– ¿Le hablaste de mí a alguien en el bosque?
– No.
– En el bosque hay muchos agentes de la NKVD. Lo sé, Martin me lo contó. Por aquí también pasó uno antes de ir en busca de alguien cuyo grupo ya está infiltrado. Tienen vodka envenenado. Pudiste hablar sin saberlo.
– No bebí vodka con nadie.
Aliide le examinó el hombro. Sus manos se mancharon de rojo. Ni hablar de llevarlo al médico.
– Hans, voy a buscar a María Kreeli.
– Ingel está aquí. Me va a cuidar -dijo él, sonriendo y con la mirada perdida.
A Aliide se le cayó la botella. Los trozos de cristal se esparcieron y el vodka se extendió por el suelo. Se pasó la mano por la frente, olía a sangre y alcohol. Montó en cólera, sus rodillas cedieron bajo su peso. Abrió la boca, incapaz de articular frases, sólo le salían siseos y resuellos intermitentes. Le zumbaban los oídos. Buscó apoyo en el respaldo de la silla hasta que fue capaz de respirar otra vez. Hans se había desmayado. Ahora no podía perder los estribos, tenía que controlar la situación, podía hacerlo, fuese ésta cual fuese. Primero tenía que llevarlo al cuartucho, después iría a casa de Maria Kreeli. Lo agarró por las axilas. De su bolsillo asomaba algo. Una libreta. Soltó a Hans y la cogió con un movimiento brusco.
20 de mayo de 1950
¡Por una Estonia libre!
No sé qué pensar. Estoy leyendo la carta más reciente de Ingel. La he recibido hoy, y la anterior hace dos días. Ingel escribe que ha estado recordando los sauces de su patria, en particular uno. Al principio me ha hecho sonreír. No estaría mal pensar en eso hasta su próxima carta, pensar en ese sauce. Tal vez al mismo tiempo que ella. Después me he dado cuenta de que algo fallaba. Su carta tiene todo el aspecto de haber sido manoseada y leída varias veces. Entonces, ¿por qué el sobre está más limpio? La última vez que deportaron gente, cuando empezaron a llegar sus cartas ni siquiera tenían sobre. Espero que haya sido alguno de los mensajeros el que metió la carta en el sobre, pero mi corazón ya no lo cree así.
Comparo la letra de las cartas con la letra de la Biblia que tenemos en casa. Ingel anotó el nombre y la fecha de nacimiento de Linda en las hojas interiores. La letra no es la misma. Se le parece, pero no es igual.
Liide me trae una botella de vodka. No quiero ni mirarla.
No me atrevo a romper esas cartas, aunque me gustaría. Liide podría preguntar por ellas, y entonces, ¿qué le diría? ¿Qué podría pedirle si sólo tengo ganas de pegarle?
Hans Pekk,
hijo de Eerik,
campesino de Estonia
20 de septiembre de 1951
¡Por una Estonia libre!
Liide ha arreglado las cosas. Me ha conseguido un pasaporte. Estoy hojeándolo y pienso si realmente será auténtico. Pero lo es. Después se me ha ocurrido prometerle que no iría al bosque, sino a un albergue de Tallin. Me ha anotado la dirección y me ha dicho lo que tenía que hacer.
Pero no iré allí, eso está claro. Allí no hay campos ni bosques, y ¿qué clase de hombre sería yo en una ciudad?
A veces tengo ganas de apuntar a Liide con mi Walther.
Tengo la cabeza totalmente despejada, más de lo que la he tenido en mucho tiempo. Si pudiese volver a ver a Linda…
Ingel podría echar más sal en la salsa.
