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Enseguida empezaría a amanecer. Sólo habían pasado dos Audis a gran velocidad y con la música atronando. Desde la ventanilla de uno habían arrojado una botella de cerveza que había caído cerca de ella. No subiría en un coche occidental, pues todos pertenecían al mismo tipo de gente. ¿A qué distancia estaría ahora de Tallin? En aquel camión había perdido la noción del tiempo. El frío húmedo le entumecía los miembros, así que se frotó los brazos y las piernas, movió los dedos de los pies y los tobillos, una y otra vez. Si se sentaba tenía frío, pero le costaba mantenerse en pie. Tendría que llegar a algún sitio antes del amanecer, lejos de la mirada de la gente. A su destino, a aquella aldea, la de la abuela. Debía serenarse y mantener la misma calma que había tenido cuando, escondida entre las cajas del camión, se había prometido que, aunque aquel vehículo no se dirigiese a su aldea, ella sí lo haría.

A lo lejos se oía un coche acercarse más despacio que los de marcas occidentales. Sólo le funcionaba un faro. Impulsivamente, Zara salió de la espesura y se colocó en medio de la carretera. La tenue luz alumbró sus piernas embarradas. No se apartó porque estaba segura de que, si lo hacía, aquel Ziguli pasaría de largo. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla; era un viejo. Se detuvo. Un cigarrillo relucía en una boquilla en una comisura de su boca.

– ¿Podría llevarme hasta el pueblo? -preguntó Zara en un estonio tosco.

El hombre no contestó y ella sintió ansiedad. Le contó que se había peleado con su marido y que éste la había tirado del coche en marcha, y que por eso estaba allí, en medio de la nada. Su marido seguramente volvería a buscarla, y ella tenía miedo, porque era un hombre malo.

El viejo se quitó la boquilla de la boca, sacó la colilla, la tiró a la carretera, dijo que iba a Risti y alargó el brazo para abrir la portezuela. Zara subió con rapidez. El hombre colocó otro cigarrillo en la boquilla. La joven cruzó los brazos y juntó los muslos. El coche arrancó. De vez en cuando, conseguía entender palabras de las señales de la carretera: Turba, Ellamaa.

– ¿Y por qué va a Risti? -le preguntó el hombre.

Ella respondió que iba a visitar a sus padres. Él no hizo más preguntas, pero Zara añadió que su marido no iría allí y que no quería verlo. El hombre levantó una bolsa que había al lado del cambio y se la pasó a Zara, que la cogió. El familiar chocolate de Arahiiz se derritió en su boca y un cacahuete se rompió entre sus dientes con un crujido.

– Podrías haber tenido que esperar toda la noche hasta que alguien te llevase -comentó el hombre. Y contó que venía de estar con su hija enferma, a quien había tenido que llevar al hospital esa noche, pero ahora regresaba a casa para ordeñar las vacas-. ¿Y tú de quién eres hija?

– De los Rüüteli.

– ¿Los Rüüteli? ¿De qué parte?

Zara se asustó. ¿Qué podía contestar? Seguramente el viejo conocía a todos los de la zona, y si ella se inventaba una historia, él hablaría en la aldea sobre una furcia con acento ruso que decía cosas raras. Rompió a llorar. El viejo le acercó un pañuelo gastado y sucio y dejó de preguntar.

– Quizá sea mejor que vayamos a mi casa primero. Tus padres se asustarán si ven aparecer a su hija en este estado y a estas horas.

Condujo hasta su casa en Risti. Zara se apeó del Ziguli apretando contra su costado un mapa que había en la guantera. Quería preguntarle si conocía a Aliide Truu, pero no se atrevía. El hombre se acordaría de sus preguntas, y podría llevar a quienes la buscaban hasta Aliide Truu y hasta ella. Una vez dentro, él le dio un vaso de leche, puso pan y salchichas en la mesa y le dijo que en cuanto comiese se fuese a dormir.

– Después de ordeñar las vacas por la mañana, te llevaremos a tu casa. Sólo faltan unas horas.

Luego le dio unas mantas y se metió en su habitación. Cuando empezó a roncar, Zara se levantó, fue a tientas hasta la nevera que zumbaba en un rincón y cogió de encima una linterna en la que se había fijado mientras cortaba la salchicha. Funcionaba. Extendió el mapa sobre el suelo de la cocina. Risti no estaba lejos de su destino. Aún quedaba un trecho hasta Koluveri, pero tenía que resistir. El reloj de encima de la nevera marcaba las tres. Al lado de la entrada encontró unas botas de goma de hombre y unas zapatillas de mujer más pequeñas. Se calzó las zapatillas. ¿Habría una chaqueta por alguna parte? ¿Dónde guardaría aquel hombre su ropa de abrigo? Se oyó un ruido proveniente de la habitación; tenía que marcharse. Abrió la ventana de la cocina, ya que no tenía la llave de la puerta, trepó al alféizar y salió. En su boca todavía persistía un sabor raro. Su mandíbula se había paralizado en cuanto había mordido el primer trozo de pan, y el hombre se había reído. Comentó que a la muchacha no debía de gustarle el comino, como a muchas personas. A sus nietos tampoco. Le había ofrecido otra clase de pan, pero Zara había preferido el de comino. Pronto el viejo despertaría y se daría cuenta de que aquella furcia le había robado un mapa, una linterna y unas zapatillas. Zara se sentía fatal.

