– ¿Hay alguna razón para suponer que la chica pueda andar por aquí?
Paša debió de apartarse un poco. La pared sólo filtraba sonidos dispersos.
– Mire…
¿Estaría enseñándole aquellas fotografías? Porque ¿qué otras fotos iba a mostrarle aparte de aquéllas? Y cuando Aliide las viese…
De repente, Zara tuvo una arcada. Le vino a la boca el sabor a esperma. La cerró con rapidez. ¿La habrían oído desde la cocina? No, la conversación seguía colándose como un murmullo continuo. Esperaba oír un grito de horror de Aliide, ya que la anciana no podría reaccionar de otra manera cuando viese aquellas instantáneas. ¿Las habría extendido Paša sobre la mesa poco a poco, una por una, o le habría pasado el montón directamente? No; las depositaría encima de la mesa una por una, como en un solitario, la obligaría a mirarlas. La anciana las contemplaría fijamente, en especial la de aquella expresión que Paša le había enseñado: con la boca abierta, la lengua fuera y todos aquellos vibradores alrededor. Y entonces Aliide se lo contaría todo, porque para entonces ya la odiaría. Vería su inmundicia y querría echarla de su casa. Iba pasar, seguro que sí, pronto Paša abriría la puerta y, allí, plantado a contraluz, reiría, y ése sería el fin.
Zara se retiró hacia el fondo del cuartucho, se pegó a la pared y esperó. La oscuridad quemaba, su pelo corto se había puesto de punta. Aliide había visto las fotos. La humillación la hacía encogerse y su piel la estrangulaba, como si estuviese cubierta de heridas que hubieran cicatrizado tirantes. Ahora la puerta se abriría de golpe. Tenía que cerrar los ojos para que se quedasen en el fondo de sus órbitas, concentrarse en abstraer su mente: ella era una estrella, la oreja de Lenin, un pelo en el bigote de Lenin, en el bigote de un cartel de cartón, era la esquina del marco del cartel, una floritura desprendida de su marco de yeso en el rincón de una habitación. Era polvo de tiza sobre una pizarra, a salvo dentro de un aula, era el extremo de un puntero para señalar los mapas…
Las fotografías estaban reveladas en papel fotográfico occidental, tenían ese brillo; el reluciente pintalabios de Zara destacaba sobre el opaco mantel de hule. Las pestañas duras como palillos parecían pétalos extendidos alrededor de los ojos, cuyos párpados se veían pintados descuidadamente con sombra azul pastel. Las espinillas destacaban rosadas, aunque la piel en sí parecía seca y fina. El elástico del cuello estaba destensado, como si alguien hubiese tirado de él.
– No la he visto nunca -dijo Aliide.
El hombre no dejó que eso lo perturbase. Siguió hablando y sus palabras pesaban como las botas de un gigante.
– Todo el mundo está buscándola en este momento.
– ¿Ah, sí? Yo no he oído nada, y eso que siempre tengo la radio encendida.
– Nuestra intención es arreglar el asunto discretamente. Hacer que salga de su escondite. Si no se imagina que están buscándola, tendrá menos cuidado.
– Oh.
– Esta mujer es una peligrosa criminal.
– ¿Peligrosa?
– Ha cometido graves delitos.
– ¿Cómo de graves?
– Mató a su amante en su propia cama, a sangre fría.
El del KGB volvió del jardín; se quedó de pie detrás del otro y sacó más fotografías de su cazadora de piel, que colocó encima de la mesa, encima de las anteriores.
– Este es el muerto. Por favor, mírelas y piense de nuevo si ha visto a esta mujer.
– No la he visto nunca.
– Haga el favor y mire las fotografías.
– No me hace falta. Ya he visto cadáveres muchas veces.
– La chica parece muy inocente, pero lo que le hizo a su amante… Él le tenía mucho cariño, y ella lo asfixió sin ninguna razón, con una almohada sobre la cara mientras dormía. Usted vive sola, ¿verdad? Imagínese que está durmiendo plácidamente, teniendo un sueño agradable, y que no vuelve a despertar nunca. Cualquier noche de éstas… Si uno no lo espera, no es capaz de defenderse.
