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Bebió champán en una copa de cristal de bohemia, decorado con unas flores que parecían de aciano. Bien mirado, siempre había tenido al alcance de la mano toda clase de copas y vasos, bien podría haber robado uno y cortarse el cuello. O sea, podría haberse marchado mucho antes si de verdad lo hubiese deseado. Entonces, ¿significaba eso que había querido quedarse para inhalar popper y trabajar de puta? ¿Acaso Paša sólo la había guiado a la profesión que mejor le iba? ¿Sólo se había imaginado que quería escapar, que todo era horrible? ¿Le gustaba de verdad aquello, era su corazón un corazón de puta y su carácter un carácter de puta? Tal vez estaba cometiendo un error huyendo de su destino de puta, pero ya era tarde para pensarlo.

Cogió unas cuantas cajetillas de tabaco y cerillas; registró los bolsillos del jefe, pero no había dinero y tampoco tenía tiempo para un registro más minucioso.

La vivienda estaba en el último piso y se podía acceder al tejado a través de una precaria escalerilla de incendios, y desde allí al otro tramo de escalera. De ese modo evitaría a aquellos hombres de aspecto militar que montaban guardia ante la puerta. Descendió por la oscura escalera que apestaba a orina hasta llegar abajo. Se tropezó con un escalón roto y se dio de bruces en un rellano, contra una puerta acolchada con skay, cuyo relleno amortiguó el golpe. Del interior venían unas risas de niños que repetían: babushka, babushka. Abajo se tropezó con un gato y con unos buzones medio abiertos. La puerta de entrada chirrió. Delante había un coche negro y bien encerado que relucía incluso en la oscuridad, dentro del cual fumaba un hombre; a través del cristal se podía ver el brillo tenue de su cazadora de piel. Una canción rusa sonaba machacona. Cuando pasó ante el coche no lo miró, como si eso impidiese que el hombre la viese. Y a lo mejor así fue, porque éste siguió moviendo la cabeza sin interrupción al son de la música.

Después de doblar la esquina se detuvo un instante. Se sentía ligera, en un estado tolerable a pesar de llevar el vestido rajado y las medias llenas de carreras. Iba descalza. La gente se fijaría en una mujer descalza por la calle. No debía llamar la atención. Sin embargo, tenía que seguir adelante, no podía demorarse ni un segundo. Algunas farolas rotas proyectaban una luz intermitente y amarillenta; algunos transeúntes regresaban a sus casas. La oscuridad ensombrecía sus rostros. La zona le era completamente desconocida, tal vez había estado allí algún día con un cliente, tal vez no, el hormigón parecía igual en todas partes. Llegó a una calle más ancha, atravesada por un puente elevado. Un sucio autobús amarillo pasó traqueteando y dando bandazos, pero sus faros alumbraban tan poco que nadie la vería y, aunque la viesen, probablemente no interesaría a nadie antes de que Paša empezase a hacer preguntas y el miedo y el dinero lograsen que la gente recordarse cosas de las que en realidad uno jamás recordaría. Siempre aparecería alguien para acordarse. No existía oscuridad sin ojos.

Al autobús lo seguía un sedán Moskovits con un faro delantero fundido, y luego un Ziguli estruendoso.

La parada surgió en medio de la oscuridad tan de repente que no tuvo tiempo de rodearla o cambiar de dirección. Irrumpió abruptamente entre un grupo de personas que estaba esperando, entre las faldas cortas y las medias claras de chicas de aspecto decente que desprendían una fragancia a inocencia y abortos al mismo tiempo; sus uñas rojas arañaban la oscuridad y el futuro de una manera familiar. Su aparición repentina causó un revuelo de sorpresa, los pendientes y los lóbulos alargados de las abuelas se balancearon, y los hombres no tuvieron tiempo de proteger a las chicas rodeándolas con el brazo. Más allá del grupo se cruzó con un borracho que apestaba a colonia. Atrás quedó también el crujido de unas bolsas de plástico estampadas con divertidos veleros que parecían aproados hacia el maravilloso futuro de aquellas chicas.