1992, oeste de Estonia

Zara busca un camino que tiene al final más sauces blancos de lo normal

El mapa era confuso, y sin embargo encontró la estación de ferrocarril de Risti. Desde allí, cogió la carretera que según sus cálculos iba a Koluveri. Al principio del camino corrió, tenía que alejarse cuanto antes de la zona habitada, aunque las luces no estuviesen encendidas. Los perros ladraban casa por casa, y los ladridos la siguieron hasta que la carretera de Koluveri se abrió ante ella. Entonces aminoró el paso para poder aguantar hasta el final, pero aun así caminó a buen ritmo. Calculó sobre el mapa que le quedaban unos diez kilómetros. De vez en cuando, se paraba y fumaba un cigarrillo. Le había robado al viejo una caja de cerillas; en la tapa había un anciano sonriendo y tocado con un sombrero parecido a una chistera, aunque en la oscuridad no se distinguía bien. El bosque respiraba y tosía alrededor de Zara, el sudor se le enfriaba y calentaba, y en cada alto le parecía como si la difunta princesa de Koluveri le echase el aliento en la nuca. Se llamaba Augusta, la abuela le había hablado de ella; había ido desde Risti hasta el castillo de Koluveri con los ojos hinchados de tanto llorar y allí se había suicidado. En la habitación donde había muerto, siempre hacía más frío que en las otras estancias y por sus paredes corrían las lágrimas de Augusta. Las nubes negras avanzaban como barcos de guerra, la luz de la luna deslumbraba. La humedad se filtraba en las zapatillas, y a veces se imaginaba que oía un coche, así que se precipitaba en el bosque, y las zapatillas se le hundían en la cuneta y los cardillos le arañaban la piel. La carretera no tenía desvíos, pero sus pensamientos se cortaban y enlazaban, se iluminaban y oscurecían. Olisqueaba en busca de olor a pantano. Cerca, en algún lugar, tenía que haber un pantano. ¿Cómo eran los pantanos de Estonia? ¿Encontraría la casa correcta? ¿Quién viviría en ella? ¿Existiría siquiera esa casa? Y en caso negativo, ¿qué haría después? Su abuela le había contado que corrían muchas habladurías sobre la muerte de Augusta. Decían que tal vez no había sido un suicidio. Tal vez la habían matado. Según el médico, la princesa había muerto por un trastorno hemorrágico hereditario, pero nadie se lo creía, porque antes de su muerte se habían oído los terribles gritos de una mujer procedentes del castillo, que habían petrificado de miedo a los campesinos en los campos, las vacas habían dejado de dar leche y las gallinas no habían puesto huevos durante una semana. Zara apretó el paso, las suelas de sus zapatillas volaban, sus pulmones se hinchaban. Unos decían que la zarina se había puesto celosa de la guapa princesa y había mandado apresarla. Otros opinaban que la habían llevado al castillo de Koluveri para ponerla a salvo del loco de su marido. Sea como fuere, la princesa había muerto prisionera, gritando en su desgracia. El mapa ya había desaparecido de la mente de Zara, aunque era simple y había intentado memorizarlo. O quizá era tan simple que no tenía nada especial que memorizar, pero aun así ya no pensaba en él. ¿Por qué nadie había ayudado a la princesa? ¿Por qué nadie la había sacado del castillo, ya que todos habían oído su llanto? Ayúdame, Augusta, ayúdame a encontrar mi destino. Ayúdame, Augusta, repetía para sí, y los rostros de Augusta, de Aliide y la abuela se mezclaban en uno solo y no se atrevía a mirar a los lados, porque los árboles del bosque se movían, sus ramas se estiraban hacia ella. ¿Querría Augusta que la acompañase para siempre en los pantanos por los que ella deambulaba? La neblina matinal empezaba a pegarse a sus mejillas, tenía que correr más rápido, tenía que llegar antes del alba o toda la aldea la vería. Debía inventarse alguna historia para la persona que ahora vivía en la casa de la abuela. Y después buscaría a Aliide Truu; tal vez el morador de la casa pudiese ayudarla. También tenía que inventarse una historia para Aliide, pero lo único que ocupaba ahora su mente era la princesa Augusta, la historia de una mujer loca y ahogada por el llanto. Tal vez ella misma también estuviera loca, porque ¿quién aparte de una enajenada correría por una carretera desconocida a través de un bosque, en pos de una casa de la que sólo había oído hablar y sobre cuya existencia no podía estar segura? Una franja de sembrado. Una casa. Pasó corriendo por delante. Otra casa. Una aldea. Perros. Los ladridos se sucedían de una casa a la otra. Los pajares, las casas, los establos y los baches de la carretera latían en el fondo de sus ojos descompasados con su pulso. Intentó caminar por la cuneta, pero se enganchó en los alambres de espino y en un arbusto de moras, se soltó, volvió a la carretera, el olor húmedo de la piedra caliza, baches y charcos en la calzada, tenía que correr más rápido de lo que ladraban los perros. La bruma matutina se pegaba a su piel, la neblina en las membranas de sus ojos, la noche apartaba poco a poco su cortina de oscuridad, el perfil de una aldea irreal se recortaba contra el horizonte, jadeaba a su alrededor. Al final del camino que llevaba hasta la casa habría muchos sauces blancos. Más de lo normal. Y justo donde comenzaba el camino, un gran bloque de piedra. ¿Empezaría la historia de Zara, su nueva historia, junto a la verja de aquella casa?