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– Mi marido me enseñó.

– ¿Tu marido?

– Sí. Mi marido es estonio.

– ¡Vaya!

– De Tallin.

– ¿Y ahora quieres ir allí? ¿Para que te encuentre tu marido?

– ¡No!

– Entonces, ¿para qué? -Necesito salir de aquí. -Puedes ir a Rusia, por Valga o Narva. -¡No puedo ir a Rusia! Tengo que llegar a Tallin y cruzar la frontera. Mi marido tiene mi pasaporte.

Aliide tomó el bote donde guardaba su medicina para el corazón y percibió un fuerte olor a ajo. Tomó una cucharada de su miel medicinal y la devolvió a la nevera. Tendría que preparar más, un poco más concentrada quizá, añadiéndole ajo, pues se sentía débil. La tijera con que estaba cortando los tallos de las cebollas para mezclarlas con las patatas le pesaba mucho. Sus dientes ya no podían masticar el pan. La muchacha tenía una mirada grave. Aliide cogió un pepinillo con un movimiento brusco, le cortó la punta y después de hacerlo rodajas empezó a metérselas en la boca. La miel le había suavizado la garganta y la voz.

– Tu marido debe de ser un hombre especial, por lo que se ve.

– Lo es.

– Nunca había oído hablar de un estonio que fuese a Vladivostok a buscar una mujer, y menos todavía que le hubiese enseñado estonio. ¡Sí que ha cambiado el mundo!

– Paša es medio ruso.

– ¿Paša? Menudo nombre. Tampoco he oído jamás que un medio ruso fuese a Vladivostok a buscar una mujer y que le enseñase estonio. ¿Fue así? Por lo general, los rusos de Estonia sólo hablan ruso, de modo que sus mujeres empiezan a escupir ruso al compás que ellos les marcan. Las cáscaras de pipa vuelan de sus bocas con cada palabra.

– Paša es un hombre especial.

– Vaya si lo es. Entonces ¡eres una chica con suerte! ¿Y cómo es que fue a Vladivostok a buscar una mujer?

– Allí había trabajo.

– ¿Trabajo?

– Sí, trabajo.

– Normalmente, son los rusos quienes vienen aquí y no al revés, sea por trabajo o cualquier otra cosa.

– Paša es un hombre especial.

– ¡Parece un verdadero príncipe azul! E incluso te lleva a Canadá de vacaciones.

– En realidad nos conocimos mejor en Canadá. Ya le he contado que fui a trabajar de camarera, y allí me lo encontré.

– Y después os casasteis y él te dijo que ya no tendrías que volver a trabajar de camarera.

– Algo así, sí.

– Podrías escribir una novela con una historia tan bonita.

– ¡Pues sí!

– Mimos, viajes y coches. Cuántas chicas querrían estar con un hombre así.

1991, Vladivostok

En el armario está la maleta de la abuela, y dentro su chaquetón de plumas

Zara escondió los folletos que le había dado Oksanka en la maleta que tenía en el ropero, ya que no sabía qué opinaría su madre al respecto. Por la abuela no debía preocuparse, no le contaría nada de lo dicho por su amiga. Sin embargo, sí tendría que decirle que la había visitado, porque al final se enteraría por los chismorreos de las mujeres del piso comunitario. Como querrían saber qué regalos le había traído, tendría que invitar a cada una a un trago de ginebra. Su madre seguramente se pondría contenta por los regalos, pero ¿se alegraría igual si se enteraba de que Zara podía encontrar trabajo en Alemania? ¿Ayudaría que le dijese cuantos dólares podría mandar a casa? ¿Y si fuese una cantidad de dinero desorbitada? Al día siguiente le preguntaría a Oksanka qué cantidad podía asegurarle. Probablemente también debería aclarar otros asuntos. ¿Ahorraría lo suficiente para vivir cinco años, lo necesario para estudiar y graduarse? ¿Podría ahorrar bastante y al mismo tiempo mandar dinero a casa? Si se quedaba allí poco tiempo, sólo medio año por ejemplo, ¿lograría ahorrar algo?

También metió las medias en la maleta. Si su madre las descubría, seguro que las vendería de inmediato con la excusa de que Zara no las necesitaba.

