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– A mí los coches no me interesan -declaró Zara.

– Pero ¡con ellos puedes ir a donde te plazca! ¡Piénsalo!

Zara pensaba en que su madre no tardaría mucho en llegar y en lo que pasaría si veía un Volga negro allí aparcado.

La abuela no había visto el coche porque estaba sentada en su sitio de siempre y desde su ventana no se veía la calle. En realidad, no le interesaba la vida callejera, como a las ancianas que se sentaban contra la fachada; a ella le bastaba con el cielo.

Cuando Zara la acompañó de vuelta al Volga, Oksanka le explicó que el tejado de la casa de sus padres ya no tenía goteras, que lo había mandado arreglar.

– ¿Lo pagaste tú?

– Con dólares.

Antes de subir al coche, su amiga le tendió un folleto alargado.

– Es del hotel donde trabajo.

Zara lo sopesó en la mano. El papel era grueso y brillante, y llevaba impresa la foto de una mujer cuyos dientes relucían con un blanco irreal.

– Es un folleto -le aclaró Oksanka.

– ¿Un folleto?

– Hay tantos hoteles que los folletos son necesarios. Aquí tienes más. Éstos no los conozco, pero sé que también contratan a mujeres rusas. Podría conseguirte un visado si quieres.

Los hombres que estaban esperándola pusieron el motor en marcha y Oksanka subió detrás.

– ¡En la bolsa de plástico hay unas medias como éstas! -exclamó, señalando sus piernas y sacando una por la puerta-. Toca, toca.

Zara se acercó y acarició la brillante pantorrilla de Oksanka.

– Increíble, ¿verdad? -dijo riendo su amiga-. Volveré a visitarte mañana. Ya seguiremos hablando.

1992, oeste de Estonia

Cada tintineo del cuchillo parece una burla

Debajo de la toalla de lino se veían las piernas cubiertas de moretones. Las medias habían atenuado las marcas, pero ahora sus extremidades estaban desnudas, con piel de gallina y todavía húmedas por el baño. Una cicatriz le cruzaba el pecho y desaparecía debajo de la toalla. Aliide sintió repulsión. La chica, que estaba de pie ante la puerta de la cocina, parecía más joven después del baño, con la piel como la pulpa de una manzana roja recién partida. El pelo le goteaba en el suelo. Su fragancia se extendía hasta la habitación y por un instante Aliide echó de menos la sauna, que se había quemado hacía ya un año. Desviando la vista de la joven, la dirigió a lo largo de la pared, a los tubos aislantes, que aún parecían funcionar; dio unos golpecitos a un tubo verde y limpió las telarañas con el bastón.

– Ahí encima de la mesa hay esencia de plantago. Es bueno para la piel.

Zara no se movió, pero preguntó si tenía tabaco. Aliide le señaló el mueble de la radio con el bastón y pidió que le encendiese un Priima también a ella. Tras prender los dos cigarrillos, la muchacha volvió al umbral. Las gotas del pelo cayeron sobre el mismo charquito de antes.

– Siéntate en el sofá, pequeña, venga.

– Lo mojaré.

– No, no te preocupes.

Zara se dejó caer en un extremo del sofá y bajó la cabeza, para que el pelo gotease en el suelo. En la radio, Rüütel hablaba sobre las elecciones y Aliide cambió de emisora. Aino había dicho que iría a votar, pero ella no iría.

– Tinte de pelo seguro que no tiene, ¿verdad?

La anciana negó con la cabeza.

– ¿Tendrá entonces pintura o tinta? ¿Tinta de sellos?

– No, me temo que no.

– ¿Papel de calco tampoco? ¿Qué voy a hacer entonces?

– ¿Crees que te volverás irreconocible tan fácilmente?

La muchacha no contestó y siguió allí medio encorvada.

– ¿Qué tal si te traigo un camisón limpio y cenamos algo?

