Zara la llevó dentro. A su paso, en la cocina de la kommunalka, el piso comunitario, se hizo el silencio. El suelo rechinó: las mujeres se habían acercado a la puerta para verlas. Las zapatillas de Zara, aplastadas por un lado, hacían crujir la arena y las cáscaras de pipas que alfombraban el suelo. Sentía las miradas de las mujeres como puñales en la espalda.
Zara hizo pasar a Oksanka a la habitación y cerró tras ellas. Su amiga resplandecía como un cometa en aquella estancia poco iluminada. Sus pendientes destellaban como ojos de gato. Zara tiró de las mangas de su bata para taparse los nudillos enrojecidos.
La abuela no movió la cabeza. Siempre se sentaba en aquel sitio y miraba fijamente por la ventana. Su cabeza parecía negra a contraluz. La anciana apenas se movía de su silla, sólo miraba fuera día y noche sin decir nada. Todos la habían temido siempre un poco, incluso el padre de Zara, a pesar de que raramente no estaba borracho. El día que cayó en un coma etílico y murió, su madre volvió a vivir con la abuela y Zara. A la abuela nunca le había gustado su yerno, al que siempre llamaba tibla, sucio ruso. Pero Oksanka estaba acostumbrada a aquella mujer y se apresuró a saludarla, le cogió la mano y le habló con amabilidad. La anciana hasta pareció soltar una risita. Cuando Zara empezó a poner la mesa, Oksanka rebuscó en su bolso y le entregó a la abuela una caja de bombones que relucía tanto como ella misma. Zara introdujo el hervidor eléctrico en la olla de agua. Su amiga se acercó y le tendió una bolsa de plástico.
– Aquí tienes cuatro cositas.
Zara vaciló. La bolsa parecía pesada.
– Cógela, mujer, o… Espera un momento. -Sacó rápidamente una botella-. Es ginebra. ¿La ha probado alguna vez la abuela? Puede que sea una experiencia nueva.
Oksanka sacó unos vasitos de la alacena, los llenó y le llevó uno a la anciana. Ésta olfateó la bebida y esbozó una mueca de desagrado, luego soltó una risita y la apuró de un trago. Zara la imitó. Un ardor amargo se extendió por su garganta.
– Con la ginebra se puede hacer una bebida que se llama gin-tonic. La preparo a menudo para nuestros clientes. Would you like to have something else, sir? Another gin-tonic, sir? Noch einen?-dijo, fingiendo sostener una bandeja con los vasos y depositando la botella en la mesa.
Zara le siguió el juego. Asintió y simuló darle una propina y mostrarse satisfecha con la bebida que la camarera le servía. Luego rió nerviosamente ante el alocado comportamiento de Oksanka, tal como había hecho siempre.
– ¡Por fin consigo que te rías! -exclamó su amiga, y se sentó casi sin aliento después de tanta payasada-. Antes siempre nos reíamos mucho, ¿te acuerdas?
Zara asintió. En la olla ya empezaban a formarse burbujas alrededor del hervidor. Esperó a que el agua hirviese, desenchufó y sacó el cacharro, cogió el tarro del té de la estantería, puso varias hojas en dos tazas y las llenó de agua caliente antes de llevarlas a la mesa. Oksanka podría haber avisado de su visita con antelación, haber mandado aunque fuese una postal. Así habría tenido tiempo para preparar algo que le gustase y recibirla de otro modo, no en bata y zapatillas viejas.
Oksanka se sentó a la mesa y colocó la estola en el respaldo de la silla de modo que la cabeza del zorro quedara sobre su hombro y el resto le rodease el brazo.
– Éstos son auténticos -aseguró, dando unos toquecitos con una uña en los pendientes-. Diamantes de verdad. Mira cuánto dinero se gana en Occidente, Zara. ¿Y te has fijado en mis dientes? -añadió con una radiante sonrisa.
Zara reparó entonces en que los empastes delanteros no se le notaban.
Zara recordaba muy bien aquellos Volgas que avanzaban a toda velocidad y se te echaban encima con los faros apagados. Ahora Oksanka también tenía uno. Y chófer propio. Y guardaespaldas. Y pendientes de oro con diamantes. Y los dientes blanquísimos.
