– Zara, cálmate.
La joven se había quedado delante de la cocina de leña como protegiendo la quema de su ropa. Tenía la bata mal abotonada.
– ¿Qué te parecería un baño? Voy a poner agua a calentar. Tranquila -dijo Aliide.
Y se acercó lentamente al fogón. La muchacha estaba inmóvil. Sus ojos asustados pestañeaban sin cesar. Aliide llenó la tetera, la cogió a ella de la mano, la hizo sentarse a la mesa y le sirvió una taza de té caliente. Luego regresó a los fogones. Zara se volvió para ver lo que hacía.
– Dejémoslos arder -dijo Aliide.
La chica ya no pestañeaba con aquel tic nervioso, y empezó a rascarse el esmalte de uñas concentrándose en una cada vez. ¿Eso la tranquilizaba? Aliide cogió de la despensa una fuente de tomates y la puso sobre la mesa. Echó un vistazo a la ratonera que había al lado del montón de calabazas y examinó su libreta de recetas y los tarros de verduras mixtas preparadas el día anterior y que había dejado a enfriar sobre la alacena.
– Pronto habrá que preparar las conservas de tomates. Y las frambuesas de ayer también. ¿Podrías ver qué ponen en la radio?
La muchacha agarró el periódico y lo hojeó sobre el mantel de hule, haciendo crujir el papel. La taza de té se le derramó y, asustada, dio un brinco atrás, mirando de forma alterna la taza y a Aliide, antes de enredarse en un torrente de excusas, confundiendo las palabras. Con gran nerviosismo, trató de reparar el estropicio: buscó un trapo, limpió el suelo, recogió la taza, secó las patas de la mesa y retorció la alfombra para que se secase, antes de barrerla.
– No pasa nada -dijo Aliide.
La joven seguía asustada, así que la anciana intentó calmarla de nuevo:
– Tranquila, es sólo una taza de té. No te preocupes. ¿Y si vas a la habitación del fondo y traes la tina para el baño? Dentro de un momento ya habrá suficiente agua caliente.
Sin dejar de disculparse, Zara se apresuró a obedecer. Tras arrastrar hasta la cocina una bañera de zinc, que golpeó por todos lados, empezó a apresurarse entre el fogón y la bañera, acarreando primero agua caliente y después fría. Tenía la mirada fija en el suelo, las mejillas coloradas e intentaba quedar bien con sus movimientos serviles. Aliide seguía muy de cerca sus tareas. Era una muchacha excepcionalmente bien educada. Para conseguir una educación tan buena se requiere una alta dosis de miedo. La joven le dio pena, y cuando le acercó una toalla de lino adornada con dibujos de Lihula le sujetó la mano por un instante. Zara volvió a sobresaltarse, crispó los dedos y tironeó de la mano para liberarla, pero la anciana la retuvo. Aunque hubiese querido acariciarle el cabello, parecía demasiado tímida para dejarse tocar, así que se limitó a repetir que se tranquilizara. Ahora tomaría un baño relajante, después volvería a ponerse la ropa seca y bebería algo. A lo mejor un vaso de agua fría bien azucarada. ¿Y si se lo preparaba ya?
La muchacha distendió los dedos. El miedo empezaba a remitir y su cuerpo a relajarse. Aliide le soltó con cuidado la mano y se puso a preparar el agua azucarada que la ayudaría a relajarse. La joven bebió; en el vaso tembloroso, los cristales de azúcar se arremolinaban. Aliide le sugirió meterse en la bañera, pero Zara no se movió hasta que la anciana le dijo que la esperaría en el recibidor. Dejó la puerta entornada y pudo oír el salpicar del agua y el suave suspiro de una voz infantil.
La joven no sabía leer estonio. Hablarlo sí, pero no leerlo. Por eso había hojeado el periódico con aire nervioso y tal vez tirado el té a propósito, para no tener que confesar su carencia.
Aliide echó una ojeada por la rendija de la puerta. El magullado cuerpo de Zara yacía en la bañera. Un mechón de pelo sobre la sien apuntaba hacia arriba, como si fuese una tercera oreja en estado de alerta.