Aliide aplastó la colilla en el cenicero, rebuscó en el cajón de la cómoda, sacó un camisón estampado con flores rojas y blancas y dejó que la chica se vistiese. Un tintineo de botellas de cristal llegó de la cocina; la esencia de plantago le vendría bien. La oscuridad reinaba tras las cortinas; echó un vistazo para asegurarse de que no quedasen rendijas abiertas. No había ninguna, pero el borde inferior de las cortinas se movía un poco debido a la corriente. Ya sacaría fuera el agua del baño por la mañana. El rascar de un ratón en alguna parte la sobresaltó, pero su mano se mantuvo firme cuando empezó a anotar las fechas en sus tarros de conserva. Algunas llevaban pegado un trozo de papel de periódico en los lados. «El 18 por ciento de los crímenes de este año ha sido resuelto», rezaba uno, y Aliide dibujó encima una marca que indicaba que era una partida de conserva anterior. La noticia sobre el primer sex-shop de Tallin llevó la marca de una partida posterior. El bolígrafo estaba a punto de quedarse sin tinta, de modo que lo apretó contra el papel. «Durante los primeros días el problema fueron los chiquillos, que entraban como enjambres de moscas; había que sacarlos de la tienda.» El papel se rompió, así que dejó de insistir, sacó la carga de tinta del bolígrafo y la metió dentro de un bote con otras vacías. Había anotado las fechas con letra temblorosa. Tendría que seguir después. Aunque sin mayores dificultades guardó en la despensa los botes de cristal ya preparados, el corazón le latía con fuerza. Tenía que desembarazarse de aquella muchacha antes del día siguiente. Aino iría a llevarle la leche y juntas irían a la iglesia a recoger los paquetes de caridad; no quería dejarla sola en casa. Además, si Aino la veía, no podría impedir las habladurías en la aldea. Y, suponiendo que el marido de la chica existiera de verdad, no parecía la clase de invitado que a Aliide le gustaría tener en casa.

Reparó en que encima de la mesa de la cocina había un trozo de salchichón comprado en su última visita a la tienda, y se acordó de la mosca. El salchichón ya estaba perdido. Con el asunto de la chica, la mosca se le había ido de la cabeza. Era una estúpida. Y vieja. Ya no era capaz de hacer varias cosas al mismo tiempo. Estaba a punto de tirarlo a la basura, cuando cambió de opinión y lo examinó con detenimiento. Normalmente, las moscas se quedaban tan exhaustas cuando depositaban los huevos que perdían el sentido. No vio ni huevos ni a la mosca, pero al levantar el envoltorio de papel descubrió una bien gorda aleteando penosamente. La bilis le subió a la garganta. Agarró el salchichón y empezó a cortarlo en rebanadas para prepararle un bocadillo a la muchacha. Los dedos le temblaban.

Zara, ya cambiada, entró en la cocina. Con aquel camisón de franela parecía aún más joven.

– Lo que no entiendo todavía es cómo sabes estonio.

– ¿Qué tiene de raro?

– No eres de por aquí. Ni siquiera eres de Estonia.

– No. Soy de Vladivostok.

– Pero ahora estás aquí.

– Sí.

– Pues me resulta bastante intrigante.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Claro que una persona de mi edad no puede saber si en Vladivostok hay colegios que enseñan estonio. Los tiempos han cambiado mucho.

Zara se dio cuenta de que se estaba frotando la oreja otra vez. Volvió a llevarse las manos al regazo y después las puso sobre la mesa, al lado de la fuente de tomates. El tomate más grande tenía el tamaño de dos puños, el más pequeño era como una cuchara, todos redondos y a punto de reventar, tan maduros que entre sus hendiduras goteaba el jugo. El comportamiento de Aliide era muy cambiante, así que Zara no podía prever adónde conducirían sus palabras o actos. La anciana se sentaba y levantaba, se lavaba las manos, iba de aquí para allá, volvía a lavarse las manos en la misma agua, se las secaba, examinaba los tarros y la libreta de recetas, cortaba, pelaba, volvía a lavarse, siempre entregada a una actividad incesante. Sus palabras se le antojaban una velada acusación, y cuando estaba poniendo la mesa, cada tintineo del cuchillo parecía una burla. Zara no dejaba de sobresaltarse. Tenía que pensar qué decir, parecer una chica decente, una persona de fiar.