La abuela dejó de mirar al cielo por un momento.

– ¿Qué tienes ahí?

Zara le mostró el envoltorio plano: un sobre de plástico transparente con una foto de una mujer de sonrisa reluciente y piernas largas, impresa sobre un cartón multicolor. En éste había un troquelado por el que se veía un trozo de media. La abuela le dio vueltas en la mano. Zara quiso abrirlo para enseñarle las medias, pero la anciana se lo impidió. ¿Para qué? Se romperían entre sus ásperas manos. ¿Y quién podría arreglar unas medias tan finas con una aguja de remiendo?

– Vamos, escóndelas ya -le ordenó, y añadió que las medias de seda también habían sido una valiosa moneda de cambio durante su juventud.

Zara volvió al armario y decidió colocarlas junto con los folletos en la parte de abajo de la maleta. La bajó al suelo y empezó a deshacerla. En el armario siempre tenían unas maletas preparadas: una para mamá, una para la abuela y una para Zara. Decían que era por si se producía un incendio. A veces, la abuela las rehacía y examinaba, incluso de noche, haciendo tanto ruido que despertaba a su nieta. A medida que Zara fue creciendo, la abuela fue sustituyendo la ropa de la maleta, quitando la que se le quedaba pequeña. También estaban todos los documentos importantes, la chaqueta con el dinero cosido en el forro, y medicinas que se renovaban con regularidad. Asimismo había agujas, hilo, botones e imperdibles. En la maleta de la abuela se guardaba además un chaquetón de plumas, ya grisáceo por el uso. El relleno se había endurecido y las costuras, que iban de arriba abajo, regulares como un alambre de espino, contrastaban extrañamente con la tosquedad de la chaqueta.

De niña, Zara siempre había pensado que la abuela sólo veía la porción de cielo visible por la ventana y no se daba cuenta de lo que pasaba en la casa. Sin embargo, una vez la maleta se le había caído sin querer del estante, y al estrellarse contra el suelo habían saltado las cerraduras. La abuela se volvió con la rapidez de una joven y su boca se abrió de par en par, como la tapa de una lata de conservas. Aquel chaquetón de plumas que Zara nunca había visto había caído al suelo. La abuela no se movió de su sitio, delante de la ventana, pero su mirada traspasó a Zara de parte a parte, y ella no entendió por qué se sentía avergonzada, y por qué era una vergüenza distinta a la que experimentaba cuando tropezaba o contestaba mal en la escuela.

– Guárdalo.

Cuando llegó a casa, su madre arregló la maleta y la cerró. No consiguieron reparar las cerraduras, así que se las dieron a Zara para jugar, y ella hizo unos pendientes para la muñeca. Era uno de los acontecimientos más extraños de su niñez y aunque ni siquiera más tarde llegó a comprender qué había pasado y por qué, lo cierto era que a partir de ese momento abuela y nieta comenzaron a hacer cosas juntas. La anciana empezó a llevarla consigo y a dejarla participar en la preparación de las conservas durante la época de recolecta. Como su madre trabajaba, nunca disponía de tiempo para regar la huerta de legumbres que tenían, ni para quitar las malas hierbas. Zara y su abuela se cuidaban la una a la otra, y de paso la anciana le contaba historias de aquel otro país en aquel otro idioma. Zara lo había oído por primera vez cuando, al despertar de repente en plena noche, vio a su abuela hablando sola junto a la ventana. Tras despertar a su madre, Zara le susurró que a la abuela le pasaba algo. Su madre echó la manta a un lado, se calzó las zapatillas y luego le recostó la cabeza en la almohada sin mediar palabra. Zara fingió obedecer. La manera en que su madre habló con la anciana le sonó extraña, y ésta le contestó también con palabras extrañas. Las maletas yacían en el suelo, abiertas. Su madre palpó las manos y la frente de la anciana y le dio agua y Validol. Su abuela lo tomó sin mirarla, lo que no era de extrañar, ya que nunca miraba a nadie a la cara, siempre desviaba un poco la vista. Luego su madre recogió las maletas, las metió en el armario y después apoyó las manos en los hombros de la anciana. Así permanecieron, quietas, mirando la oscuridad exterior.