1991, Vladivostok
Zara admira las medias brillantes y prueba la ginebra
Un día, Oksanka fue a casa de Zara en un Volga negro. Zara estaba de pie en los escalones cuando el coche paró delante de su puerta, la portezuela se abrió y apareció una pierna enfundada en una brillante media. Al principio se asustó: ¿cómo era que se detenía ante su casa un Volga negro? Pero el susto se le pasó en cuanto un rayo de sol se reflejó en la pierna de Oksanka. Las ancianas sentadas en el banco de al lado enmudecieron y miraron fijamente aquel vehículo de carrocería reluciente y la pierna que destellaba. Zara nunca había visto nada similar: era una media color carne que ni siquiera parecía una media, a lo mejor tal vez ni lo fuera. Pero la luz se reflejaba de tal manera que indicaba que tenía que haber algo, no podía tratarse de una pierna desnuda. Era como si la extremidad tuviese un halo, igual que la Virgen María, Madre de Dios. La luz doraba el borde de la pierna, que terminaba en un tobillo y un zapato de tacón, ¡y menudo zapato! El tacón era más estrecho por el medio, como un fino reloj de arena. En los viejos libros de historia del arte había visto que Madame de Pompadour llevaba unos parecidos, pero el zapato surgido de aquel coche era más alto y delicado, algo puntiagudo. Cuando se posó sobre la calle polvorienta y el tacón pisó una piedra, pudo oír el rechinar desde los escalones. Al final, del interior del coche salió el resto de la mujer. Oksanka.
De las puertas delanteras bajaron dos hombres vestidos con cazadoras de cuero negro, gruesas cadenas de oro y brillantes al cuello. No dijeron ni una palabra, se limitaron a quedarse al lado del vehículo mirando fijamente a Oksanka. Era digna de admirar. Muy guapa. Hacía mucho tiempo que Zara no veía a su amiga, desde que ésta se había ido a estudiar a Moscú. Le había enviado alguna tarjeta postal y después una carta en que le anunciaba su intención de ir a trabajar a Alemania. Desde entonces no había recibido noticias suyas. El cambio operado en ella era desconcertante. Sus labios brillaban como el papel de una revista occidental, y llevaba una estola de zorro marrón claro, no propiamente del color del zorro, sino más bien café con leche, ¿o quizá en otros sitios los había con ese pelaje?
Oksanka avanzó unos pasos hacia la puerta y al ver a Zara se detuvo y la saludó con la mano. En realidad pareció arañar el aire con sus uñas rojas. Tenía los dedos un poco flexionados, como preparados para rascar. Las ancianas se volvieron en dirección a Zara. Una de ellas se ciñó el pañuelo; otra se colocó el bastón entre las piernas; la última aferró el bastón con ambas manos.
Sonó el claxon del Volga.
Oksanka se acercó a su amiga. Subió los peldaños sonriendo, con el sol jugueteando en sus dientes relucientes, y tendió sus manos de largas uñas para abrazarla. La estola de zorro rozó la mejilla de Zara. Los ojos cristalinos estaban fijos en ella, que les devolvió la mirada. Aquella mirada le resultaba familiar. Por un instante, pensó que los ojos de su abuela a veces eran justo así.
– Cuánto te he echado de menos -susurró Oksanka. El pegajoso brillo de sus labios destellaba, y era como si le costase entreabrirlos, como si tuviese que forcejear con pegamento cada vez que abría la boca.
El viento empujó un mechón de pelo de Oksanka hasta sus labios y, al apartarlo con gesto delicado, Zara le rozó la mejilla, dejándole una raya roja. Tenía marcas similares en el cuello, como azotes de fusta o arañazos. Cuando Oksanka le apretó la mano, Zara sintió los leves pinchazos de sus uñas.
– Tendrías que ir a la peluquería, corazón -dijo riendo Oksanka, ahuecando el pelo de su amiga-. ¡Un color nuevo y un peinado bonito!
Zara no respondió.
– Bah, ahora me acuerdo de cómo son las peluquerías de por aquí. Quizá será mejor que no dejes que te toquen. -Oksanka volvió a reír-. Vamos a tomar un té.