– Ve a buscar una rama de aquel sauce que crece al lado de la iglesia. La meteremos en el paquete. Nos vimos por primera vez debajo de él.
– ¿Ingel se acordará?
– ¿Cómo no va acordarse?
Aliide cortó una rama del sauce más próximo.
– ¿Sirve ésta?
– ¿Es del que está al lado de la iglesia?
– Sí.
Hans se acercó las hojas a la cara.
– ¡Qué olor más maravilloso!
– El sauce no huele a nada.
– Pon también una rama de abeto.
Hans no quería decirle por qué era tan importante la rama de abeto y Aliide tampoco quiso saberlo.
– ¿Alguien más ha tenido noticias de Ingel? -inquirió él.
– No creo.
– ¿Has preguntado?
– ¿Estás loco? ¡No puedo andar por el pueblo haciendo preguntas sobre Ingel!
– A alguna persona de confianza. A lo mejor le ha escrito a alguien.
– ¡Ni lo sé ni voy a preguntarlo!
– Nadie se atreve a contarte nada si no preguntas. Eso es porque eres la mujer de ese cerdo comunista. Si preguntases, la gente no creería que…
– Hans, intenta comprender. Nunca pronuncio en voz alta el nombre de Ingel fuera de esta casa. Jamás.
Hans desapareció en el cuartucho. Hacía semanas que no se afeitaba.
Aliide empezó a escribir buenas noticias.
¿Cómo de buenas podían ser esas noticias?
Al principio escribió que Linda ya había empezado el colegio y que le iba muy bien. Que en la misma clase había más niños estonios.
Hans sonreía.
Después, que le había salido un trabajo de cocinera y siempre tenían comida.
Hans suspiró aliviado.
Aliide le contó entonces que gracias a su trabajo de cocinera le era fácil ayudar a otra gente. Que al koljós habían llegado personas a quienes empezaba a temblarles el labio inferior al enterarse de cuál era el trabajo de Ingel, y se les humedecían los ojos al pensar que estaba todo el día cerca del pan.
Hans frunció el cejo.
Aliide se había equivocado al escribir eso, pues hacía hincapié en que los alimentos escaseaban.
A continuación, escribió que el pan ya no estaba racionado y que las cuotas de comida habían desaparecido.
Hans se sintió aliviado. Aliviado por Ingel.
Aliide intentó no pensar en ello y encendió un cigarrillo de liar para disimular el olor a otro hombre en la cocina antes de que llegase Martin.
1992, oeste de Estonia
Aliide impide que el azucarero caiga al suelo
El coche se alejó. Aliide oyó golpes en la puerta del zulo. El armario temblaba y la vajilla que contenía tintineaba; el asa de la taza de café favorita de Ingel golpeó contra el azucarero de cristal de Aliide, que se sacudió, y el azúcar pegado a uno de los lados empezó a desprenderse. Aliide se quedó quieta ante el armario, oyendo las enérgicas e inútiles patadas de una persona joven. Encendió su radio VEF, que le devolvió un chasquido. Las patadas se intensificaron. La anciana subió el volumen.
– ¡Paša no es policía! ¡Y tampoco es mi marido! ¡No creas nada de lo que te ha contado! ¡Déjame salir!
Aliide se pasó los dedos por la garganta. Sentía la laringe como liberada, pero por lo demás no estaba segura de qué sentía. Parte de ella había regresado a décadas atrás, a aquel momento delante de la oficina del koljós, cuando toda su fuerza se le había escurrido por las piernas hasta la arena. Ahora, debajo, sólo tenía el suelo de cemento de la cocina. Rezumaba un frío que se le colaba por los pies y le penetraba hasta la médula, igual que lo que habrían experimentado en el campo de internamiento de Arkangel. Cuarenta grados bajo cero, una niebla espesa sobre el agua, la humedad metida en los huesos, las pestañas y los labios llenos de escarcha, en la piscina donde se clasificaba la madera para el aserradero, los troncos como cadáveres, los que trabajaban allí con el agua hasta la cintura, una niebla interminable, un frío interminable, todo aquello interminable. Alguien lo había contado en susurros en el mercado. No a ella, pero su oído se había agudizado con el paso de los años y era tan bueno como el de los animales. Había querido enterarse de más. Los ojos rodeados de profundas arrugas de quien hablaba eran tan oscuros que no se diferenciaba el iris de la pupila, unos ojos que la miraron fijamente, como si supieran que ella lo había oído todo. Había ocurrido en 1955, en pleno proceso de rehabilitación. Se había alejado corriendo, con el corazón desbocado.