Volvió entre los edificios. No podía subir descalza a un autobús. Alguien podría acordarse de una mujer sin zapatos y sin aliento. Y lo contaría. Pasó corriendo por bloques de apartamentos con rejas en las ventanas y los balcones, atravesó calles desiertas llenas de baches, pasó por solares abandonados, por contenedores de basura rebosantes, entre bolsas de pasta y masa desparramadas en la calle, por tiendas. Pisó una bolsa de kéfir medio vacía, siguió corriendo, pasó junto a una vieja que llevaba una bolsa de cebollas, por unos columpios y por un cajón de arena que olía a gato. Se cruzó con unas mujerucas cobijadas junto a un muro, piel blanca de heroinómano y rímel corrido, con niños que esnifaban pegamento y reían grotescamente, corrió sin rumbo hasta que divisó un maltrecho quiosco abierto como en una carcajada. Se detuvo. Por la ventana divisó cajetillas de tabaco, pero había un grupo de chicos con corte de pelo militar bromeando con el quiosquero. Sin dejar que la viesen, volvió sobre sus pasos y buscó una ruta nueva, dejó atrás aquella manada de chicos de aspecto castrense, allí plantados, con las piernas separadas y sus cuellos de toro. Pasó a la carrera a través del bullir de la gente y del aliento pringoso que rezumaban los bloques de cemento, lejos de los edificios colosales, lejos del gueto de las cucarachas y el siseo de las jeringuillas, hasta que llegó a una calle aún más ancha. ¿Ahora adónde? El sudor le corría por la espalda, la etiqueta de Seppälä de su vestido parecía un cojín mojado sobre la tela fina, la oscuridad rugía a su alrededor, el sudor la helaba. En algún lugar de Tallin estaba Taksopark, había oído hablar de ella a un cliente, una parada de taxis abierta día y noche. Pero ¿de qué le serviría? Los primeros en ser interrogados serían los taxistas, y ella no sabía robar coches, y menos aún conducir. Tenía que haber otro lugar, una gasolinera donde parasen los camioneros; a algún sitio tendrían que ir y ella también iría de algún modo, sin que nadie se diese cuenta. Y de repente se encontró con un camión aparcado en la carretera delante de ella. El motor estaba en marcha, la cabina, vacía, la pintura verde oscuro se mimetizaba con el entorno; con esfuerzo, se subió a la plataforma. Al cabo de un instante, el conductor salió de entre los arbustos, la hebilla de su cinturón tintineó al cerrarse. Subió a la cabina y arrancó.

Zara se agachó entre las cajas.

Las luces de la carretera apenas iluminaban. Después desaparecieron. Empezaba a levantarse niebla. Una caseta vacía de la GAI, el servicio de seguridad vial, pasó por su lado. Los pequeños reflectores que bordeaban la carretera aparecían y desaparecían uno tras otro. Un BMW los adelantó a gran velocidad y con la música a todo volumen, levantando una nube de gravilla. No había más tráfico. El conductor paró en medio de un lugar desierto y bajó. Zara observaba alrededor desde su escondite; en la oscuridad apenas distinguió la palabra «Peoleo». El conductor volvió soltando un eructo y siguieron el viaje.

De vez en cuando, los faros iluminaban señales medio caídas, pero Zara no podía leerlas. Levantó la lona que cubría la plataforma justo lo suficiente para ver el exterior y descubrió que por ese lado el camión no tenía espejo lateral. Entonces asomó la cabeza un poco más. Aquel camionero podía estar dirigiéndose a cualquier lugar, incluso a Rusia. Lo mejor sería saltar en cuanto se hubiesen alejado de Tallin. Seguramente pararía en algún sitio a orinar o a beber algo. Y entonces, ¿qué? Tendría que buscar otro medio. Haría autostop. Los coches provenientes de Tallin probablemente no regresarían enseguida, todo el que salía de Tallin estaría algún tiempo fuera del alcance de Paša y sus hombres. ¿O estaba siendo demasiado optimista? Paša tenía oídos por todas partes y Zara era bastante fácil de reconocer. Si al menos consiguiese encontrar un coche con destino al extranjero… Pero entonces tendrían que cruzar la frontera en algún momento y Paša ya habría colocado a algún esbirro de guardia. Por eso sería mejor encontrar un coche que fuese al mismo sitio que Zara, conducido por alguien al que Paša nunca pudiese encontrar. ¿Cómo sería esa persona? ¿Y quién recogería a Zara en plena noche y en una carretera oscura? Alguien decente no estaría fuera a esas horas, sólo los ladrones y los hombres de negocios como Paša. Se palpó el bolsillo secreto del sujetador. La fotografía seguía en su sitio, la fotografía y el nombre de la aldea y la casa. El camión aminoró la marcha y se arrimó al arcén. El conductor bajó y se dirigió a los arbustos. Zara descendió de la plataforma y cruzó la carretera a todo correr hasta los árboles. El camión continuó su viaje. Cuando los faros se perdieron en la lejanía, la oscuridad fue completa. En el bosque había ruidos. La hierba estaba viva. Un búho ululaba. Zara se acercó al borde de la carretera.