Una vez, de niñas, casi las había atropellado un Volga. Volvían a casa después del cine y la calle estaba desierta. Zara iba jugueteando en el bolsillo con una endurecida goma de borrar azul grisácea con la marca desvaída. Entonces apareció. Oyeron el estruendo pero no lo vieron, y al doblar la esquina surgió justo ante ellas para desaparecer al instante. Les pasó a un palmo de distancia. Cuando llegaron a casa, Zara tuvo que limarse la uña del dedo índice, ya que se le había doblado al clavarla en la goma, del susto, además de que otra uña se le había levantado y había sangrado.
En el mismo piso comunitario vivía una familia cuya hija había sido arrollada por un Volga. La policía militar se había limitado a cruzarse de brazos, asegurando que no podían hacer nada. Que las cosas eran así. Eran coches gubernamentales, ¿qué iban a hacer? Encima, los familiares habían tenido que aguantar una bronca antes de que los mandaran a casa. Zara no quería contárselo a su madre, pero ésta ya se había fijado en la uña levantada y en la yema amoratada, así que no creyó sus explicaciones, sabiendo que mentía. Cuando al final Zara le reveló que un Volga negro había estado a punto de atropelladas, su madre la pegó. Después quiso saber si los ocupantes del coche las habían visto.
– No creo. Iba muy rápido.
– ¿No se han parado?
– Claro que no.
– Nunca, jamás te acerques a un coche de ésos. Si ves uno, sal corriendo. Da igual donde sea, en ese mismo instante corre a casa.
Zara se sorprendió al oír tantas palabras juntas de boca de su madre. No era algo habitual. El hecho de que le pegase no importaba, pero aquel fulgor repentino en los ojos maternos… Su expresión traslucía la mayor seriedad, cuando, en general, la cara de su madre siempre era de lo más inexpresiva.
Aquella noche, su madre la pasó despierta, sentada a la mesa de la cocina, mirando con fijeza al frente. Y después, las noches siguientes, espiaba furtivamente entre las cortinas, como si estuviese esperando que un Volga se apostara delante de la casa y acechara con el motor en marcha. Pasado el tiempo, solía despertar en plena noche, echaba un vistazo a Zara, que fingía dormir, e iba hasta la ventana para escudriñar fuera; un rato después volvía a la cama y se tumbaba rígida hasta caer dormida, si es que lograba conciliar el sueño.
En ocasiones se quedaba de pie ante la cortina hasta el amanecer.
Una vez, Zara se levantó y se acercó a ella.
– No va a venir nadie -le dijo, tirándole del camisón de franela desde atrás.
Su madre no contestó, se limitó a zafarse de su mano.
– Mamá, Lenin nos protege, no tenemos por qué preocuparnos.
La mujer permaneció un rato en silencio y luego se volvió para mirar a su hija de soslayo, como acostumbraba hacer, como si a su espalda hubiese otra Zara y su vista se centrara en esa otra. Todo seguía sumido en la oscuridad, el reloj dio la hora, sus pies descalzos fueron resiguiendo las irregularidades del gastado suelo de madera, hasta que su madre la metió de nuevo en la cama sin mediar palabra.
Zara también había oído hablar del comisario Berija y la policía secreta. Y de coches negros que buscaban chicas jóvenes. Al parecer, daban vueltas por las calles de noche y las seguían, hasta que paraban a su lado. Nunca volvía a saberse de aquellas chicas. Un Volga negro del gobierno era siempre un Volga negro del gobierno.
Y ahora Oksanka, como una estrella de cine de algún lugar lejano, había saludado a Zara con la mano, con sus impecables y largas uñas rojas después de bajar de un Volga negro. Había arañado el aire con una sonrisa benévola y amplia, como una persona de sangre azul al descender de un transatlántico.
– ¿El Volga es tuyo? -preguntó Zara.
– Mi coche está en Alemania -contestó su amiga sonriendo.
– Entonces, ¿tienes coche?
– ¡Claro! En Occidente todo el mundo tiene.
Oksanka cruzó las piernas con elegancia. Zara escondió los pies debajo de la mesa. El forro de franela de sus zapatillas estaba húmedo, como siempre, igual que lo había estado también el de unas zapatillas idénticas de color rosa que había tenido Oksanka. En los tiempos en que ambas las usaban, se dedicaban a rellenar juntas el diario de la escuela justo en aquella misma mesa, con los dedos manchados de tinta.