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Aliide se precipitó dentro del edificio.

1992, oeste de Estonia

La muchacha tiene la barbilla de Hans

El armario pesaba más que antes. La chica se había desmayado y tuvo que sacarla arrastrándola por las piernas. Tenía las uñas rotas y las yemas de los dedos ensangrentadas; en la frente le saldrían moratones.

«¿Por qué has venido aquí?» La pregunta le palpitaba en el pecho, pero era incapaz de expulsarla. En realidad, ni siquiera quería saberlo. Los hombres estarían de vuelta en cualquier momento, así que debía conseguir que la muchacha se recobrase. Su barbilla era idéntica a la de Hans. Le arrojó una taza de agua en la cara. Ella se acurrucó en posición fetal y de repente se incorporó y se quedó sentada.

– La abuela quería semillas, semillas de Estonia. Boca de dragón.

Merecía que le pegasen un tiro.

La pistola de Hans seguía en el cajón de la mesa.

– Fue por casualidad. ¡De verdad! Estaba en Estonia y me acordé de que aquí tenía familiares. La abuela había mencionado el nombre de la aldea, y cuando me acordé supe que tendría una posibilidad de escapar, ya que al menos había alguien que podría echarme una mano. El nombre de Aliide era lo único que sabía. Ni siquiera sabía si vivías aquí, pero fue lo único que se me ocurrió. Paša me trajo a Estonia.

Tal vez pudiese engañarla u obligarla a volver al cuartucho, y dejarla allí.

O entregarla a la mafia. Dar a los rusos lo que era de los rusos.

– ¡No tenía alternativa! Y lo que les hacía a las chicas… cómo las… si hubieses visto cómo las… Me grabaron y dijeron que mandarían esos vídeos a casa y a Sasa, a todo el mundo, si intentaba escapar. Ahora seguramente ya lo habrán hecho.

– ¿Quién es Sasa?

– Mi novio. O lo era. No debí matar al jefe. Ahora en casa todos lo sabrán y nunca podré volver…

– Nunca serías capaz de mirar a Sasa a los ojos.

– No.

– Tampoco a los demás.

– No.

– Y jamás podrás saber cuánta gente de la que se cruza contigo en la calle los ha visto. Se limitan a mirarte y no puedes saber si te han reconocido. Se ríen entre ellos y te miran, y no puedes saber si están hablando de ti.

Aliide se interrumpió. ¿Qué estaba diciendo? La joven la miraba con los ojos muy abiertos.

– Prepara café -dijo, y salió de la casa, cerrando tras de sí de un portazo.

1951, oeste de Estonia

Aliide se frota las manos con grasa de ganso

– Ants Makarov, hijo de Andres. -Hans le daba vueltas a su nuevo nombre-. ¿Y sólo tengo que inscribirme en el albergue e ir a trabajar?

– Eso mismo.

– Eres una mujer asombrosa.

– Fue cuestión de organizarse. Eso sí, me costó un cerdo y un par de tarros de miel. -Aliide le entregó unos folletos comunistas para que los leyera durante el viaje a Tallin-. Y tenlos siempre a la vista en tu habitación -le advirtió.

Él soltó los folletos y se limpió las manos en el pantalón.

– ¡Hans, tienes que resultar convincente! ¡Y debes ir a las reuniones y participar!

– No seré capaz.

– ¡Por supuesto que serás capaz! Te llevaré en el carro a la estación y te ocultarás entre las mercancías que traen para el mercado. Así, nadie de la aldea se extrañará de verme con un desconocido. Después simplemente saltas al tren. Yo iré a visitarte siempre que pueda para ponerte al corriente de las últimas noticias.

Hans asintió con la cabeza.

– ¿Te las arreglarás aquí?

