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Los arenques salados me dan sed. Ojalá tuviese cerveza hecha por Ingel.

Aquí no se distingue el día de la noche. Echo de menos el amanecer sobre los campos. Oigo a los pájaros andar por el tejado y echo de menos a mis chicas.

¿Seguirá vivo alguno de mis amigos?

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1992, oeste de Estonia

Aliide guarda su libreta de recetas y empieza a hacer la cama

Las luces traseras del coche se alejaban. La muchacha estaba tan excitada que había sido fácil meterla en el taxi, aunque había intentado murmurar algo. Aliide le había recordado que seguramente alguien vendría pronto en busca de Paša y Lavrenti, que los problemas no se habían acabado. Sería mejor que se fuese al puerto antes de que la desaparición de aquellos hombres disparara las alarmas.

Si conseguía llegar a casa, Zara le contaría a Ingel que aquellas tierras perdidas tanto tiempo atrás estaban esperándola. Entonces a Ingel y Linda les darían la nacionalidad estonia, también una pensión y el pasaporte. Ingel vendría y Aliide ya no pondría ningún reparo. ¿Y por qué no habría de conseguirlo la muchacha? En el bolsillo de Paša había aparecido su pasaporte y con aquel fajo de dólares se podía pagar mucho más que un taxi hasta Tallin. Incluso podría pagar un visado de urgencia, no le haría falta buscar contenedores en el puerto. La muchacha había puesto los ojos como platos, igual que un caballo asustado, pero se las arreglaría. El taxista había recibido suficientes billetes como para no hacer preguntas durante el viaje.

A Zara también le darían un pasaporte estonio en calidad de descendiente de Ingel y Linda. No tendría que volver a Rusia jamás. Quizá debería habérselo explicado. Tal vez. O puede que fuese capaz de enterarse por sí sola.

Aliide fue a la habitación y cogió bolígrafo y papel. Le escribiría una carta a Ingel. Le diría que toda la documentación necesaria para que le devolviesen las tierras la tenía el notario, que sólo hacía falta que ella y Linda regresaran; el sótano estaba lleno de confituras y conservas preparadas según sus viejas recetas. Después de todo, había llegado a cogerles el punto, aunque su hermana nunca había creído en sus habilidades como cocinera. Incluso la habían alabado por ellas.

Las botas de Paša y Lavrenti asomaban por la puerta de la habitación de atrás.

¿Venían ya los chavales, aquellos que cantaban canciones? ¿Sabían que ahora estaba sola?

Los hijos de Aino podían conseguir gasolina. Les daría todas las botellas de vodka que había en el armario y cualquier otra cosa que quisieran de la casa. Que se lo llevasen todo.

Metió la libreta de recetas dentro del sobre junto con la carta.

La enviaría al día siguiente. Luego conseguiría la gasolina y rociaría la casa. Después, tendría que arrancar las tablas del suelo del cuartucho. Sí, seguro que lo lograría. Finalmente, se acostaría al lado de Hans, en su casa al lado de su Hans. A lo mejor le daba tiempo de hacerlo antes de que apareciesen los chavales, ¿o acaso acometerían ya esa noche lo que tenían planeado?

QUINTA PARTE

25 de agosto de 1950

¡Por una Estonia libre!

En el bosque me encontré con un hombre. Era el hermano del marido de Liide, de ese Martin. Estaba mal de la cabeza. Un comunista. Lo estrangulé.

Había estado en Nueva York con Hans Pöögelman. Y allí había organizado actividades comunistas y publicado el periódico Uus Ilm («Nuevo Mundo»). Era de esa clase de hombres. Resultaba un poco difícil entender lo que decía, la cabeza le temblaba mucho y sólo tartamudeaba, a veces la voz se le perdía del todo y únicamente escupía. Al principio, cuando pasó por mi refugio subterráneo, pensé que era un animal del bosque. Él no se dio cuenta de que yo estaba allí y cortó con el pie el hilo de la trampa. Entonces advertí su presencia. No salí tras él enseguida. No fui a ver si había dejado algún rastro hasta que cayó la noche. Había comido los arándanos de las proximidades, pero no como lo hacen los animales. Eso me hizo pensar que podía ser una persona. No obstante, había permanecido tan quieto que no noté nada hasta que se abalanzó contra mis piernas, como un animal. Sus ojos eran iguales a los de un animal, pero carecía de fuerza, así que lo dominé sin dificultad. Me senté encima de su pecho y le pregunté cómo se llamaba. Al principio sólo gimoteaba y tuve que mantenerle la boca tapada, pero después se tranquilizó. Llevaba conmigo un trozo de cuerda y le até las manos para mayor seguridad. No portaba ninguna arma, eso fue lo que primero comprobé. Consiguió decir a duras penas que se llamaba Konstantin Truu. Le pregunté si era familiar de Martin Truu. Por supuesto que lo era. No le dije nada de que éramos familia política porque yo nunca reconozco mi parentesco con esos rusos. Sólo le dije que Martin Truu era un hombre conocido en la aldea, y él se alegró o se asustó, realmente no se podía estar seguro de sus reacciones. Fuera como fuese, se puso como loco. Empezó a hablar de un gran malentendido, de que había que avisar a Stalin. Tuve mis sospechas de que estaba fingiendo con tanto tartamudeo. Por el bosque andaba toda clase de gente, no podías fiarte de nadie. Konstantin pedía socorro y comida. Debía de haber sido un señorito de esos de ciudad, esa clase de gente que no sabe arreglárselas en el bosque. Vaya tropa que mandaba allí la NKVD a espiar a los muchachos de Estonia. Pero terminé de escuchar su historia, pensando que quizá pudiese descubrir algo sobre el marido ese de Liide. También cabía que Konstantin fuese un agente que se había pasado de rosca al llegar al bosque y que acabara soltando unas cuantas verdades.

Konstantin había vuelto con Pöögelman y luego había ido a la Unión Soviética a trabajar. Después había regresado a Estonia con un amigo suyo, al que habían fusilado en la frontera. A él le perdonaron la vida y se dirigió a Tallin. Allí tramó algo con los comunistas, pero después ellos quisieron mandarlo a Siberia. Consiguió escapar y llegar al bosque. No sabía en qué año estábamos, sólo le interesaba escribirle a Stalin para decirle que había que enmendar el malentendido. Entonces lo estrangulé. Me había visto vivo y yo estaba oficialmente muerto.

Le registré los bolsillos. Tenía cartas. Cartas que Martin le había mandado a Nueva York. Me las llevé y las leí.

Estuve a punto de dárselas a Aliide, pero no lo hice. No vale la pena asustarla aún más. Voy a esconderlas aquí, debajo de las tablas, en el mismo sitio donde tengo guardada esta libreta mía. Será mejor que nadie las encuentre. Por unas cartas así te mandan a Siberia, aunque fueron escritas en los años treinta. ¿Qué habrá tenido que hacer Martin para que no lo hayan deportado ya? ¿Sabía siquiera que su hermano había vuelto a Estonia?

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1946, oeste de Estonia

Confidencial

Copia n.° 2

Informe sobre la actividad de TRUU Martin, hijo de Albert, en la República Socialista Soviética de Estonia.

TRUU Martin, hijo de Albert, nacido el año 1910 en Narva, natural de Estonia, bachiller. En la clandestinidad desde 1944.

TRUU Konstantin, hijo de Albert, nacido el año 1899 en Narva, natural de Estonia, bachiller. No localizado.