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CUARTA PARTE

Liberado en el momento en que otro mundo nace.

PAUL-EERIK RUMMO

Octubre de 1949

¡Por una Estonia libre!

Releo las cartas de Ingel. Echo de menos a mis chicas. Me siento un poco más aliviado ahora que sé que les va bastante bien allá lejos. La verdad es que envían muchas cartas. La última vez que llevaron gente a Siberia, sólo llegaban una o dos cartas al año y no traían buenas nuevas.

Tendríamos que haber talado los árboles para hacer las barricas. Ahora habría sido el momento adecuado, dentro de poco empezará la luna creciente y después será tarde. ¿Cuándo podré hacer las barricas nuevas para mi casa? ¿Cuándo podré volver a cantar? Dentro de poco, mi garganta ya no será capaz de hacerlo.

Hay luna llena y no puedo dormir. Tengo que decirle a Liide que es el momento de preparar la leña. La leña cortada con la luna llena se seca bien. Total, ese marido suyo no entiende de esas cosas, sabe tanto sobre los trabajos de una casa de campo como Liide sobre trabajos manuales. Me remendó un calcetín agujereado que me había hecho Ingel. Ahora no puedo ni ponérmelo.

Si tan sólo tuviese el jugo de moras que preparaba Ingel…

Truman ya debería haber llegado.

Tengo ganas de dar patadas a la pared, pero no puedo.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1992, oeste de Estonia

¿Cómo pueden volar en la oscuridad?

Las cebollas ya estaban suficientemente cocidas. Aliide añadió a la olla azúcar, sal y vinagre. Con el rábano picante le habían llorado los ojos, y a Zara también, así que abrió la puerta para ventilar. La joven se decidió a preguntarle algo directamente. Tal vez sería bueno empezar por Martin, no por su abuela. Pero no pudo pensar más, porque un coche que se acercaba hizo palidecer a ambas.

– ¿Estás esperando una visita?

– No. Es un coche negro.

– Dios mío, son ellos.

Aliide cerró la puerta de un golpe y echó el cerrojo. Después se apresuró a pasar el pestillo de la puerta de la despensa y corrió las cortinas.

– Se marcharán en cuanto comprueben que aquí no hay nadie.

– No se irán.

– Claro que sí. ¿Para qué iban a esperar ahí fuera si ven que no hay nadie? Nadie te vio venir, ¿verdad?

– No.

– Bueno. Mañana tampoco saldrás fuera, por si acaso rondan por aquí, aunque no hay mucho que rondar en una aldea medio desierta.

Zara negaba enérgicamente con la cabeza. Ellos no tendrían duda de que se encontraba allí si veían que la casa estaba vacía. Imaginarían que estaba escondida, romperían la cerradura y rebuscarían hasta dar con ella.

– ¡Te harán daño!

– Tranquilízate, Zara, tranquilízate. Ahora, haz lo que te digo.

En contraste con su aspecto frágil, la anciana parecía muy resuelta, joven y vieja al mismo tiempo. Fue hasta el armario y agarró la esquina del mueble como si lo hiciera todos los días.

– A ver, ven a echarme una mano.

Arrastraron el armario que tapaba la puerta del escondite y Aliide tiró de ella poco a poco hasta abrirla.

Después de meter a la vacilante muchacha en el cuartucho, la anciana se llevó las manos al pecho. El corazón le latía con fuerza. No fue capaz de apurar un vaso de agua, pero consiguió beber un poco, se secó la cara con un pañuelo y se ató el pañuelo a la cabeza. Tenía el pelo tan sudado que resultaría sospechoso si no se lo tapaba: aquellos hombres podrían suponer que Aliide estaba sudando de miedo. Eso en caso de que buscaran a Zara. ¿Y si quienes venían en aquel coche eran los gamberros que tiraban piedras y entonaban canciones ante su ventana? ¿Habrían decidido hacer su último viaje hasta su casa y acabar con todo de una vez?

El coche se acercaba despacio, seguramente por los baches del camino.

Zara estiró los brazos dentro del cuartucho y tocó al mismo tiempo las paredes laterales con los dedos. De abajo subía un hedor a humedad. Las paredes estaban húmedas. El aire olía a cerrado, faltaba oxígeno, había una mezcla de moho y óxido. Y allí estaba ella. Si le hacían algo a Aliide, probablemente nunca pudiera salir. Gritaría para que alguien la oyese. No, no gritaría. Se quedaría allí y nunca podría contarle a su abuela cómo andaban las cosas por casa. ¿Por qué se le había acabado el tiempo tan pronto? Tendría que haber sido más dura, más parecida a Paša. Él seguro que conseguiría que Aliide se lo contase todo. Le pegaría y ella confesaría. Tal vez Zara tendría que haber usado esa clase de trucos para enterarse de por qué Aliide estaba tan enfadada con la abuela, y por qué su madre insistía en que no tenía ninguna tía. Si la anciana se hubiese mostrado menos amable con ella, si no le hubiese servido café aromático y no le hubiese preparado el baño, Zara podría haberse enfadado más. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había tratado con amabilidad… Eso la había ablandado, aunque tenía que haber sido dura, recordar el poco tiempo que le quedaba y obrar en consecuencia.