches de la carretera. Paša seguía con su Salvaje Oeste, porque eso era lo que significaba Tallin para él.
– Vosotros, los estúpidos, no lo entendéis.
Lavrenti frunció el cejo.
– Lo que ocurre es que tú no tienes a Rusia en el corazón.
– Pero ¿qué dices? ¡Estás como una cabra!
Paša le dio un empujón y Lavrenti se lo devolvió, y el coche volvió a dar bruscos bandazos. Zara intentó esconderse como pudo en el espacio entre los asientos. El coche se balanceaba y daba tumbos, el bosque pasaba volando alrededor, aquellos pinos negros. Zara tenía miedo, la saliva con olor a alcohol la salpicaba, olía a la cazadora de piel de Paša, a los asientos de skay del Ford, al ambientador Wunderbaum, el coche seguía dando bandazos, y la pelea continuó hasta que se calmaron los ánimos. Zara se atrevió finalmente a cerrar los ojos. Despertó cuando Paša entró derrapando en la finca de su socio. Se quedó hablando con los otros hombres toda la noche, mientras Lavrenti llevaba a Zara a su habitación y se le echaba encima, sin dejar de repetir el nombre de Verotska.
Por la noche, se quitó la mano de Lavrenti del pecho con cuidado, se levantó de la cama con sigilo y fue hasta la ventana cerrada con pestillo. Parecía fácil de abrir. La carretera, que se distinguía entre las cortinas, era como una lengua gorda y seductora. En Tallin, probablemente volvería a estar encerrada en una habitación con cerrojos. Algún día las cosas tenían que cambiar.
Al día siguiente llegaron a Valmiera, donde Lavrenti le compró a Zara unas chucherías, y luego continuaron hacia Valga. Paša y Lavrenti no se hablaban más que lo imprescindible. Estonia se acercaba. La carretera la llamaba, pero Estonia ya estaba muy cerca. Y ella no escaparía, claro que no, no podría.
En la frontera de Valga, Paša sacó un mapa arrugado del bolsillo. Lavrenti le dio unos golpecitos con el dedo.
– No cruzaremos por el puesto de guardia fronteriza. Mejor demos un rodeo.
El coche avanzó ruidosamente por una carretera secundaria y cuando al fin dejaron atrás una columna de madera, que indicaba la frontera, entraron en Estonia. La mano de Lavrenti descansaba sobre el muslo de Zara y de repente ella sintió un intenso deseo de acurrucarse en su regazo y dormir. Debía tanto dinero que ya no podía contarlo. Algún día.
La noche anterior Lavrenti le había prometido que, en cuanto Paša inaugurara sus casinos, Zara iría a trabajar a uno de ellos y ganaría muchísimo más dinero. Podría pagarlo todo.
Algún día.
1992, Tallin
¿Por qué Zara no se había matado antes?
En realidad fue sin querer.
En Tallin había protagonizado varios vídeos buenos. O por lo menos tan logrados que Lavrenti siempre ponía uno cuando Paša no estaba. Lavrenti aseguraba que Zara tenía los ojos de Verotska, del mismo azul. Paša sospechaba que estaba colado por ella, y se burlaba. Lavrenti se sonrojaba. Paša se desternillaba de risa.
Algunos vídeos eran tan buenos que Paša incluso se los llevó a su jefe, el cual se entusiasmó con Zara y quiso conocerla.
El jefe tenía dos enormes anillos de sello y usaba colonia Kouros. Seguramente no se había lavado el miembro en varios días, pues tenía grumos blancuzcos en el vello.
Los zapatos de Zara lucían unos adornos dorados en forma de rosca en el tacón y un lazo igualmente dorado en el talón. Su punta estrecha y afilada le apretaba los dedos. En sus medias brillaban unas mariposas plateadas a la altura del tobillo.
El jefe puso el vídeo y quiso que ella le hiciese lo mismo que en la pantalla.
– Supongo que sabes que eres una furcia, ¿verdad?
– Lo sé.
– Dilo.
– Soy una furcia y no voy a cambiar. Siempre he sido furcia y siempre lo seré.
– ¿Y dónde está la casa de la furcia?
– En Vladivostok.
– ¿Cómo?
– En Vladivostok.
– Te equivocas. La casa de la furcia esta aquí. La casa de la furcia esta aquí, donde está su amo y los huevos de su amo. La furcia no tiene ni va a tener otra casa. Nunca. Dilo.
– Como soy una furcia, mi casa está aquí, donde están los huevos de mi amo.
– Muy bien. Ahora te ha salido casi perfecto. Repite mis últimas palabras.
– La furcia nunca va a tener otra casa.
– ¿Y por qué esta furcia aún lleva la ropa puesta?
Zara oyó una especie de chasquido. Podía venir de fuera. O de dentro. El jefe no se enteraba de nada. Fue un ruido leve, como cuando se aplasta un ratón o se parte la espina reseca de un pescado. Como cuando masticas los cartílagos de la oreja de cerdo. Empezó a desnudarse. Las piernas, con muslos depilados y piel de gallina, le temblaban. Las bragas alemanas cayeron al suelo, sus puntillas elásticas de buena calidad se arrugaron como un globo sin aire.
Fue fácil. Ni siquiera le dio tiempo de pensarlo. No tuvo tiempo de pensar nada. En un instante, el cinturón ya estaba alrededor del cuello del jefe y ella tiraba con todas sus fuerzas.
Fue el polvo más fácil de su vida.
Como no estaba segura de si el hombre había muerto, cogió una almohada y la presionó contra su cara durante diez minutos. Supo el tiempo por un reloj dorado que emitía un tictac grave y familiar, pues habían tenido uno igual en Vladivostok; probablemente los fabricaban en Leningrado. El hombre no se movió. Bien hecho para ser una principiante, muy bien, a lo mejor hasta poseía un talento natural. La idea la hizo sonreír. En aquellos diez minutos sí le dio tiempo a pensar en todo. Había tardado mucho en aprender a leer y nunca había aguantado el ritmo en la clase de gimnasia de las mañanas, no tenía el porte erguido que la profesora exigía, y su saludo de pionera no era tan enérgico como el de los otros. Siempre llevaba el uniforme del colegio desaliñado, aunque se esmerara en arreglarlo. Nunca había sabido hacer nada a la primera, menos esa vez. Miraba el reflejo de su propio cuerpo en la ventana oscura, su propia figura encima de aquel gordo, mientras le presionaba la cara con la almohada ya aplastada por el uso. Había tenido que observar su propio cuerpo tanto que ya le resultaba extraño. Quizá a un cuerpo extraño se lo podía hacer funcionar mejor que al propio en situaciones como aquélla. Quizá por eso le había resultado tan fácil. O a lo mejor simplemente era que se había convertido en uno de ellos, en la clase de persona que había sido aquel hombre.
Fue al cuarto de baño y se lavó las manos. Rápidamente, se puso el sujetador, las bragas, las medias y el vestido. Se aseguró de llevar la foto escondida y de que los tranquilizantes seguían en su sitio. Luego pegó la oreja a la puerta. Los hombres del jefe jugaban a las cartas, el vídeo seguía puesto, no había indicios de que se hubiesen percatado de nada extraño. Tarde o temprano lo verían y oirían todo, ya que el jefe tenía la casa llena de micrófonos y cámaras. Pero no estaba permitida la vigilancia cuando se hallaba en compañía de mujeres.