Aliide le dio la espalda, mirando hacia la cocina de leña. No le había hablado de los planes que había empezado a trazar desde que solucionó la cuestión del pasaporte. Se iba a divorciar de Martin y pediría la baja del koljós. Diría que se marchaba a estudiar para tener una buena profesión, con la promesa de volver. Entonces todo el mundo votaría a favor de su marcha; sin duda, el koljós necesitaba trabajadores cualificados. Sería una razón de suficiente peso para liberarla de aquella esclavitud campesina llamada koljós. Después se haría pintora o lo que fuese, o trabajaría en el ferrocarril, donde tenían incluso albergue, y de paso podría estudiar por las tardes, quizá hacer el bachillerato, pues en todos los empleos lo animaban a uno a estudiar. Entonces estaría cerca de Hans e irían a pasear, al cine, y todo sería maravilloso, no se cruzarían por la calle con gente conocida, los perros no ladrarían a su paso, todo sería nuevo y el olor de Ingel ya no flotaría en el ambiente. Por fin, Hans se daría cuenta de lo maravillosa que era Liide en realidad. Además, si sólo con prometerle un pasaporte ya había conseguido que se comportase como una persona razonable, ¡qué efectos positivos no tendría una nueva vida! Por supuesto, Aliide no sabía cómo reaccionaría Hans cuando viese que las calles de Tallin estaban plagadas de rusos y que probablemente la mitad de los trabajadores hablaban ruso, pero como él ya podría disfrutar del viento y el cielo, no le resultaría tan negativo, incluso soportaría a los rusos y se resignaría, haría pequeñas concesiones.

Los zapatos nuevos de Aliide estaban esperándola en el fondo del armario de la habitación. Dejaría los viejos en el tren de Tallin. Los nuevos tenían un poco de tacón y ya no le haría falta suplirlo metiendo un trozo de madera dentro de los chanclos de goma.

Acababan de llegar del veterinario. Martin le había llevado al hombre una botella de vodka, y él les entregó unos papeles con los cuales la fábrica de salchichas les compraría una vaca que llevaba tiempo enferma y se les había muerto esa misma mañana. Aliide se quitó el pañuelo y encendió la lámpara de la cocina.

Había sangre en el suelo.

– ¿Le apetecería un poco de vodka a mi maridito para dormir mejor?

A Martin le apetecía. Cogió el Rahva Hääl («La Voz del Pueblo»), el diario del Partido.

Aliide le preparó una copa más abundante de lo normal. No vertió en el vaso los remedios de Maria Kreeli, sino que cogió unos polvos que le había birlado a su marido del bolsillo de la chaqueta, en el que también llevaba el reloj. Alguna vez, Martin se los había enseñado; eran de los hombres de la NKVD y no sabían a nada. Por la noche, Aliide había cambiado el contenido del envoltorio de papel por harina, y ahora los mezcló en la bebida.

– Mi dulce palomita siempre sabe lo que quiere un hombre -la alabó Martin después de apurar el vaso de un trago.

Luego le dio un mordisco al pan de centeno.

Aliide empezó a fregar los platos. El periódico de Martin cayó al suelo.

– ¿Ya estás cansado?

– Pues sí, de repente me siento muy cansado.

– Es que has tenido un día agotador.

Martin se levantó, se tambaleó hasta la habitación y se dejó caer en la cama. La paja del colchón crujió. El somier soltó un chirrido. Aliide fue a ver. Le dio un empujón, pero él no reaccionó. Lo dejó tumbado con las botas puestas, volvió a la cocina, corrió las cortinas y empezó a frotarse las manos con grasa de ganso.

– ¿Hay alguien ahí?

– Liide…

La voz venía del fondo de la cocina, del lado del armario, detrás de las cestas de patatas.

Aliide apartó las cosas y ayudó a Hans a salir. Le sangraba un hombro. Ella le abrió la chaqueta.

– Fuiste al bosque, ¿verdad?

– Liide…

– No a Tallin.

– Tenía que hacerlo.

– Me lo prometiste.

Aliide fue a buscar vodka y vendas y empezó a limpiarle la herida.

– Te encontraron, ¿eh?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Liide, no te enfades conmigo.

Hans hizo una mueca de dolor. Los habían rodeado. La emboscada había sido perfecta. Le habían dado, pero había conseguido huir.

– ¿Cogieron a los demás?

– No lo sé.