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17 de agosto de 1950

¡Por una Estonia libre!

Pero después, cuando Ingel y yo ya no estemos aquí, ¿cómo se las arreglará Liide con Martin, si lo que sospecho es verdad? A Liide podría pasarle algo, pero a pesar de todo no se lo deseo. ¿Comprenderá que, si el hermano de Martin dice la verdad, el destino de su marido puede ser igual de terrible? Intenté preguntarle si Martin le había hablado de su hermano y creo que pensó que estaba loco por preguntarle algo así. Cree todo lo que le dice Martin. Según Liide, su marido está tan enamorado de ella que nunca le mentiría.

Le pedí consejo a Ingel cuando me visitó, pero se limitó a negar con la cabeza, no supo decirme nada, o quizá no quiso. Le dije que había otras razones para que Liide no me dejase entrar en la habitación, aparte de que desde allí el altillo quedaba más lejos por si venía alguna visita. Eché un vistazo una vez que Pelmi empezó a ladrar y Liide me mandó esconderme rápidamente. Ella misma salió fuera. Era el ropavejero, que venía en su caballo. Pero yo entré en la habitación un instante y vi que allí tenían una bandeja para pasteles encima de la cómoda. Era igual que la de Theodor Kruus, lo recuerdo bien, estaba muy orgulloso de ella. Di un paso más para verla mejor y dentro había unos pendientes de oro con piedras preciosas incrustadas. Y hasta tenían un espejo, un espejo del tamaño de una ventana.

Sigue doliéndome la cabeza y a veces parece que me va a estallar. Ingel me trajo unos polvos para el dolor de cabeza. Tengo aún bastante carne salada y en el tarro de la leche queda un poco de agua. Ingel me trae más cuando Aliide no lo hace.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1992, oeste de Estonia

El bonito bosque estonio de Aliide

Zara acababa de coger la cafetera cuando oyó detenerse un coche delante de la casa. Se acercó a la ventana y apartó la cortina. Las puertas del vehículo negro se abrieron. Apareció la calva de Paša. Del otro lado salió la cabeza de Lavrenti, más despacio, como si no quisiera apearse. Aliide estaba en medio del jardín, apoyada en su bastón; se arregló el nudo del pañuelo bajo la barbilla y echó los hombros un poco atrás.

No había tiempo para pensar. Zara corrió a la habitación de atrás y forzó los cerrojos de hierro de la ventana. Se movieron con dificultad arriba y abajo. Tiró del asa y el marco se abrió quejumbrosamente. Una araña corrió a esconderse dentro de una burbuja del empapelado. Abrió también la ventana exterior. Las telarañas se rasgaron y varias moscas muertas cayeron entre los marcos. Ya casi había anochecido, los grillos cantaban. ¡La foto de la abuela! Se había olvidado de ella. Volvió a la cocina a toda prisa, pero la fotografía no estaba sobre la mesa. ¿Dónde la habría metido Aliide? No, no tenía tiempo de averiguarlo. Regresó corriendo a la habitación de atrás, saltó por la ventana y aterrizó en medio del parterre de peonías. Algunos tallos se rompieron, afortunadamente no muchos. Quizá Lavrenti no descubriera las huellas. Volvió a meter dentro la cortina de ganchillo que ondeaba al viento y cerró la ventana de un empujón. Después corrió hasta el jardín, dejando atrás el árbol de manzanas blancas, el de manzanas ácidas, las colmenas, los ciruelos y las claudias. Sus piernas ya sabían lo que era correr. Su pie descalzo se hundió en una topera. Tendría que salir por el mismo sitio por donde había entrado, pasando por los sauces blancos, ¿o acaso era mejor coger el camino más recto y cruzar el campo?