La puerta del zulo estaba siendo golpeada con pies y manos.
La niebla se disipó del suelo de cemento.
¿Acaso Zara había ido allí para vengarse?
¿La había mandado Ingel?
Aliide fue a coger el azucarero, que estaba a punto de caer.
1950, oeste de Estonia
Hans nota el sabor de un mosquito
Aliide percibió el temblor cuando estaba limpiando la despensa: la vajilla empezó a tintinear, el bote de miel traqueteaba contra la madera, una taza resbaló por el borde de la estantería y se hizo añicos contra el suelo. Era de Martin, y por todas partes había esquirlas, que crujieron cuando Aliide pisó lo que quedaba del asa con uno de sus chanclos de goma. Hans gemía. Aliide trató de pensar. Si Hans había enloquecido, ¿sería demasiado peligroso subir al altillo y abrirle? ¿La atacaría? ¿Saldría corriendo hacia la aldea, lo llevarían preso y confesaría todo? ¿O acaso alguien había entrado en el establo de las vacas y había subido al escondite?
Escupió la saliva ennegrecida por el carbón y se enjuagó la boca con agua, se pasó la lengua por los labios y se encaminó al establo. El techo temblaba, la escalerilla se balanceaba, la linterna que colgaba parecía a punto de caer. Subió por la escalerilla. Las balas de heno se movían.
– ¿Hans?
Los gemidos se interrumpieron un momento.
– ¡Déjame salir!
– ¿Qué pasa?
– ¡Déjame salir! Sé que Martin no está en casa.
– No puedo abrir si primero no me cuentas qué te pasa.
Silencio.
– Liide, por favor.
Ella abrió. Hans salió tambaleándose. El sudor le chorreaba, tenía la ropa mojada y un pie descalzo y lleno de moratones.
– A Ingel le pasa algo.
– ¿Qué dices? ¿Cómo se te ocurre?
– He tenido un sueño.
– ¿Un sueño?
– Ingel tenía un cuenco en la mano, se lo llenaban de sopa y, antes de que la sopa hubiese caído en el cuenco, una nube de mosquitos lo cubría. He sentido en la boca su sabor, caliente y dulce, el sabor de la sangre. Y después estaba en otro lugar, en la habitación había mucho vapor e Ingel empezaba a quitarse la chaqueta, llena de piojos, tan llena que no se distinguía la tela.
– Hans, era una pesadilla.
– ¡No! ¡Ha sido una visión! ¡Ingel intentaba hablarme! Su boca se quedaba entreabierta y me miraba directamente a los ojos e intentaba abrirla más, mientras yo trataba de entender lo que decía. Pero me he despertado antes de conseguirlo. Aún tenía en la boca el sabor a mosquito y sentía en mi propia piel aquellos piojos.
– Hans, Ingel te escribió que todo iba bien, ¿recuerdas?
– He intentado conciliar el sueño de nuevo, para saber qué quería decirme Ingel, pero los piojos me picaban.
– ¡Si no tienes piojos! -Aliide advirtió en ese instante que el cuello, los brazos y la cara de Hans estaban llenos de arañazos sangrantes y que tenía rojas las yemas de los dedos-. Hans, escúchame bien. No puedes seguir teniendo ataques así, ¿me entiendes? Estás haciendo que todo peligre.
– ¡Era Ingel!
– Era una pesadilla.
– ¡Una visión!
– Era una pesadilla. Ahora tranquilízate.