Hans Pekk,
hijo de Eerik,
campesino de Estonia
1951, oeste de Estonia
Aliide besa a Hans y limpia la sangre del suelo de la cocina
Aliide se dio cuenta de que estaba gritando, pero ya no le importaba. Arrojó el cubo de agua al suelo, lanzó tras él un bote de Moscú Rojo, tiró una pila de pliegos con patrones de la revista Nöukogude Naine. Nunca se haría con ellos un vestido a la moda de Tallin, nunca iría a pasear con Hans cogida de su brazo por la Puerta de Tallin, sin preocupaciones, ya que no se cruzaría con conocidos, guapa y arreglada, porque los transeúntes no la reconocerían. Nunca iba a hacer con Hans nada de lo que había soñado durante los últimos meses mientras Martin roncaba a su lado. Pero ¡Hans se lo había prometido! Siguió gritando hasta quedarse afónica. ¿Qué más le daba si despertaba a Martin? ¿Qué más le daba qué, quién, cuándo? Todo se había hecho añicos. ¡Todo aquel trabajo! ¡Toda aquella energía malgastada! ¡Cobrar multas a los que no tenían hijos! Todo aquel trabajo ingente y las noches sin dormir y la vida cotidiana siempre con el miedo acechando, el cuerpo hediondo de Martin, su asentir interminable, sus mentiras interminables, el interminable revolcarse en la cama, el temblor interminable, las axilas del vestido de rayón empapadas de miedo, las manos peludas del dentista, los ojos vidriosos de Linda después de aquella noche, las bombillas y las botas militares… Todo aquello lo habría perdonado, todo aquello lo habría olvidado a cambio de un solo día con Hans en el parque de Tallin. Por eso se había cuidado la piel, por eso se había limpiado la cara con Amapola Roja, por eso se había acordado de untarse las manos varias veces al día con grasa de ganso. Para no parecer una aldeana. Nunca los habrían interrogado, podrían haber vivido en paz, pero ¡Hans no le daba ninguna importancia! Ella sólo había pedido una tarde con él en el parque. Le había dado de comer y lo había vestido, le había calentado agua para el baño, conseguido un nuevo perro guardián y llevado los periódicos, pan y mantequilla y leche, le había tricotado calcetines, procurado medicinas y vodka, y había escrito cartas. Había hecho todo lo posible para que estuviese cómodo. ¿Acaso él le había preguntado alguna vez cómo se las arreglaba para hacer todo aquello? ¿Acaso Hans se había preocupado por ella alguna vez? Ella había estado dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva, a abandonarlo todo, a perdonar toda la vergüenza que había pasado por su culpa. ¿Y qué hacía él? ¡Le mentía!
Hans nunca había tenido intención de pasear con ella por el parque de Tallin.
Y encima aquellas cartas…
Hans había perdido el conocimiento. Aliide le dio un pisotón en el hombro, pero él no se movió.
Fue a comprobar cómo estaba su esposo. Seguía exactamente en la misma postura. No, era imposible que se hubiese despertado y vuelto a dormirse. Aliide había dejado un cubo vacío al lado de la bota de Martin por si se despertaba. El ruido la habría alertado. El cubo estaba donde ella lo había puesto, a un palmo de la cómoda.
Regresó a la cocina y comprobó el estado de Hans. Le sacó la pitillera del bolsillo, sus tres leones habían ido borrándose con el tiempo, y encendió un cigarrillo de liar. Dio una profunda calada que la hizo toser, pero también ver la situación con mayor claridad.
Se lavó las manos.
Vertió el agua rojiza en el cubo del agua sucia.
Tomó unas gotas de valeriana y se sentó a fumar otro cigarrillo.
Se acercó a Hans.
Luego sacó de la alacena la medicina que había preparado para el insomnio y le abrió la boca.
Hans despertó tosiendo e intentó vomitar. Parte del contenido de la botella se vertió en el suelo.
– Esto te curará -le susurró Aliide.
Hans abrió los ojos, la miró como si ella fuese transparente y echó otro trago.
Aliide le levantó la cabeza, se la colocó en el regazo y esperó.
Luego fue a buscar un trozo de cuerda, le ató las manos y los pies y lo arrastró hasta el cuartucho. Le arrojó encima el cuaderno, quitó del estante la tacita de Ingel y se la metió en el bolsillo del delantal.
Tapó a Hans.
Lo besó en la boca.
Cerró la puerta.
Selló las ranuras con cola.
Cegó las tomas de aire.
Arrastró el armario hasta delante de la puerta y fue a la cocina a limpiar la sangre del suelo.