Rodeó el jardín y llegó hasta el rincón más lejano desde el que podía verse la entrada. El BMW de Paša estaba aparcado justo delante del portal de la verja. No se veía ni se oía a nadie. ¿Dónde se habían metido? Seguro que Lavrenti saldría pronto a examinar el jardín. Consiguió saltar la valla de alambre, que soltó un chirrido. Zara se quedó inmóvil, pero no oyó nada. Las huellas del coche de Paša se distinguían nítidamente en el camino medio cubierto de hierba, al otro lado de la valla. Fue a hurtadillas hacia la casa, preparada para salir corriendo, y tras haber llegado lo bastante cerca, pudo distinguir entre los abedules y a través de la valla cómo Aliide cortaba pan a la luz amarillenta de la cocina. Después sacó unos platos de la tina en que se estaba escurriendo la vajilla y llevó a la mesa los más pequeños. Se dirigió a la alacena e hizo allí algo. Volvió a la mesa con una jarra de leche en la mano, una jarra de la época anterior a la guerra, de la «época de Estonia», como ella la llamaba. Paša estaba sentado, charlando y picando algo, por el color del tarro podía deducirse que era compota de manzana. Lavrenti miraba hacia el techo y jugueteaba con el humo de su cigarro, dirigiéndolo hacia arriba o hacia abajo. Zara no descifraba la expresión de Aliide, se la veía tan normal y desenvuelta como si sus nietos hubiesen ido a visitarla y ella se limitase a interpretar su papel de abuela, ofreciéndoles bocadillos. Se reía, y Paša le correspondía. Después, Paša volvió a decir algo y Aliide fue a la despensa en busca de una cesta. Dentro había unas herramientas… No, no podía ser cierto: ¡Paša iba a arreglarle la nevera!

Zara se agarró a un abedul para no perder el equilibrio. La cabeza le daba vueltas. ¿Tenía Aliide intención de delatarla? ¿Era eso lo que significaba aquella extraña escena? ¿Se disponía a venderla? ¿Paša le había dado dinero? ¿De qué estaban hablando? ¿O acaso Aliide sólo quería ganar tiempo? ¿Podía Zara pararse a pensar? Debía marcharse, pero no podía hacerlo por mucho que lo desease. Los grillos cantaban y la noche se iba cerrando más y más, por la hierba correteaban animalillos y las luces empezaban a encenderse en las casas lejanas. Algo crujía en la esquina del establo, un ruido que se trasladó a su piel, que también crujía, y dentro de su cabeza chirrió un viejo portal corroído. ¿Qué haría Aliide?

Después de una pausada comida y una larga reparación de la nevera, Paša se levantó y Lavrenti siguió su ejemplo. Parecían estar despidiéndose de Aliide. La luz de fuera se encendió, la puerta de entrada se abrió. Salieron los tres. La anciana se quedó de pie en los escalones. Los hombres encendieron cigarrillos y Paša contempló el bosque mientras Lavrenti se dirigía al banco del jardín. Zara retrocedió unos pasos.

– Sí que tiene un bosque bonito.

– ¿Verdad que sí? Un bosque estonio. Mi bosque.

Un disparo.

Paša se desplomó al pie del porche.

Otro disparo.

Lavrenti yacía en el suelo.

Aliide acababa de dispararles a los dos en la cabeza.

Zara cerró y abrió los ojos. Aliide estaba examinando los bolsillos de los hombres. Les quitó las armas, las carteras y un fajo de algo.

Zara sabía que eran dólares.

Las botas de Lavrenti todavía brillaban. Botas de soldado.

Hasta que oyó el cristal y la madera rompiéndose, Zara no se acordó del objeto que había sacado del cuartucho y se había llevado consigo. Había apretado el tronco del abedul demasiado fuerte. De su bolsillo cayeron fragmentos de cristal y trozos de madera oscura. No era un espejo, aunque eso había creído ella cuando estaba en el escondite. Era un marco. A la luz de la luna no se veía muy bien, pero en medio de los fragmentos distinguió la fotografía de un joven vestido con uniforme militar. En el dorso, apenas se leía el texto: «Hans Pekk – 6.8.1929.»

Zara había metido el marco dentro de la libreta que había encontrado en el cuartucho. Sacudió las esquirlas de las páginas con cuidado. En la esquina de la libreta estaba escrito el mismo nombre: Hans Pekk.

15 de agosto de 1950

¡Por una Estonia libre!

Me pregunto qué diablos hace Martin aún aquí, en el campo, si tan bien le va en el Partido… A estas alturas ya debería ser uno de los peces gordos de Tallin. Al menos eso entendí cuando Liide me explicó que todos sus compañeros ocupan ya puestos importantes. ¿Por qué a ella no le resulta extraño? ¿O es que no quiere contarme que están preparándose para marcharse allá? A veces todavía intento preguntarle sobre el hermano de su marido, pero ella se pone rara cuando empiezo a hablar sobre Martin. Es como si yo lo estuviese acusando de algo malo, se queda como abatida y es difícil hablar con ella.