La mano de Aliide se había abierto camino poco a poco bajo el mantel de hule. Los dedos rodearon el tirador del cajón preparándose para abrirlo lentamente. Debería haber sacado la pistola antes y haberla dejado encima de la silla para tenerla a mano. El rábano picante, blanco y troceado que tenía delante olía tan fuerte que se superpuso al olor a sudor del ruso. El hombre que se había presentado como Popov se apoyó contra la mesa y miró a Aliide fijamente.
– Vale -dijo ella-. Les llamaré si viene por aquí.
– Tenemos razones para creer que vendrá.
– ¿Y por qué iba a venir justo aquí?
– Porque es de su familia.
– Vaya cuentos que tenéis -rió Aliide, y su risa resonó contra el borde de su taza de café.
– La abuela de la chica vive en Vladivostok y se llama Ingel Pekk. Es su hermana. Y lo más importante es que la joven habla estonio, lo aprendió de ella.
¿Ingel? ¿Por qué la mencionaba aquel hombre?
– Yo no tengo ninguna hermana.
– Según estos documentos sí, tiene una.
– No sé por qué han venido aquí a inventarse estas historias, pero…
– Sucede que esta mujer, Zara Pekk, ha cometido un asesinato en este país, y, por lo que sabemos, carece de otro contacto aquí. Está claro que vendrá en busca de una tía a la que consideraba perdida. Cree que usted no sabe nada, pues no se ha dado la noticia del crimen ni en la radio ni en los periódicos, así que acudirá aquí.
¿Pekk? ¿El apellido de la chica era Pekk?
– Yo no tengo ninguna hermana -repitió Aliide.
Sus dedos se habían enderezado, su mano había vuelto a reposar en su regazo. Ingel estaba viva.
– ¿Dónde está la chica? -gritó Paša de pronto, tirando la silla al suelo de una patada.
– ¡No he visto a ninguna chica!
La menta, que se secaba encima de la cocina de leña, crujía ligeramente con la brisa. La corriente de aire movía las caléndulas, extendidas sobre los periódicos. Las cortinas oscilaban. El hombre se pasó una y otra vez la mano por la calva e intentó recuperar un tono amable.
– Estoy seguro de que usted entiende la gravedad del crimen cometido por Zara Pekk. Por su propio bien, llámenos en cuanto aparezca. Que tenga un buen día. -Se detuvo en la puerta-. Zara Pekk vivía con su abuela hasta que se fue a Occidente a trabajar. Se dejó el pasaporte en el lugar del crimen, junto con su cartera y su dinero. Necesita que alguien la ayude. Usted es su única salida.
La sensación de impotencia dejó a Zara postrada en el suelo del cuartucho.
Las paredes jadeaban, el suelo resollaba, las tablas rezumaban humedad. El empapelado rechinaba.
Notaba algo en la mejilla, tal vez las patas de una mosca. ¿Cómo podían volar en la oscuridad?
Ahora Aliide lo sabía.
1949, oeste de Estonia
Aliide escribe cartas con buenas noticias
No hubo noticias de Ingel y, para aplacar la intranquilidad de Hans, Aliide empezó a escribirle cartas en su nombre. No soportaba que él le preguntara a diario si había oído algo sobre Ingel, si había llegado alguna carta, y tampoco sus especulaciones sobre qué podría estar haciendo y dónde. Aliide se sabía de memoria las frases típicas de su hermana y su manera de contar las cosas, además de que imitar su letra era fácil. En la primera carta, escribió que había encontrado un mensajero de confianza y que les permitían recibir paquetes. Hans se alegró y Aliide le enseñó cuanto había conseguido juntar para mandárselo en paquetes bien abultados, gracias a los cuales Ingel se las arreglaría bien. Después, a Hans se le ocurrió que también podría mandarle su saludo junto con el paquete, mediante detalles que sólo podían provenir de él.